(Orihuela, 18 agosto 1932)

Querido Sijé [ilegible]:

He recibido tu carta al mediodía, en nuestro fuertecillo. Acabo de abandonar el tomo de Shaw, leído entre pausas de miradas desmesuradas al cielo, a la sierra con chumberas (múltiple pelotari) que cantara Lorca el admirado, a los higos, con avispas amarillas, que maduran, que los devoran. Por encima de las tapias ya en sombra, contemplo, y entre crepúsculos como esquilas azules, la última torre de nuestro Colegio: tuyo, de Miró, mío, mío…, acometida aún del sol y con la veleta a un viento suave del Este, que hace sonar el almidón de las higueras y dobla, pensativas, aunque verdes, las cabezas góticas de los limoncitos del limonero. Como casi siempre estoy melancólico. Como casi siempre: solo. Y en Jueves Santo de la pasión, oscuro y triste, que anda pasito y en silencio dentro de mí no, sí entre mis dedos. Esto me pone doblemente melancólico. Además: rabioso. ¿Qué le he hecho yo a mi amada única? (¿Qué te he hecho, di?)
Haz amigos míos a los tuyos, poetas del cielo de Verdaguer y de los airitos de Rosalía. ¿Por qué no me has enviado la Oda al Santísimo Sacramento del mayor Federico? ¿Dices que es nemoroso lugar? ¿Piensas hacer poemitas? ¿Por qué cargas el de La coja? No me escribes casi nada, hermano. No he salido de mi huerto desde que te fuiste. No he visto un periódico. Me avergüenza ir por Orihuela con mi vieja y señera y vieja indumentaria. Hasta que no aparezca el libro no podré hacerme otra.
(El sol alumbra ahora nada más que la cruz de la veleta.)
Hasta mañana, amigo sol.
Hasta que quieras amigo, poeta [ilegible].

Publicado en Miguel Hernández, Epistolario, Madrid, Alianza, 1986.