Martes 1 de agosto de 1944
Querida Kitty:

        «Un amasijo de contradicciones» son las últimas palabras de mi carta precedente, y las primeras de ésta. «Amasijo de contradicciones». ¿Puedes explicarme lo que es exactamente? ¿Qué significa contradicción? Como tantas otras palabras, tiene dos sentidos: contradicción exterior y contradicción interior.
        El primer sentido se explica simplemente: no plegarse a las opiniones ajenas, saber mejor que el otro, decir la última palabra, en fin, todas las características desagradables por las cuales se me conoce muy bien. Pero en lo que concierne al segundo, no soy conocida, y ese es mi secreto.
        Ya te he dicho que mi alma está, por así decir, dividida en dos. La primera parte alberga a mi hilaridad, a mis burlas con cualquier motivo, a mi alegría de vivir y, sobre todo, a mi tendencia de tomarlo todo a la ligera. Oigo por aquí: no me fastidies con los flirts, con un beso, con un abrazo o con un chiste inconveniente. Esta primera parte está siempre en acecho, rechazando a la otra, que es más hermosa, más pura y más profunda. La parte hermosa de la pequeña Ana nadie la conoce, ¿verdad? Por eso son tan pocos los que me quieren de veras.
        Desde luego, yo puedo ser un payaso divertido para una tarde, tras la cual todo el mundo me ha visto lo suficiente para un mes por lo menos. En el fondo, una película de amor representa exactamente lo mismo para las personas profundas, una simple distracción divertida para una vez, que se olvida bien pronto. No está mal. Cuando se trata de mí, sobra el «no está mal». Es aún algo peor. Me fastidia decírtelo. Pero, ¿por qué no he de hacerlo, si sé que es la verdad? Esta parte que toma la vida a la ligera, la parte superficial, sobrepasará siempre a la parte profunda y, por consiguiente, será siempre vencedora. Puedes imaginar cuántas veces he tratado de rechazarla, de asestarle golpes, de ocultarla. Y eso que, en realidad, no es más que la mitad de todo lo que se llama Ana. Pero no ha servido de nada, y yo sé por qué.
        Tiemblo de miedo de que todos cuantos me conocen tal y como me muestro siempre descubran que tengo otra parte, la más bella y la mejor. Temo que se burlen de mí, que me encuentren ridícula y sentimental, que no me tomen en serio. Estoy habituada a que no me tomen en serio, pero es «Ana la superficial» la que está habituada y quien puede soportarlo; la otra, la que es «grave y tierna», no lo resistiría. Cuando, de veras, he llegado a mantener a la fuerza ante la rampa a La Buena Ana, durante un cuarto de hora, ella se crispa y se contrae como una santita inmediatamente que haya que elevar la voz, y, dejando la palabra a Ana Nº 1, ha desaparecido antes de que yo me apercibiese.
        Ana la Tierna nunca ha hecho, pues, una aparición en compañía, ni una sola vez; pero, en la soledad, su voz domina casi siempre. Sé exactamente cómo me gustaría ser, puesto que lo soy… interiormente; pero, ¡ay!, soy la única que lo sabe. Y es quizá, no, es seguramente la razón por la cual yo llamo dichosa a mi naturaleza interior, mientras que los demás juzgan precisamente dichosa mi naturaleza exterior. Dentro de mí, Ana la Pura me señala el camino; exteriormente, sólo soy una cabrita desprendida de su cuerda, alocada y petulante.
        Como ya te lo he dicho, veo y siento las cosas de manera totalmente distinta a como las expreso hablando; por eso me denominan, alternativamente, volandera, coqueta, pedante y romántica. Ana la Alegre se ríe de eso, responde con insolencia, se encoge indiferente de hombros, pretende que no le importa; pero, ¡ay!, Ana la Dulce reacciona de la manera contraria. Para ser completamente franca, te confesaré que eso no me deja indiferente, que hago infinitos esfuerzos por cambiar, pero que me debato siempre contra fuerzas que me son superiores.
        Aquella a quien no se oye solloza en mí: «Ya ves, ya ves adónde has llegado: malas opiniones, rostros burlones o consternados, antipatías, y todo eso porque no escuchas los buenos consejos de tu propia parte buena.» ¡Ah, cuánto me gustaría escucharla! Pero eso no sirve de nada. Cuando me muestro grave y tranquila, doy la impresión a todo el mundo de que interpreto otra comedia, y en seguida recurro a una pequeña chanza para zafarme; no hablo siquiera de mi propia familia, que, persuadida de que estoy enferma, me hace engullir sellos contra las jaquecas y los nervios, me mira la garganta, me tantea la cabeza para ver si tengo fiebre, me pregunta si no estoy constipada y termina por criticar mi mal humor. Ya no puedo soportarlo: cuando se ocupan demasiado de mí, primero me vuelvo áspera, luego triste, revertiendo mi corazón una vez más a fin de mostrar la parte mala y ocultar la parte buena, y sigo buscando la manera de llegar a ser la que yo tanto querría ser, la que yo sería capaz de ser, si… no hubiera otras personas en el mundo.
        Tuya. Ana.