Buenos Aires, Grijalbo, 2008

Por M.N.

A pesar de la altura del siglo, algunas cosas importantes parecen todavía resolverse por carta. La prueba de vida de la, por largo tiempo, más famosa secuestrada de la guerrilla colombiana, debió salir de su puño y letra, moldeada en un papel, y con las marcas retóricas más tradicionales de la carta: 1. el lugar y a fecha («mañana lluviosa, como mi alma / Selvas de Colombia Miércoles 24 octubre / 8:34 am»); 2. el destinatario explicitado en el encabezado («Mi mamita adorada y divina de mi alma»); 3. la primera y, sobre todo, segunda persona marcada («todos los días me levanto dándole gracias a Dios por tenerte»); y 4. la firma al pie («Ingrid Betancourt»). El cuento de esta larga carta -medio cerrada, medio abierta- dice que este «manuscrito -según reza el prólogo del libro referido-, una docena de páginas escritas con una caligrafía regular y puntiaguda, acompañada de un video y de fotos (como la que aparece en la portada), fue confiscada tras la detención de guerrilleros en Bogotá». También advierte el prólogo que se trata de «la primera versión íntegra y autorizada de dicho documento». Pero, ¿de quién es la voz de la secuestrada?
Se trata, ya se sabe, de la carta que le envió en papel Ingrid a su madre y, a través ella, a sus hijos, y la respuesta que éstos le envían en forma de relato a través de las ondas sonoras de la radio que ella escucha cautiva. Al final del libro se agrega como apéndice una lista de los secuestrados (a abril de 2008, mes de la edición, sabiendo como se sabe que esta fecha es muy importante). La primera carta, la más larga, la de Ingrid a su madre, se sostiene con, al menos, tres tipo de enunciatarios previstos: la explicitada madre y, a través de ella, sus hijos, sobrino, esposo, ex-esposo, etc; un auditorio universal (como muchas de las misivas que bordean la proclama); y, también, la censura («Escribo en español para no crear suspicacias que dificulten el tránsito de esta carta»). Esto último, el problema de los idiomas para Ingrid y su madre Yolanda Pulecio, resulta más que suspicaz: el castellano, para ellas, es el idioma de lo público (carta abierta); el francés, de lo privado («Si algo me quieres comentar por radio que sea personal, dímelo en francés para que yo capte de qué me vas a hablar, y sigues en español»).
La respuesta (la correspondencia) a esa larga misiva también fue en forma de carta, pero ya no en papel sino a través del aire que emitía el programa radial «Las voces del secuestro». Fue leída por Lorenzo, su hijo, y explicita la ambigüedad de la epistolaridad: proximidad («Y de pronto, ahí estabas. Tan próxima, tan cerca de nosotros. Leyendo tu carta, encontré tu voz») / lejanía («Pero no puedo verte, no puedo tocarte, no puedo sostenerte para reconfortarte»). Su carta, en relación a la de Ingrid, restringe los enunciatarios a dos: su madre y el universo. De este lado, en el mundo libre, no hay censura. Por eso se despacha contra los poderes enemigos, como las propias FARC o los gobiernos cómplices del cautiverio (el presidente colombiano Álvaro Uribe, sin ir más lejos).
Como tópico de las cartas de amor, y exagerado en las cartas de cautiverio (secuestro, como este caso, pero también de cárcel, de guerra o de exilio), la utopía que propone es que el mismo deje de exisitir, que no tenga necesidad de ser dicho, el fin del mensaje, porque los cuerpos vuelven a estar juntos («No más mensajes, no más teléfonos, no más distancias, no quiero que exista ni un metro de distancia entre tú y yo»).
A diferencia de la gran mayoría de epistolarios célebres, la edición de este libro es contemporánea a sus protagonistas, a sus incontables publicaciones en medios masivos y réplicas en radios y televisión. Como se ha dicho, el prólogo subraya que se trata de la carta íntegra y autorizada, no de la destreza de un cazador furtivo de textos íntimos.
Pero, ¿qué aporta el libro si ya todo se sabe? Es que quizá a todo el mundo le guste reflejarse en el bronce bibliográfico. Y conociendo el final de la película, luego de la liberación de Ingrid Betancourt, el pequeño libro trepó al espacio encumbrado en la topografía de las librerías, ganando privilegios en las mesas más próximas al acceso, allí donde todos los libres eruditos salen a pasear.

Como te decía, la vida aquí no es vida. Es un desperdicio lúgubre de tiempo. Vivo, o sobrevivo, en una hamaca tendida entre dos palos, cubierta con un mosquitero y con una carpa encima, que oficia de techo, con la cual puedo pensar que tengo una casa. Tengo una repisa donde pongo mi equipo, es decir el morral con la ropa y la Biblia que es mi único lujo. Todo listo para salir corriendo. Aquí nada es propio, nada dura, la incertidumbre y la precariedad son la única constante. En cualquier momento dan la orden de empacar y duerme uno en cualquier hueco, tendido en cualquier sitio, como cualquier animal.

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