CARTA PRIMERA

La Libertad, 22 de enero de 1876

Señor redactor de La Libertad:

Se me ha ocurrido a mí también terciar en la guerrilla a que ha dado lugar la misiva del doctor Gutiérrez, y suplico a Vd. se sirva insertar en su imparcial periódico las siguientes reflexiones que me sugiere este ruidoso incidente. Me tomo la libertad de explicar por mis sentimientos personales, los que creo móviles de la devolución del diploma académico, y por esta razón necesito comenzar por un poco de historia al caso.

La Academia Española de la lengua tuvo origen en una tertulia literaria que se reunía, allá por los años de 1713, en casa de un mayordomo mayor del rey. Este mayordomo, que era marqués por añadidura, dejó al morir en testimonio de su ingenio, una copiosa y selecta biblioteca, si damos crédito a un panegirista exaltado del susodicho mayordomo. Las conversaciones de la tertulia recaían siempre sobre la necesidad de formar una academia, cuyo primero y principal instituto fuese trabajar un diccionario de la lengua. Para lograr este intento se solicitó el beneplácito del monarca Felipe V , quien lo otorgó «con la mayor dignación», manifestando haber tenido antes el ánimo de resolver lo mismo que le proponía su mayordomo mayor. 
Con tal soberano apoyo, se discurrió en convocar personas que compusieran este cuerpo, «que tuvo primero alma que diese vida (el rey) que material sujeto en quien infundiese» (la academia por nacer). Los personajes que reconoce la academia por sus fundadores, fueron los concurrentes a la junta celebrada el día 3 de agosto del mismo año 1713, en número de diez, de los cuales sólo nos es medianamente conocido el incansable promovedor de feísimas ediciones, de obras raras, pero todas ya impresas, D. Andrés González Barcia. Curas, frailes teólogos, bibliotecarios reales, caballerizos de la reina, calificadores del Santo Oficio, etc., componen los nueve restantes ilustres académicos. 
A Felipe V, primero de los Borbones de España, le convenía dotar a su nación conquistada en la sangrienta guerra de sucesión, con instituciones análogas a las creadas en Francia por Richelieu y otros cooperadores del despotismo monárquico. Dominadas las conciencias por la inquisición, la política por la concentración de todas las libertades del reino en la voluntad del monarca, restábale esclavizar lo único que quedaba libre en España: el idioma. 
Los Académicos se prestaban de mil amores, a las intenciones del nieto de Luis XIV y no tuvieron dificultad en poner en sus reales manos, los Estatutos de la Academia y el plan de su diccionario, adelantándose a protestarle que la Academia «sólo pretendía el grado de criados de S. M. como el más honorífico que pueden conseguir sus vasallos», sin que se les pasase por las mientes «la intención de disputar preferencia alguna con las demás clases de criados de la Casa Real «. 
Las palabras marcadas con comillas, son textualmente copiadas de los documentos que andan al frente del tomo 10 del Diccionario de la Lengua que apareció el año 1726, esto es, a los ciento cincuenta y seis meses justos después de convertida en Academia la tertulia del mayordomo mayor. Por consiguiente, si por lo expuesto y copiado pareciese humilde, servil y hasta tosca la cuna académica, culpa será de ella misma que así se esmeró en hacerlo saber a la posteridad en letra de molde, y estará en su derecho cualquier americano que se niegue a pertenecer a la servidumbre de la casa real de Madrid. Ahora que se conocen los tan poco limpios pañales en que nació el ilustre cuerpo, no se tendrá por descomedida la acción del doctor Gutiérrez que es un hombre libre y no quiere ser criado de nadie y mucho menos de los reyes de España. 
Hay determinaciones que sólo pueden ser comprendidas y apreciadas por quienes respiran un mismo ambiente moral. Los americanos cuyos heroicos padres batallaron catorce años por conquistar la independencia, y gozan hoy de las instituciones republicanas, no pueden afiliarse a comunidad alguna peninsular cuyos miembros, como en tiempo de Felipe V, tienen todavía a honra besar la mano de un hombre y llamarse sus criados. Serán tan sabios y honrados como se quiera los actuales académicos de la lengua; pero no tenemos noticia de que bajo el reinado del borboncito, hijo legítimo de la honesta doña Isabel II, hayan protestado contra el espíritu primitivo del cuerpo que componen. 
Estas razones no las ha dado el doctor Gutiérrez, sin duda porque no se le tachase con razón de descomedido; pero ahora que tenemos muestras de los pocos miramientos que se nos guarda a los americanos, bien se puede alegarlas, como el mejor y más pertinente descargo a la devolución del diploma. 
Hay plumas zafias y livianas que ignoran nuestra historia y nuestros antecedentes, y sin embargo se atreven a insultar la patria de Moreno y San Martín, haciendo burla de la independencia que fundó el primero en la razón y conquistó el segundo con la espada. Es burlarse de nuestros derechos a la independencia, es ponerla en problema, hacer apologías semanales de la política goda y sanguinaria de los capitanes generales de la desventurada isla de Cuba. 
Los cubanos aspiran, como nosotros aspiramos en 1810, a la independencia: la solicitan alegando nuestros mismos títulos de entonces, y si en esto hay delito por parte de ellos, nosotros somos solidarios de ese delito, pues, que les dimos el ejemplo. Nuestro silencio o nuestro indiferentismo a este respecto, es uno de los errores de que hemos de tener que arrepentimos alguna vez. 
Las epidemias tienen sus síntomas precursores y no deben despreciarse. Ahora pocos años pasó por aquí una comisión científica española, encargada, según se decía, de estudiar la naturaleza, las producciones y las razas de estas regiones de América. La comisión traía su cola que nada tenía que ver con los reinos de la naturaleza: venían detrás de ella unas naves de guerra que incendiaron la ciudad indefensa y comercial de Valparaíso, se apoderaron de las islas de Chincha, y desde sus bordos declararon por medios diplomáticos que no era paz ajustada, sino tregua consentida, la buena relación que hasta allí había existido entre la metrópoli y aquellas sus antiguas colonias. Fue necesario que los gobiernos del Pacífico contestasen con los cañones del Callao a semejante insolencia y alejasen a las naves petulantes que salieron por cierto bien mal paradas. 
Ahora se presenta no la ciencia, sino la literatura en estas mismas regiones, buscándonos querella por simplezas gramaticales, poniendo en caricatura a hombres del país que no conoce ni de vista, y queriendo uncirnos por la supremacía del idioma, a un carro desvencijado; atizando el fuego de nuestras luchas intestinas con las cuales nada tiene que ver; abriendo un precipicio fatal e inhumano entre los emigrantes españoles y los hijos del país. En vista de esa conducta, ¿será inoportuno traer a la memoria el recuerdo de la sociedad científica que sirvió de vanguardia a los procedimientos piráticos del Pacífico? 
¡Lindo modo de servir los intereses de España en América! ¡Qué modo tan acertado de cicatrizar heridas que sangran al menor roce! ¡Cuánto deben agradecer los buenos peninsulares que viven tranquilos bajo nuestro cielo al amparo de las leyes más generosas que se conocen en el mundo, los bienes que les proporciona esa literatura! 
No han procedido así los hombres de carácter noble y de verdadero saber que en otras épocas se han incorporado a la labor social del país. Hemos conocido a D. José Joaquín de Mora. Este sabio español que tenía chispa para dar y prestar, pero que sabía hacerla lucir oportunamente y con aticismo, fundó en Buenos Aires un diario cuyos artículos sobre materias de política se producen todavía en nuestra prensa. 
Se guardó bien el señor Mora de caer en el ridículo de empuñar una palmeta de dómine aldeano para corregir los yerros tipográficos de los cajistas. Se guardó de zaherir a nadie, de corregir irritando; de hacer reír y de representar el papel de payaso por razones de conveniencia pecuniaria. Nos aleccionó en la historia de la literatura española; nos dio a conocer las extranjeras; nos enseñó por el ejemplo a emplear con urbanidad la lengua y la polémica y puede decirse que fundó una escuela durante el corto tiempo que permaneció entre nosotros. 
Pero D. J J. de Mora era del número de aquellos españoles que habían comenzado la reforma de su índole nativa y de su espíritu, por convencerse, como dice Blanco White, que debían olvidar lo que habían aprendido en la tierra gobernada por el torero Fernando VII, y rehacer su educación en la escuela práctica de la libertad, en Inglaterra. Para usar noblemente la lengua patria, se hicieron maestros en las extranjeras, y no se amurallaron contra las influencias de éstas, sino que enriquecieron la propia, como puede verse en las traducciones magistrales del inglés sobre economía política, sobre el jurado, sobre instituciones libres, muertas y enterradas hacía tiempo por el despotismo fanático de la política española. 
Mora es digno de recuerdo y de agradecimiento. ¿Merecerá lo mismo de nosotros, quien en la situación presente del país, cuando tantas cuestiones serias se agitan, no toma parte en ninguna de ellas, ni como economista ni como publicista, sino como cualquiera de los gracejos que llenan los rincones de los diarios bajo nombres árabes? ¿Qué idea se formarán de la ciencia y de las letras españolas los que las juzguen por el saber y la inspiración del más vocinglero de sus apasionados? 
Esto mismo de hacer reír, oficio a que se dan algunas chollas a vacías confundiendo la desvergüenza con la agudeza, no es para todos: no está en querer ser gracioso sino en serlo. Hay más; la gracia que sólo depende de la forma, de la mueca en el estilo y no del juego y movimiento del espíritu, no puede trasladarse de su terruño por carecer de raíz. Hay graciosos que podrán hacer reír en los bodegones donde se juntan a comer tocino los hijos de Meco; pero que no lograrán poner de buen humor a quien no está habituado a la sal de cocina. Cada lugar del mundo tiene su modismo genial, su manera de reír y hacer reír. Lo tiene entre nosotros el incorrecto Mosquito ; lo tiene Estanislao del Campo bajo las formas campesinas; lo tuvo el viejo cómico Felipe David, salpicando los sainetes de Juan de la Cruz , con dichos familiares de nuestra sociedad, brotados de su boca como frutos espontáneos del suelo en que había nacido. Pero las imágenes, alusiones, modismos, juguetes de palabras, que pueden ser muy agudas en Madrid, por ejemplo, pasan aquí desapercibidos o hacen bostezar. La Risa , periódico chancista que se publicaba ahora años en aquella metrópoli, se reimprimía en Valparaíso con el título del Alegre, por un impresor español, esperando ponerse rico. Pero ¿cuál sería su sorpresa cuando supo que las mujeres de Lima, le habían cambiado el título, y le llamaban El Triste? Las odas al ajo, al nabo y otras lindezas firmadas por los más festivos versificadores de Madrid, hacían dormir a la porción más espiritual de la población peruana. 
La razón salta a la vista; es que por más que se quiera no se puede luchar contra los hechos. Entre la América y la España hay un mar por medio, y entre las costumbres de una y otra parte del mundo hay más que un océano. Las alusiones más saladas a la sociabilidad de la segunda, en una comedia de Breton , deben complacer y hacer cosquillas a los madrileños; pero a nosotros de ninguna manera. Bien que Breton, según uno de sus críticos apasionados, «rinde más culto a la forma que al fondo» y sólo sorprende por «lo inesperado de la palabra». Esta palabra inesperada que despierta un recuerdo escondido en el ánimo de un asistente a los corrales de Madrid, no despierta nada en el ánimo de un pobre hijo de América que no conoce más corrales que los de las estancias (1) 
La diversidad de índole entre las sociedades americana y española veda al crítico español que se respete a sí mismo, el ejercer su censura literaria en estas regiones de América, porque sería preciso que dejara de ser hombre para ser imparcial. Hablamos de la verdadera censura, aquella que se dirige a las ideas, a examinar si los sentimientos son naturales, si las ideas son correctas, y no de la que se encierra en el mezquino análisis de las palabras y de su prosodia. Supongamos que un crítico peninsular, coplero irreprochable y digno como el señor Barcia de fundar una academia de la lengua, se propusiera examinar la Gaceta del año 10, y expulgar, a la luz de la fogata del crisol académico, las producciones de D. Mariano Moreno. ¡Qué monstruosas no le parecerían esas inmortales producciones en las cuales cada palabra es un grito de indignación, un reproche contra el régimen colonial, contra sus errores económicos, contra la barbarie de la conquista, contra los defensores de ese mismo régimen! El hervor vengativo que experimentamos los argentinos leyendo y estudiando esas páginas grabadas en acero, se convertiría contra su autor en el pecho del crítico, y su juicio no podría ser favorable ni literariamente siquiera, mucho más cuando nuestra Gaceta hormiguea en errores gramaticales, pasto apetecido para los críticos maturrangos. Y si en lugar de la Gaceta se encarase con nuestra Lira Argentina , con las producciones de los Varela antiguos, con las de López, con las de Lafinur, con las de Luca, a quienes llamamos cantores de la independencia, ¿qué diría de bueno el entrometido? 
Si como era natural, suponiendo en el crítico extranjero curiosidades propias de un espíritu cultivado, siguiera más adelante en un examen y tropezara con Berro con Mármol, con Echeverría y con los muchos otros herederos del pensamiento y de las pasiones de la revolución, ¿qué hecatombe no haría de los versos de éstos, sangre de nuestra sangre, que tan mal trataron a la madre patria del crítico hipotético? Trizas haría los siguientes versos de Mármol proscripto, que son los primeros que nos caen a la mano:

Así nuestros mayores, 
cuando juraron libertad o muerte, 
amurallada el alma a los rigores 
de la indecisa suerte, 
midieron paso a paso un mundo entero 
sin descansar la planta ni el acero, 
hasta mirar desde la sien potente 
de los soberbios Andes, que no había 
un pendón español bajo los cielos 
que coronan de América la frente, 
y que la libertad resplandecía 
del Andes mismo en los eternos hielos. 
Nuestra fortuna ingrata 
es una gloria más con que ceñimos 
las sienes de la patria en que nacimos; 
y allá el futuro habitador del Plata 
lleno de admiración por nuestro ejemplo 
en cada tumba nuestra será un templo.

Para nosotros estos versos son sonoros, bellos, nos entran al corazón como ecos inspirados del patriotismo. ¿Serían lo mismo ante el dómine, no resignado todavía a la humillación de ver al sol ponerse fuera de límites castellanos, a pesar de que la historia y la ciencia muestren que esas ambiciones son precursoras de la eterna decadencia del pueblo que las abriga alguna vez? 
Ese crítico posible, dejaría de serlo imparcial para con nuestra literatura patria, toda ella trascendiendo idénticos sentimientos que los anteriores de Mármol. 
Por eso fue que Mora, a cuyas cordiales advertencias tanto debieron los entonces jóvenes literatos, no quiso hacerse crítico de nuestras producciones en la Crónica , y se limitó a enseñar con el ejemplo, publicando un 25 de Mayo, sus preciosas rimas en celebridad de nuestra independencia. Así proceden los hombres de verdadero saber, y que donde quiera que están se recomiendan por su juicio, recomendando al mismo tiempo a sus conciudadanos. 
Lo que nos queda por decir lo dejaremos para otro día.

Un porteño

Publicado originalmente en Cartas de un porteño; Polémica en torno al idioma y a la Real Academia Española sostenida con Juan Martínez Villergas, Prólogo y notas de Ernesto Morales, Buenos Aires, Americana, 1942. Extraído de La literatura de Mayo y otras páginas críticas, Buenos Aires, Centro editor de América Latina, 1979. El texto está precedido por esta nota: «La mayor parte de estas cartas son contestación al semanario de Villergas, que fue el primero en ofenderse por la devolución del diploma y en criticar la carta a la Academia. Hay , pues, en las cartas del Porteño alusiones y referencias a las opiniones del citado Antón Perulero, sin cuya lectura no se explicarían bien algunos pasajes del Porteño. (Nota manuscrita de don Juan María Gutiérrez.)»

(1) El texto que se cita es del mismo Villergas, en unos juicios literarios que publicó en París. (Nota de puño y letra de don Juan María Gutiérrez.)


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