Domingo


Manuel, perdóname la que hoy te puse al correo. Tú sabes que no tengo fe en los seres, como tú no la tienes en Dios y que he tenido razón, mucha razón para creer lo que he creído, para escribir lo que he escrito y sangrar como he sangrado.
Voy a contarte para que, en parte, comprendas mi estado de ánimo, la impresión que el recibir tu paquete me dio.
Anoche te escribí la que recibirás con ésta. Me dormí muy tarde. Ha sido ésta una verdadera semana de Pasión (de Calvario) mía. Desperté esta mañana tan sin fuerzas físicas y morales, que me levanté a las 2 P.M. Tenía la certidumbre de que carta tuya ya no me llegaría y no mandé al Correo. A las 2, fue el mozo por iniciativa propia. Cuando me entregaron tu paquete entre otras cartas y diarios, mi emoción fue tan grande, Manuel, que no podía abrir la faja de la revista. Rasgada, me puse con una torpeza de manos paralíticas a hurgar entre las hojas. En las dobladas no estaba la carta. ¿Era que no venía? Cuando cayó en mis faldas la tomé y la empecé a leer en un estado indescriptible. Ríete de lo que voy a contarte: las manos se me sacudían como las de un epiléptico. No podía ni tener el papel ni leer, porque los ojos no veían… Créeme, Manuel, así fue.
Pensaba hallar ahí quién sabe qué sentencia, algo parecido a la que me mandaste una vez, ¿te acuerdas? y que también me dejó sin aliento.
Tuve que serenarme y guardar la carta unos momentos. Después respiré hondamente, como el que ha estado a punto de ahogarse, y me tiré sobre un sillón, como otra vez, exhausta por la emoción que casi me mata. ¡Qué dicha tan grande después de un martirio de tanto día!
Este no es amor sano, Manuel, es ya cosa de desequilibrio, de vértigo. ¡Y en mi cara beatífica, y en mi serenidad de abadesa! ¡Qué decires de amor los tuyos! Tienen que dejar así, agotada, agonizante. Tu dulzura es temible: dobla, arrolla, torna el alma como un harapo fláccido y hace de ella lo que la fuerza, la voluntad de dominar, no conseguirían. Manuel, ¡qué tirano tan dulce eres tú! Manuel ¡cómo te pertenezco de toda pertenencia, cómo me dominas de toda dominación! ¿Qué más quieres que te dé, Manuel, qué más? Si no he reservado nada, ¿qué me pides? ¿Quieres que llegue a estado más lamentable aún que el que te he pintado por la incertidumbre de lo que pasaba en tu predio de alma? Verdad es, Manuel, que tengo de la unión física de los seres imágenes brutales en la mente que me la hacen aborrecible.
Cuando hablemos tú justificarás esto que tú llamarás una aberración mía. Pero te creo capaz de borrarme del espíritu este concepto brutal, porque tú tienes, Manuel, un poder maravilloso para exaltar la belleza allí donde es pobre, y crearla donde no existe. A través de tu habla apasionada y magnífica, todas las zonas del amor me parecen fragantes e iluminadas. Tu esfuerzo es capaz, creo, de matarme las imágenes innobles que me hacen el amor sensual cosa canalla y salvaje. Tú puedes hacerlo todo en mí, tú que has traído a mis aguas plácidas y heladas un ardiente bullir, una inquietud enorme y casi angustiosa a fuerza de ser intensa. 
Gracias por tu promesa de eliminar toda violencia, todo apresuramiento odioso en el curso de este amor. Gracias! Bueno, dócil, generoso, te quiero mucho más aún. Buena seré para ti, generosa y dócil, tanto o más que tú. Te lo digo de nuevo: el saberme tuya me da una felicidad que no sé describirte: el oírme nombrar por ti como tu criatura, tu humilde y ruin pertenencia, me llena los ojos de llanto gozoso. ¡Tuya del más hondo y perfecto modo, Manuel; tuya como nunca lo fui de nadie; tuya, tuya! Lo repito para prolongar el gozo en mí. Perdóname este egoísmo.
Dices tú: «Esta plenitud de vigor (de amor) casi me es dolorosa. ¿Dejarás tú que mi linfa se la beba la tierra y no querrás beberla?» No, Manuel. Una loca sería. 1º si el amor se te hace doloroso yo no amaría bien si prolongara tu dolor sacrificándote a mi concepto absurdo de la unión de los seres. 2º si tú me aseguras que esa unión agrega algo a la seguridad del amor, aprieta más la trabazón espiritual, si me convences, sobre todo, de que el hastío no sigue inmediatamente al abrazo estrecho, si me convences de que «tú no serás mío en absoluto sino cuando ese abrazo se haya consumado», entonces, Manuel, yo no podré negar la parte mía necesaria a ese que tú crees afianzamiento y, más que otra cosa, «no podré tolerar que haya una porción de emoción en ti que me haya quedado ajena por esta negación mía a darme del todo».
Porque yo quiero beber tu linfa toda, sin que en un hueco egoísta me reserves una parte de frescor y de exaltación. Te adoro, amado mío, y me vence este raciocinio: si la zona de amor que en mí no halla va a buscarla en otra parte ¿no habría torpeza y maldad en mí al negársela? Me vence ese raciocinio. Siénteme tuya, no dudes, no me arrebates nada, todo lo tuyo, me digo, es justo que me sepa a encantamiento y a dicha. Manuel, te amo inmensamente.
Ya te he dicho lo que me pasa. Dispongo de poco tiempo; no te doy más detalles. Piensa en mi amargura al sentirte en estos días amargos hostil para mí. Deseaba con locura tu palabra y tú callabas con una pertinacia inicua. He padecido mucho, pero ya el ánimo se levanta. Estos son los milagros del amor. Te ruego que no me retes por mi carta de hoy temprano. Si miras bien, soy yo quien tiene derecho hasta a pegar. Lluvia de golpes (de besos) te daría al tenerte a mano.
Deseo verte mucho más de lo que tú dices desear verme. Aún no es posible. Aprendamos a esperar. Yo no sé si en nuestro primer encuentro yo sea para ti como en mis cartas. ¡Te tengo un poco de vergüenza! Pero sé que deseo estar sola contigo para acariciarte mucho. Sé que querré tenerte entre mis brazos como un niño, que querré que me hables así, como un niño a la madre, desde la tibieza de mi regazo, y que cuando te bese perderé la noción del tiempo y el beso se hará eterno. Sé que me desvanecerá el goce intenso; sé que la embriaguez más intensa que me haya recorrido las venas la sacaré de tu boca amada. Sé que beberé un sorbo de dicha que me hará olvidar todos los acíbares que vengo bebiendo hace tantos años. Sé que seré capaz en mi exaltación de hacerme una prolongación de ti; de tu fervor, de tu alma suave, de tu carne misma. 
Manuel, yo espero la dicha de ti. Yo espero vivir contigo un momento supremo que pueda yo revivir en el recuerdo por cien años más de vida, sacando de esa visión divinización, dicha, para todo el resto de camino. Manuel, no puedo amarte más. ¿No lo comprendes así? ¿Pides más aún? 
En los labios mucho tiempo.


Tu L.

Publicada en Gabriela Mistral, Cartas de amor y desamor, Santiago de Chile, editorial Andrés Bello, 1999.Selección y recopilación de Sergio Fernández Larraín.


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