Sábado 27 de noviembre de 1943
Querida Kitty:

        Anoche, antes de dormirme, tuve de repente una visión: Lies. La vi ante mí, cubierta de harapos, el rostro enflaquecido y hundido. Sus ojos me miraban fijamente, inmensos, muy tristes y llenos de reproches. Yo podía leer en ellos: «¡Oh, Ana! ¿Por qué me has abandonado? ¡Ayúdame, ven a auxiliarme, hazme salir de este infierno, sálvame!»
        Estoy imposibilitada de ayudarla. Sólo puedo ser espectadora del sufrimiento y de la muerte de los otros, y rogar a Dios que traiga a mi amiga hacia nosotros. No vi más a Lies, a nadie más, y comprendí. La había juzgado mal, yo era demasiado niña aún para comprender. Ella se había encariñado con su nueva amiga, y yo había procedido como si quisiera quitársela. ¡Por lo que ella ha debido pasar! Sé lo que es eso, porque yo misma lo he experimentado.
        Antes, me sucedía, como en un relámpago, el comprender algo de su vida, pero enseguida volví a caer, como perfecta egoísta, en mis propios placeres y resabios. Fui mala. Ella acaba de mirarme con sus ojos que suplican en su rostro lívido. ¡Ah, qué desamparada está! ¡Si tan siquiera pudiera ayudarla!
        ¡Ay, Dios mío! ¡Decir que yo aquí lo tengo todo, todo cuando puede desear, y que ella es víctima de una suerte ineluctable! Ella era por lo menos tan piadosa como yo. Ella también quería siempre el bien. ¿Por qué la vida me ha elegido a mí y por qué la muerte la aguarda quizá a ella? ¿Qué diferencia había entre ella y yo? ¿Por qué estamos tan alejadas la una de la otra?
        A decir verdad, yo la había olvidado, desde hacía meses. Sí, desde hace casi un año. Acaso no completamente, pero nunca se me había aparecido así, en toda su miseria.
        Lies, si vives hasta el final de la guerra y vuelves a nosotros, espero acogerte y compensarte un poco del mal que te he causado.
        Pero es ahora cuando ella necesita de mi socorro y no cuando yo me encuentre en la posibilidad de ayudarla. ¿Piensa ella todavía en mí? En caso afirmativo, ¿de qué manera?
        ¡Dios mío, sosténla, para que al menos no esté sola! ¡Oh!, si Tú pudieras decirle mi compasión y mi cariño, tal vez encontraría la fuerza para soportar.
        Que así sea. Porque no veo solución. Sus grandes ojos me persiguen aún, no me abandonan. ¿Habrá encontrado Lies la fe en sí misma, o le habrán enseñado a creer en Dios?
        Ni siquiera lo sé. Nunca me tomé el trabajo de preguntárselo.
        Lies, Lies, si pudiera sacarte de allí, si al menos pudiese compartir contigo todo de lo que yo disfruto. Es demasiado tarde, ya no puedo ayudarla, ni reparar mis errores para con ella. Pero nunca más la olvidaré, y rezaré siempre por su suerte.
        Tuya. Ana.