Cartas para resucitar a un suicida

El problema de la verdad en Extraño y pálido fulgor de Héctor Tizón 


Por Mateo Niro et al. 

Recordemos la problemática que atraviesa la clásica obra dramática de Alejandro Casona Los árboles mueren de pie: a una abuela, en los estertores de su vida, su marido le escribe cartas haciéndose pasar por su nieto modoso y emprendedor que vive en las afueras, mientras que el de carne y hueso es un verdadero rufián. Nos sería sencillo valorar la acción del abuelo como la de una mentira piadosa.

Este texto español se inscribe en un vasto corpus de la ficción literaria que absorbe a la escritura epistolar para llevar adelante una acción engañosa: el yo que representa el nombre propio que dice ser en la carta no se corresponde con la mano que empuña la pluma y estampa la firma. Es que la carta, por definición, se enuncia en ausencia del destinatario, lo que hace muy plausible la farsa.

La carta presenta una tensión particular en cuanto al pacto de verdad que supone su inserción en la literatura, ya que supone algo más ligado a lo documental que a la simple ficción (1), mientras que se asiste, a su vez, a una narración en donde se incluye un enunciador interno que echa a rodar una versión, un punto de vista, un relato encajado y a la vista tendencioso.

La carta en la novela tiende a funcionar como estrategia narrativa que permite dar cuenta de la historia y, a su vez, de aquel que habla, es decir, construye en simultáneo lo que sucede y al propio narrador/personaje. Pero ese ser juez y parte es lo que vuelve sinuoso el pacto de verdad del que hablábamos unos renglones arriba. Porque, más allá de que podemos relacionarlo de alguna manera con el diálogo directo por su carácter de enunciado referido, nos enfrentamos a un tipo de discurso a una segunda persona pero de forma diferida –mi ahora no es tu ahora mi aquí , en general, no es tu aquí .

Veamos un ejemplo: el vocativo «Señor juez» introduce en el imaginario una carta final en donde el enunciado refiere, en el momento de la lectura, a una acción pasada y extrema que no se puede volver atrás. Ni siquiera contestar. Es la última palabra. Es condición necesaria que sea diferido para poder llevarse a cabo. Es más: la conclusión de peritos sobre el suicidio, descartando de plano otra muerte natural o no natural como el homicidio, es, precisamente, esa carta que deja el muerto para que se lea luego de que el acto enunciativo y que se enuncia haya sido consumado. La novela Carta a mi juezde George Simenon nos trae a cuenta este problema: «Sr. Ernest Coméliau,/Juez de Instrucción./23 bis, calle del Sena,/PARÍS, (Vie)./ Mi juez: Quisiera que un hombre, por lo menos uno, me comprendiese. Y desearía que ese hombre fuera usted.» (2) Así comienza la larga perorata con la seguridad de no ser interrumpido en su discurrir enunciativo ni en su acción final. Entonces, el diferimento en el mensaje epistolar es la coartada del suicida.

En la novela Extraño y pálido fulgor, de Héctor Tizón, publicada en 1999, también hay un suicida y una carta. Pero no es el enunciador sino el destinatario póstumo de la carta que, por cuestiones lógicas, no va a ser respondida. El ahorcado es un tal Juan Fernández y se alojaba, antes de colgarse en una alameda, en un hotelito de mala muerte en un pueblo perdido de provincia. La carta, olvidada adentro de un libro en la mesa de luz, es encontrada por el protagonista innominado de la historia. Él, un viajante de comercio de poca monta, decide, quizás por primera vez en su vida, ser alguien: Juan Fernández, el objeto de deseo de Abigail.

Queremos realizar en este trabajo una lectura de esta novela a partir de la revisión de algunos conceptos que encierran las prácticas epistolares desde los análisis semiológicos y los estudios literarios. A su vez, y para su mejor definición, estableceremos algunos vínculos con otros géneros íntimos . En todos los casos, nos centraremos en el problema de la no correspondencia entre la palabra y la cosa, o mejor, de la mentira en la correspondencia.

La carta amorosa

La carta de amor es pura enunciación: no hay tanto un enunciado, sino un acto, el decir «te amo» más que lo que el sintagma significa. Y como en todo diálogo se espera una respuesta, la carta de amor enuncia esa espera casi como orden o como súplica. Barthes, en Fragmentos de un discurso amoroso, ejemplifica esto con una carta del joven Freud a su novia: «No quiero sin embargo que mis cartas queden siempre sin respuesta, y dejaría de inmediato de escribirte si no me respondes» (3). Y así lo explica el propio Barthes: «Como deseo, la carta de amor espera su respuesta; obliga implícitamente al otro a responder, a falta de lo cual su imagen se altera, se vuelve otra.» (4) Sin respuesta no hay correspondencia, equilibrio, diálogo y ese acto se transforma en sólo un eco, un mensaje en una botella que merodea al náufrago.

En la novela de Tizón, Abigail, la enamorada que le escribe a Juan Fernández, al primero, al ahorcado, no recibe respuesta y así lo consigna en su desesperada carta, que es la que encuentra el otro Juan Fernández, el impostor, el que decide responder. Con esta última acción, revive al tal Juan Fernández, pero también lo que resucita es al propio juego amoroso que vive en la correspondencia. Sin equilibrio no hay correspondencia, como una partida de naipes en donde el otro no vuelve jamás del baño o se sincera diciendo: «yo no juego más». Y en la carta amorosa se exacerba esa necesidad y se torna, como dice Nora Bouvet en su estudio sobre la escritura epistolar , en una retórica de la súplica de respuesta (5). De hecho, en toda la novela de Tizón, hay sólo dos párrafos transcriptos de las cartas. Éstos remiten a dos tópicos de la epistolaridad: uno, la necesidad de respuesta; otro, la duda sobre la veracidad del enunciado. Sobre este último punto, volveremos más adelante.

Cuando el apócrifo Juan Fernández descubre la primera carta, la lee aunque salta enseguida a la firma: Abigail. La lee y la lee otra vez. Luego se da una ducha y vuelve a la carta. Cito: «Releyó una vez más: ¿pero qué he hecho yo, qué he hecho de mal? ¿En qué me he equivocado? En todo caso, no merezco tu silencio, la falta de respuesta a mis cuatro últimas cartas.¡Por favor, Juan! » (6) . De estas palabras, Juan Fernández infiere que Abigail era apasionada y estaba sola. La carta era como «el llanto de un huérfano». Juan Fernández no conoce a Abigail. Sólo conoce lo que dijo. Y la carta, para ser completa, se nutre de la que la precedió en la serie: esto hace posible que exista una nueva carta con otra mano pero con el mismo nombre, distintos autores para un mismo enunciador. Ludmer plantea en su análisis de «La novia robada» de Onetti que la carta «se orienta no sólo hacia lo que dice sino hacia otro relato, incluye la palabra del otro y hace presente la cita -elíptica o tácita- del discurso de su destinatario: la otra palabra escinde y desposee al que escribe, que resulta yo (y su palabra) y otro que yo (la palabra del otro).» (7) Entonces, el problema discursivo en la carta se plantea cuando no hay palabras de ese otro que yo; todo se vuelve tan monótono como una letanía. (8)

La carta de amor tiene como horizonte utópico su propia extinción al producirse el encuentro, abreviar esa distancia que separan a los seres amados, aquello que, a su vez, genera el intercambio epistolar. Así lo piensa el falso Juan Fernández: «Pensó en la carta que estaba tratando de escribir y se decidió por un texto más breve, que insistía en el hecho de que sólo faltaban dos días para verse, y entonces ya no habría motivo para escribirse porque en adelante tendrían toda la vida para estar juntos.» (9) Pero el cese de la correspondencia sin el palpable encuentro físico, es decir, la mera interrupción del contacto epistolar, produce inevitablemente el cese siquiera de ese potencial amor, la muerte. De ahí la súplica de una respuesta, la intención perifrástica a través del «seguime escribiendo» de que, en realidad, se siga amando y que la carta sea testimonio de ello.

El otro Fernández

Derrida polemiza con Lacan en su seminario sobre «La carta robada» diciendo que las cartas siempre contemplan la posibilidad de no arribar o de arribar transformadas en el trayecto, porque las cartas son potencialmente traicioneras. Esta posibilidad de desvío es constitutivo de lo epistolar: siempre la carta puede ser una carta robada. La ausencia y el diferimiento generan un mecanismo plausible de ser falseado como proyecto original de enunciación: el enunciador puede no coincidir con el autor real / el enunciatario puede no coincidir con el lector real.

El núcleo del problema en la novela de Tizón es justamente ése: la construcción falsa en los deícticos personales, es decir, la no correspondencia entre el yo que enuncia y el yo que escribe / el tú al que se enuncia y el tú que, de hecho, lee: lo que se produce como cuestión crítica es el desvío, la traición (que ya veremos que es doble). La carta fue escrita con destino a Juan Fernández, el ahorcado, y fue leída y respondida -robada- por el gris vendedor que se calzó los zapatos del muerto. Quien firmará la siguiente carta, la que responde a Abigail, es Juan Fernández, pero otro como si fuera el mismo. El falso enunciador le escribe a un supuesto verdadero enunciatario.

Lo que nos permite subrayar esta novela es el carácter artificioso del discurso, la puesta encarnada por meros sujetos de papel. Juan Fernández no es Juan Fernández, Abigail -como nos desayunamos en la segunda parte de la novela- tampoco es Abigail. Volvamos a explicarlo: el tú (Juan Fernández) que estampó el yo (Abigail) no se corresponde con el yo (Juan Fernández, el otro) que le escribirá a una segunda persona, una tal Abigail Martínez, que también es una embustera. Abigail Martínez, en realidad, es el nombre verdadero de una muerta con el que firma Alina, la primera autora de la serie epistolar, quien luego deja la posta a Clara. Entonces, Clara escribe como Alina que escribe como Abigail a Juan Fernández que, en realidad, termina siendo un pobre vendedor sin nombre. Como un juego de roles, o como el amigo invisible de la adolescencia, la novela de Tizón parece más bien el juego de los amigos muertos. Otra vez, una manera de bocetar lo que Kafka desesperadamente le dice a Milena en una de sus cartas: «La gente apenas si me ha engañado, pero las cartas sí; y en verdad, no sólo las de otras personas, sino también las mías propias. En mi caso éste es un particular infortunio del que no diré más, pero al mismo tiempo, también un infortunio general. La fácil posibilidad de escribir cartas debe de haber traído al mundo -vista nada más teóricamente- una terrible desintegración de las almas. En verdad es una relación con fantasmas, y no sólo con el fantasma del destinatario sino también con el propio fantasma del remitente, que crece entre las líneas de la carta que se escribe, y más aún en una serie de cartas, donde la una corrobora a la otra y puede referirse a ella como un testigo. ¡Cómo diablos pudo alguien tener la idea de que la gente se comunica entre sí mediante cartas!» (10)

Ahora bien, ese potencial engaño meramente discursivo tiende a necesitar restricciones a través del soporte. Esto es el paratexto que imprime un mayor nivel de veracidad: uno de ellos es la caligrafía. La carta manuscrita tiende a cosificar de algún modo aquello que es fantasmagórico. La caligrafía funciona como prueba de vida (11). En Extraño y pálido fugor, el falso Juan Fernández descubre una vez consumado el acto de la escritura de la primera carta y su despacho, que ahí podía estar la clave de su fracaso -no el de toda su vida, sino en el de la puesta en escena epistolar- y decide correr al correo y someter al empleado al mal y sorprendente momento de tener que devolverle la carta. Como mayor impersonalidad -mero discurso-, transcribe la carta en una máquina de escribir que le pide prestada a un cliente.

Resulta interesante pensar que hoy las máquinas de escribir guardan indicios de la mano que escribe de un modo mucho mayor que, sin dudas, el correo electrónico. No nos detendremos en la reflexión sobre las transformaciones del carácter de original a partir de la reproducción técnica, pero sí dar cuenta de que aquello que en la reproducción técnica era mecánico y despersonalizado, la reproducción digital lo vuelve, de alguna manera, artesanal y aurático.

Los correos electrónicos, pero por sobre todo el chat, nos interna definitivamente en un terreno fangoso en tanto es el mismo sistema que propone el nombre de guerra, el nick, para vestirse las ropas del que uno quiere ser. Tanto es así que es en el verosímil discursivo -«¿cómo sos?», «¿qué estás haciendo?»- para tratar de desenmascarar al fatal impostor. En realidad, habría que pensar que si sólo hay simulación, ¿existe la categoría de embustero?

Pero volvamos a la carta de papel. Además de la caligrafía, que tiende a restringir los desvíos de la ausencia, resultan necesarias otras fijaciones a ese latente engaño que propone el diferimiento: éstos son ciertos anclajes textuales (año, lugar, destinatario y, sobre todo, firma) como así también, el aparato paraepistolar que rodea al texto: el matasellos, la estampilla, las imágenes, si las hubiera, las colores en el sobre del país de origen, etc.

Pero aun los elementos de ese aparato documental pueden ser falseados. En la novela Ese dulce mal de Patricia Highsmith, el personaje central, David Kelsey, también finge ser otro, William Neumeister, para paliar el desamor y construir una estrategia de atracción de Annabelle sobre sí. Por eso, despacha su carta desde otro lugar distinto al de la enunciación: «Luego se dio cuenta de que si la echaba allí, la carta tendría el matasellos del pueblo, y todavía no deseaba que ni Annabelle, ni Gerald, supieran que pasaba cerca de Ballard. No le quedaba otro remedio que volver a Froudsburg. David quería que la carta estuviera lo antes posible.» (12) A su vez, podemos pensar largos ejemplos de casos de cartas sin enviar en el momento que se enuncia sino cuando las circunstancias así lo imponen. Por supuesto, la carta falsa abarca la falsedad sobre el referente con apreciaciones del tipo: «pasó esto» y en realidad fue lo otro.

Las verdades del yo

El problema de la verdad en la carta deriva fundamentalmente, como dijimos hasta aquí, de la existencia de un enunciatario ausente y diferido. Esto, si lo comparamos con el diario íntimo, nos permite pensar en qué sucede cuando esa categoría de enunciatario desaparece: si no hay destinatario, ¿a quién se miente? ¿a uno mismo? ¿para qué? No abriremos una reflexión pormenorizada de la escritura del diario personal, que seguramente estará muy bien tratada en este coloquio, pero nos sirve pensar alguna cuestión que lo involucra para seguir desgranando lo que sí nos toca: la mentira en la escritura epistolar.

Veamos dos casos en la literatura de irrupción de la falsedad en el diario íntimo:

•  En «Lejana», el cuento de Cortázar, leemos un relato en forma de diario. No hay un narrador externo, pero Alina Reyes, la enunciadora, se bifurca en un yo y un otro que es el mismo: «porque soy yo y le pegan», dice (13) / «Le pasaba a aquélla, a mí tan lejos» (14). Ese yo que escribe su diario íntimo sin un vos, condición del diario íntimo, simula ser ella cuando las circunstancias se vuelven insoportables, y genera una inversión de lo que planteábamos en la novela epistolar: el yo (el falso Juan Fernández) roba a él (Juan Fernández, el ahorcado); aquí, ella (la falsa Alina Reyes) roba al yo (la verdadera).

•  De la misma manera, la primera parte de La bestia debe morir, de Nicholas Blake, primero de los libros de la célebre colección El séptimo círculo, es el diario de Félix Lane. Al pobre le mataron al hijo y va a vengarlo: «Junio 20 de 1937. Voy a matar a un hombre. No sé cómo se llama, no sé dónde vive, no tengo idea de su aspecto. Pero voy a encontrarlo, y lo mataré.» (15). Luego de esta apertura de la novela, aparece el primer indicio de lo que luego va a desatar un conflicto con el género que sustenta gran parte de la novela, el diario personal: «Amable lector: usted debe perdonarme este comienzo melodramático. Parece la primera frase de una de mis novelas policiales, ¿no es cierto? Sólo que esta historia nunca será publicada, y el amable lector es una cortés convención. No, tal vez no sea una cortés convención.» (16) Félix Lane, nombre de fantasía de Frank Cairnes, miente en su diario, pero no de la manera patológica de Alina Reyes, sino porque simula una ausencia de enunciatario (es un diario íntimo), mientras que prevé un lector ideal camuflado: planta una prueba insospechable. De la misma manera que a los personajes que pueden inculparlo por el crimen, desorienta al lector real de la novela ya que, como pacto sobre el género -el diario íntimo-, se sabe que nunca miente.

En ambos casos nos enfrentamos a un desvío: uno, por patología del yo -no podríamos definirlo estrictamente como mentira-, pero que es necesario que sea el mismo diario que se lo indique al lector: «Porque a mí, a la lejana, no la quieren» (17); en el segundo, es la mentira con todas las letras sobre el referente: decir que hace lo que no hace.

La mentira, entonces, es propia del género epistolar frente a la del diario personal. En éste último parece extraordinario lo que en el primero es norma. Por supuesto, abarca esto a otras «escrituras del yo» , en tanto y en cuenta sea también escritura a un vos .

El difunto Juan Fernández o el problema del verosímil

Juan Fernández, el otro, el farsante, decide asumir una identidad que no es la propia para ser alguien por primera vez, tener un nombre. Dice, como Dios, lo que va a ser. Y, al menos en el papel, es. Pero, como el difunto Matías Pascal de Pirandello, comienza a ser regido por su artificio. Como daño colateral, debe dejar de ser lo que era: «(…) y cuando iba por la cuarta página se dio cuenta de que en realidad le estaba relatando a ella su propia biografía, aunque con pasajes apócrifos, y la rasgó en cuatro pedazos al sospechar que podría superponerse o contradecirse con alguna carta anterior escrita por Juan Fernández. Odiaba a Juan Fernández. ¿Quién había sido? Quienquiera que hubiera sido, ahora se había convertido en su propio pasado, en su tirano, en su destino y su condena. O tal vez, ominosamente, en su futuro.» (18) Porque así como el problema de la verdad es la correspondencia de la palabra con la cosa, las patas largas de la mentira las fortalece la correspondencia con el propio discurso, la verosimilitud. Como da cuenta la retórica, el problema ya no es decir la verdad sino de persuadir, y la persuasión depende de la verosimilitud. Metz, en su trabajo sobre el verosímil, define a éste en relación con otros discursos ya pronunciados. «Así pues lo verosímil es, desde un comienzo, reducción de lo posible, representa una restricción cultural arbitraria de los posibles reales, es de lleno censura: sólo ‘pasarán’ entre todos los posibles de la ficción figurativa, los que autorizan discursos anteriores» (19). La enunciación epistolar, tratándose de una diálogo entre seres de papel, se propone como serie discursiva en donde se debe ser consecuente: si se dijo debe ser , aunque en realidad en el mundo fuera .

A modo de cierre

El problema de la verdad en la escritura epistolar deriva de su propio carácter: el otro está ausente, lejano, después. A diferencia de otro tipo de actos de enunciación -la conversación cara a cara, por caso- la carta vuelve a la mentira algo muy propio; y, como la literatura, se construye un mundo de papel en donde la persuasión deviene de la coherencia interna, el respeto a la propia serie más que al más allá del propio discurso (20). La pregunta que podría atravesar la novela de Tizón es: ¿por qué se mienten? En principio, podríamos decir que se mienten porque, por carta, es fácil mentir. Tanto que el encuentro, aquello que permitiría develar el secreto o preservarlo, decirse cara a cara que se es lo que no es, se vuelve improbable: «Entonces él se encaminó hacia el ómnibus y en la puerta entregó su billete. El bullicio parecía haber aumentado, de modo que no pudo advertir que una persona, que lo había seguido y que no se había quitado la cinta blanca de los cabellos, lo observaba apenas escondida detrás de una columna y se secaba las mejillas con la palma de la mano; lo veía partir, como antes lo había visto llegar.» (21) La necesidad era no pasar nunca del dicho al hecho. ¿Cuál podía ser el destino? Porque más allá de ser otros, un Juan Fernández, una Abigail, ellos eran mejores por carta. «¿No era mejor así?», se pregunta el otro Juan Fernández, «¿No es mejor acaso amar sin conocerse y así amar como uno quiere, darle la forma a la amada como nos venga la gana?» (22)

Notas.

1 En la célebre novela epistolar Las relaciones peligrosas de Laclos, el prólogo funciona como herramienta de meta-ficción: «Esta obra, o más bien esta colección, que el público hallará demasiado voluminosa, no contiene sin embargo sino el menor número de cartas que componía la totalidad de la correspondencia de la que fue extraída».

2 Simenon, p.5

3 Barthes, p.53

4 Idem, p.52

5 Bouvet, p.96

6 Tizón, p.87, las cursivas están en el original.

7 Ludmer, p.19

8 La novela de Elena Poniatowska Querido Diego, te abraza Quiela es una compilación ficcional de las cartas no respondidas de Angélica Beloff a su aún amado Diego Rivera. Lo que funciona como trama es la repetición de esas cartas suplicantes y la ausencia absoluta del interlocutor. Las cartas se suceden y el lector, como la amada, espera el desenlace: ¿responderá o no responderá Diego Rivera?: «15 de noviembre de 1921 (…) En la noche es cuando me desmorono, todo puedo inventarlo por la mañana e incluso hacerle frente a los amigos que encuentro en el atelier, y me preguntan qué pasa contigo y a quienes no me atrevo a decir que no he recibido una línea tuya.» (p.15/16)

9 Tizón, p. 116

10 Kafka, p.25

11 Recordemos, sin ir más lejos, que es la caligrafía la que determina la prueba indicial del asesino en «Las pruebas de imprenta» de Rodolfo Walsh.

12 Highsmith, p.83

13 Cortázar, p.37

14 Idem, p.38

15 Blake, p.9

16 Idem

17 Cortázar, p.38

18 Tizón, p. 115

19 Metz, p.20. Las cursivas son del original.

20 Agradezco a Diego Bentivegna la lectura de esta ponencia y sus comentarios. Entre otros, me sugirió la lectura del artículo de Josefina Ludmer sobre Boquitas pintadas . Uno de los problemas que trata es justamente el tema de la mentira. Recordemos que en la novela de Puig existen cartas falsas: Celina escribe como si fuera Doña Leonor a Nené. Josefina Ludmer dice, a propósito de esto: «El universo de los mentirosos (y de los que ocultan) coincide con el universo de los personajes de la novela, pero las mentiras -signos- que se intercambian tiene distintos destinatarios y destinos: el dibujo del circuito de cada una de las mentiras conduce a varios tipos de la verdad de esa mentira (como el lector) y según el destinatario de la mentira (y del ocultamiento) llegue a enterarse (como el lector) de la verdad correpondiente»

21 Tizón, p.203/204

22 Id, p.108

Bibliografía

AA.VV., Lo verosímil , Tiempo contemporáneo, s/d.

Barthes, Roland, Fragmentos de un discurso amoroso , México, Siglo XXI, 1998.

Blake, Nicholas, La bestia debe morir , Buenos Aires, Emecé, 2003.

Bouvet, Nora, La escritura epistolar , Buenos Aires, Eudeba, 2006.

Casona, Alejandro, Los árboles mueren de pie , Buenos Aires, Losada, 1995.

Cortázar, Julio, «Lejana» en Bestiario , Buenos Aires, 1994.

Eco, Umberto, Entre mentira e ironía , Barcelona, Lumen, 1988

Highsmith, Patricia, Ese dulce mal , Madrid, Alianza, 1970

Kafka, Franz, Cartas a Milena , Buenos Aires, De la flor, 1974

Ludmer, Josefina, Onetti Los procesos de construcción del relato , Buenos Aires, Sudamericana, 1977

———–, «Boquitas pintadas, siete recorridos», Caracas, Revista actual, enero-diciembre 1971, año II, nro. 8-9

Poniatowska, Elena, Querido Diego, te abraza Quiela , México, Era, 1978

Puig, Manuel, Boquitas pintadas , Buenos Aires, Sudamericana, 1969

Simenon, Georges, Carta a mi juez , México, Diana, 1961