Noviembre 16-1957
Elba:
El postre de vainillas se hace así: se mezclan 4 yemas, un pan de manteca grande y un pocillo de azúcar hasta formar una crema; se toman vainillas y se las humedecen en vino de postre; se colocan en un plato formando una torre (tres así: |||, tres así ≡, tres así |||, etc.), intercalando entre piso y piso una capa de la crema. Terminada la torre, se toma una barrita de chocolate y se derrite al fuego con unas gotitas de agua, se baten dos o tres claras a «punto de nieve» (?) y se mezcla con el chocolate, con ésto se baña la torre. Se pican nueces y se aplican por encima.
Según dice mi madre -que me ha estado dictando- el producto de esta alquimia es el postre que tanto me gusta y que devoro en mis cumpleaños o en alguna otra fecha célebre.
Anoche fuí a ver «Esperando al Zurdo» de Clifford Odets. Me pareció sencillamente extraordinaria, una obra vibrante, brutal de a ratos, que hacía estremecer de entusiasmo al punto de que tuvieron que interrumpir la escena varias veces ante la insistencia de los aplausos. La acción se desarrolla en el Sindicato de Conductores de Taxi, en Nueva York, durante una asamblea en la que se va a resolver la declaración de huelga. El problema del hombre acorralado por las deudas y el hambre de su familia, el del espía gremial, el del estudiante judío, negado por la sociedad, el del potentado que maneja a su gente como a títeres y el del choger y su novia (una escena conmovedora), están expuestos con tal franqueza que creo que esta obra no puede durar en cartel.
La da el Teatro de Cámara, dirigidos por la genial Alejandra Boero. El teatro está lejos del centro y es un tugurio miserable. ¡Parece mentira dónde hay que meterse para ver arte! Mientras, en la calle Corrientes, hay tres salas que dan revistas pornográficas (me dijo el contador del teatro «El Nacional» que Pepe Arias cobra $80.000- por mes y Nélida Roca $60.000-), en otra está Pinocho, en otra está esa tarada de Rinaldi haciendo chistes en torno siempre a un mismo tema, en otra está Canaro con una troupe de seudo-orilleros, y en fin… que en Buenos Aires el movimiento independiente es quien representa el verdadero teatro. No ganará la calle Corrientes mientras existan empresarios para quienes sus salas sean meros recintos de especulación comercial. A esta gente le interesa embuchar dinero, fumar habanos y llevar una platinada colgada del brazo. De Arthur Miller o de O’neiel no tienen la mínima referencia. Ni falta que les hace tenerla.
He asistido a la proclamación de las fórmulas Balbín-del Castillo y Zavala Ortíz-Samartino. Habría en cada una unas seis mil personas. Balbín, como siempre estuvo brillante e inspirado; tengo la impresión de que su prosa está por encima de la capacidad interpretativa de la «masa.»
Zavala, en cambio, es un pésimo orador. Y Samartino (que cobra sueldos en la Caja de Ahorros) es tan fogoso y vehemente que hace reir. Me gustaron algunos títulos que otorgaba a los dictadores que aun «ejercen.» A Batista, por ejemplo, lo llamaba «la hiena del Caribe.»
En cuanto al contenido de los discursos, de más está decir que todos prometen reconciliar a la familia argentina, solucionar ésto, incrementar lo otro, etc, etc.
Me explico que mi cuento del «Vea y lea» sea incomprensible. Te aseguro que está plagado de errores tipográficos y que no han respetado la puntuación, los paréntesis y los cambios de tipo de letra que yo les había marcado.
Me han dicho que soy el único escritor que consigue dos publicaciones en el mismo año. Pero creo que Klappenbach también publicó dos. (¡Maldición…!)
¿Has leído en el último «Vea y lea» el artículo sobre Camus? Cerca del final hay un párrafo en el que cita la lucha de este gran escritor por defender la individualidad del ser frente al peso de las organizaciones que amenazan aplastarlo. Evidentemente, el hombre que trabaja para no convertirse en tuerca o en resorte de una gran máquina merece el tributo que significa un premio Nobel.
El sábado pasado fuí con unos amigos a ver polo. Me rodeé de gente «bien», de señores con apellidos honorables (se diría que hay que pagar «llave» para lucirlos), de señoras que postergaron el «five o’clock tea» para otra oportunidad, de muchachitos con glamour y muchachitas asociadas a la filial del Club de James Dean. Pasamos la tarde allí, oyendo comentarios, participando en ciertas charlas con el morboso afan de divertirnos, de «vengarnos» de alguna manera, terciando en esa napa de abolengo para quienes no existen necesidades, urgencias económicas ni inquitudes del tipo que experimentamos nosotros. De tanto en tanto mirábamos el partido, hasta que por ahí terminó. Nosotros nos fuímos a tomar el ómnibus y todo el resto de los espectadores subieron a sus respectivos automóviles y se perdieron por esas calles de Aramburu.
Odié a toda esa buena gente y ahora me doy cuenta de que ellos no tienen la culpa de tener tanto dinero y de ser tan felices.
Acabo de escribir un cuento acerca del entierro de un viejo; se llama «Excursión al cementerio.» El tema está tratado con amabilidad; los personajes aceptaban de mucho antes la muerte de aquel hombre, así que las ceremonias son plácidas, nadie gime ni sufre. El viaje al camposanto es accidentado y aún en él ocurren imprevistos. Es el mediodía y los enterradores están corriendo bajo un gran ciprés; al rato todo el mundo participa del asado; el carro fúnebre, impacible, espera. La historia termina en que se bosqueja un romance entre una de las nietas del finado y un enterrador joven, de anchas espaldas y recios bíceps, a quien ella había ido a darle una propina.
En resumen: divertido pero sin importancia
Me duele que aun no confíes en mí; que me creas capaz de evaporarme de pronto, de desaparecer (si es que he aparecido) de tu vida, al extremo de que preparas así, a mansalva, los párrafos finales de esta hermosa charla que venimos sosteniendo. Mi falta de noticias se debió al viaje y a que pensaba llevártelas personalmente. ¿Aclarado?
No quiero que imagines siquiera la posibilidad de nuestro desencuentro. Nuestro hijo es pequeño todavía; no debemos abandonarlo sin antes enseñarlea vivir.
Pero nuestro padre es el correo. Me pregunto que sucedería si se extraviase una carta, qué de conjeturas, qué de puntos suspensivos, qué de silencios ametrallados de interrogantes poblarían entonces mi imaginación.
A veces pienso que bien podría no conocerte y vivir igual. Vivir, y hacer lo que hago ahora, y no conocerte. Y eso me parece tan extraño que no lo puedo concebir de ninguna manera.
Quizá ésto te dé la pauta de lo mucho que significas para mí. Sé que todavía cobijas dudas y que un oscuro sedimento de incomprensión (no quiero decir desconfianza, sería grosero) alienta en tu espíritu. Espero escamotearlo con el tiempo, si es que tú me ayudas.
Me alegra que mis cartas contribuyan a hacerte feliz; lo hago simplemente para quedar a la recíproca contigo.
Norberto.