Noviembre 27-1957
Elba:
Entre las muchas lindas cosas que dices en tu última carta, quiero referirme sobre todo a uno de los párrafos finales, que atañe muy especialmente a tu personalidad y que por ellos considero de verdadera importancia.
Entiendo que aludes al don de la confianza en uno mismo. Y me satisface enormemente que nuestra relación haya hecho posible que vencieras lo que podría llamarse «el temor al ridículo infundado.»
La timidez, en realidad, no creo que sea una lacra; más aún, interpreto que en ciertas personas es índice de pureza de carácter y sentimiento. Lo malo es sentirse sometido por ella como consecuencia del «ridículo infundado.»
El hecho de que bailes o no, de que -concientemente- actúes de una u otra manera, de que manifiestes tal o cual opinión, no debe ser nunca causa de retraimiento.
Me arriesgo a pensar que cuando uno procede de buena fe y a conciencia, poco importa si realmente se está o no equivocado. Lo importante es sacar las uñas y defenderse y creer lealmente en la causa por la que se pelea.
Yo también solía refugiarme bajo el caparazón de mis pensamientos. Pero hoy -aún cuando todavía me pongo colorado- creo que más vale herir que escapar. Y ocurre que de pronto uno descubre que tiene fuerzas y recursos para hacer frente al ataque de los «ridiculistas», de sus mofas, de las necedades que se cosechan en el diario tratamiento de la gente.
Claro que también he padecido ridículos genuinos, de elaboración propia. Por ejemplo en Mar del Plata, en el «Sao» (cafetería de la calle San Martín), delante de 40 personas me caí de un banco alto. ¡Qué papelón tremendo! Recuerdo que de la risa a una chica que estaba delante mío le salió café por la naríz.
Evidentemente, allí no hay atenuantes. Pero en otras oportunidades me he sobrepuesto a mi primogénita intensión de retraerme, y he discutido con firmeza o he adoptado la elegante pose del cínico, según conviniera.
Sabrás que yo tampoco sé bailar, y a decir verdad no lo siento porque jamás piso lugares donde se baila. Pero recuerdo una fiesta de cumpleaños a la que fuí hace ya bastante tiempo. Era cerca de casa y asistí por esta rarísima circunstancia: había apostado a que yo hacía parar el baile. ¿Cómo? Hablando y hablando, acaparando con juegos, bromas o como pudiera la atención de los grupos que constituyeran la mayoría de chicas y muchachos.
Lo cierto es que fuí preparado y que algunos amigos me ayudaron haciendo de quintacolumnistas. Al fin el baile fué un fracaso, pero fracaso y todo. yo solo sé lo mucho que tuve que fingir y hacerme el tonto para ganarme, antes que nada, una apuesta a mí mismo.
Ahora ya no soy capaz de tanto esfuerzo. Simplemente he aprendido a no avergonzarme de pavadas. Y aparejado a ellos, nació en mí un desprecio por las personas superficiales y por las cosas que aún resultando de reconocida intrascendencia, conservan su esplendor y una aureola de prestigio. (El otro día, por ejemplo, no me dejaron entrar al cine porque no tenía corbata.)
He experimentado un gran alivio al recibir tu foto. No imaginas lo duro que resulta sentir esfumarse de la mente una fisonomía tan grata al espíritu, pero como ya te lo he dicho, no consigo con facilidad registrar las facciones de aquellas personas con las cuales no convivo.
En realidad creo que la tuya ha sido una prueba de confianza. Te lo agradezco sinceramente.
Y con respecto a los detalles que me proporcionó la foto, he aquí dos opiniones: 1° – creo que estás más delgada; 2° – guardaba de tí el recuerdo de una imagen más sonriente (aunque detrás de esa seriedad hay una risa contenida, ¿me equivoco?)
Las obras que ha dado en ésa el «Fray Mocho» no fueron presentadas todavía en Buenos Aires, de manera que todavía no las ví.
En cambio, asistí al IFT (teatro israelita) que está dando en español «El diario de Ana Frank», que teatralizaron Goodrich y Hackett en base al propio diario de Ana Frank.
Ana era una chica de catorce años, judía, que en la época de la ocupación nazi a Holanda debió esconderse en el altillo de una casa y vivir allí, permanentemente, más de dos años. Por último fué descubierta y enviada a un campo de concentración, donde murió.
El diario que escribió en su escondite fué salvado, y la obra está escrita según sus propias consideraciones. Una pieza buenísima.
Sus deducciones eran bastante lógicas, señorita detective, pero yo soy un delincuente astuto y tengo mi coartada. Mi cumpleaños no es cuando usted se piensa. Le voy a dar una ayudita: nací bajo el signo de Sagitario, a dos meses de distancia (dos meses exactos) de una fecha conmemorativa del peronismo, en la que se pretendía rendir tributo a la lealtad del pueblo. Y no digo más.
Y a propósito, ¿me podría decir usted cuando suele cumplir años? (Pero sin jeroglíficos, ¿eh?)
Dices en tu carta que «el destino debiera…» Yo estoy un poco desconcertado. ¿Crees realmente en el destino? A mí se me ocurre que es un dios de entrecasa, sin mucho sentido de la responsabilidad. Oscar Wilde opina que es un monstruo al que el hombre acusa por todos los errores que cometió en su vida. Yo, pensándolo fríamente, creo que el destino es algo que uno va haciéndolo a cada paso, que nadie nace con un sino determinado, que lo que ocurre es que se delegan las responsabilidades.
De todas maneras, es mejor no confiar en un dios tan frívolo. Tú y yo creemos mutuamente en nuestras aspiraciones. A veces pienso en el destino como en un intruso que bien pudiera arrebatarnos el mérito de nuestro éxito.
Más vale ser realista en esta época de ciclotrones y satélites «camaradas» y ver la Luna, no ya como un objetivo del ensueño de los enamorados, sino como un futuro gran yacimimiento de uranio.
Pero no estoy plenamente convencido de todas estas cosas (quizá sea un error ser muy realista). ¿Qué opinas tú?
Cordialmente
Norberto