Carta al Dr. Ernesto Quesada

Mi estimado amigo:


La carta de Miguel Cané, dirigida a Ud. con este mismo motivo, y atildada y juiciosa como todo lo de ese notable escritor, ha agotado el tema para la crítica que pensaba hacer de su libro El criollismo en la literatura argentina. Yo, considero, en efecto, el asunto, con el mismo criterio que el doctor Cané, y por eso no entraré a repetir lo dicho ya, y maestramente, por tan distinguido hombre de letras. Y esta paridad no es nacida ahora. Cuando el Dr. Cané vapuleó sin dar descanso a la mano, la peregrina iniciativa de crear un idioma argentino, le escribí felicitándole por su actitud, pues entendía entonces, como pienso ahora, que nuestros esfuerzos deben consagrarse a enriquecer el habla castellana y no a injertarle los estúpidos modismos de jergas tabernarias, ni el balbuceo semi bárbaro de la ignorancia gauchesca. 
Yo conocía la existencia de esa literatura «cocoliche», pues las realidades de la vida me han tenido encadenado, sin solución de continuidad, a este suelo na tal, van ya para tres lustros, los mismos precisamente en que esa flor de sapo de nuestras letras ha prosperado como la mala yerba. Pero mucho de lo expuesto por usted ha tenido para mí el atractivo de una verdadera revelación. El mal era mucho más hondo de lo imaginado. Ud. lo demuestra con esa vasta erudición, característica de todos sus escritos, pues nadie ha profundizado tanto el asunto, ni disecado con su maestría de cirujano el cuerpo deforme de ese monstruo microcéfalo. 
Se comenzó en la literatura gauchesca, entendiéndose por tal, no la descripción del habitante de las llanuras y de la inmensidad insondable de la Pampa , impregnada de misteriosa poesía, sino del endiosamiento del gaucho por medio de su restringido y degenerado vocabulario. Vino después la novela terrorífica y perniciosa cuyo tipo, como lo señala usted con mucha verdad, es el Juan Moreira. 
De la novela se pasó al teatro. ¡Era necesario esprimir todo el jugo de fruto tan corrompido y malsano! Hidalgo, Ascasubi, y Hernández fueron sustituidos por Eduardo Gutiérrez. 
Semejante retroceso, no podía detenerse ahí, pues a la impulsión del autor le había prestado mayor fuerza el éxito obtenido. Se dieron unos pasos hacia atrás y abortó el «cocoliche». ¿A qué se debe esta capitis diminutio de nuestro medio intelectual? A la ignorancia me dice usted. Es indudable que a la ignorancia, pero no sólo a ella. Por de contado, debemos partir de la base, que los lectores de esas pedestres elucubraciones no son analfabetos. Luego, han pasado por las escuelas primarias del Estado. Alguna otra razón debe haber y muy fundamental que explique el fenómeno. Las idiosincracias y los atavismos de raza deben haber influido poderosamente. El inmigrante, de la más baja extracción social por lo común, fundido con el compadrito y el gaucho, al cual la vida nómada y su cruzamiento con el indio le ha alejado de la civilización, ha producido el tipo del lector de la producción «cocoliche». Fuera de la difusión de la enseñanza, un solo remedio puede oponerse a esta barbarización del gusto: la buena literatura. 
Desgraciadamente, en nuestro país, la prensa se ha hecho puramente informativa o política, y las bellas letras o están entregadas a corresponsales extranjeros, porque se prefiere ante todo la firma, aun cuando se trate de camelots para la exportación, o si se confía a nacionales es para relegarlos a los espeluznantes secciones de policía. Ella ha absorbido, por otro lado, al libro, así es que ni este recurso queda para llenar tan enorme vacío. Me olvidaba de la revista, y me olvidaba adrede, porque la desaparición de » La Biblioteca » significó, en mi concepto un síntoma morboso de fatal diagnóstico. Quedan todavía algunos luchadores, que se han planteado el problema de Hamlet, y les parece más digno del hombre oponer los brazos al torrente que dejarse vencer por la adversidad. Los admiro y los aplaudo con toda efusión, pues tanto le valdría al ruiseñor hacer vibrar al aire con sus trinos melodiosos en un bosque habitados por sordos de nacimiento. 
En este sentido no podemos estar ufanos de nuestro progreso. Antes, y hace de esto muchos años, la prensa era el espejo de la intelectualidad argentina. Las producciones literarias se codeaban con las informaciones comerciales y tenían preeminencia sobre el estornudo de una camarera de la corte de Rusia o el constipado del avaluador de Chos-Malal. ¡Cómo se comentaba entonces el artículo de La Tribuna , de La Nación Argentina o del viejo Nacional! 
Bajo este punto de vista ha podido decir Miguel Cané, con sobrada razón en el final de la carta a que me he referido: «hace 30 años la aldea que se llamaba Buenos Aires, con su pavimento de piedra bravía, sus escuelas de techo de teja, sus aceras con postes y sus carretillas fluviales, era un centro incomparable de cultura, moral e intelectual, al lado de la suntuosa capital del mismo nombre, con su pavimento central superior al de toda otra ciudad del mundo, sus palacios escolares, sus amplias avenidas y su puerto maravilloso.» ¡Y es verdad! Buenos Aires es una gran factoría, en donde se vende lana y cereales, se comercia en toda clase de artículos, se hacen médicos, abogados e ingenieros, y en la cual hasta se suele hablar de política. Fuera de esto, lujo, trajes. . circensis ! La República Argentina , es un estado constituido a la moderna, pero que no por eso deja de tener su Rochela. Esta Rochela es la prensa. En ningún país es más omnipotente. Ella forma la opinión, la orienta y la dirige. Es la cátedra por excelencia, la única voz que tiene resonancia social. Por eso mismo en parte alguna de la tierra es mayor su responsabilidad ni más civilizadora su misión. A ella corresponde, en consecuencia, gran lote de culpa en los estravíos intelectuales que Ud. ha estudiado con tan acertado criterio, y de ella dependerá que la reacción se produzca inmediatamente o se dilate. 
Ud., amigo mío, ha colocado la piedra angular. Su libro representa el mayor esfuerzo intelectual dedicado a escudriñar el origen de esas producciones híbridas y guarangas del criollismo enfermizo y pretencioso. Hago votos, porque sus sanas ideas fructifiquen y prosperen, y que a la manera del labrador afortunado, cuando llegue el momento de la cosecha encuentre el campo, donde Ud. las ha sembrado, libre de roedores y maleza. 
Su afmo. amigo


Carlos A. Estrada

Publicado en El Tiempo, Buenos Aires, 21 de octubre de 1902.


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