Abril 5 – 1959
Elba:
Los momentos que hemos protagonizado el último día de tu estadía en Buenos Aires, y posteriormente el «sorpresivo» envío de la mascota -la pareja de conejos verdes-, motivó, más que otra cosa, que no te escribiera durante la semana, y que, en cambio, me tomara este tiempo para la reflexión.
Las verdades las comprendí luego que el tren se puso en marcha. Y saqué en limpio lo que sigue.
Elba: no estoy dispuesto a crearte ningún problema de índole sentimental. Y he advertido que el problema se insinúa, que no tenemos el mismo punto de vista sobre nuestra relación y que, sin quererlo de ninguna forma, acabasé yo por producirte una crisis emotiva que acaso aun podría remediarse.
Sabes cuál es mi opinión al respecto, sabes cuánto te aprecio, de manera que no quiero ser yo causante de un disgusto que viene despeñándose, que a su paso arrastra a situaciones dolorosas, que alguna vez llegará al fondo del abismo sin que entonces podamos intentar nada que pueda desembarazarnos de la angustia y de esa especie de complejo de irresponsabilidad, que en particular me embarga.
No quiero jugar con los sentimientos de nadie. Tampoco me gusta que jueguen con los míos. Entiendo que nuestra «amistad» fué concebida para lograr un estado de afinidad intelectual (amistad razonada) que ahora -y en importante medida- advierto que tú, posiblemente sin que medie tu voluntad, trocas en romance, en vínculo netamente sentimental. Acaso las mujeres -lo he leído una vez- tiendan por naturaleza a inclinar a favor del amor toda relación sustentada entre personas de distinto sexo.
Ya te he dicho qué poca influencia ejerce en mí esa pasión que suele cegar a tantos hombres en procura de un bien sexual, o simplemente de una mujer que comparta sus pasos. Valoro a la amistad por la amistad misma, y soy fiel al amigo, y lo quiero y lo respeto, sin que la persona escape al concepto «amigo.» Nosotros no podemos ser otra cosa mientras no concuerden otros valores, mientras vivamos tan separados (lo que no significa precisamente, que viviendo juntos… etc, etc.) y, en fin, mientras no me asistan deseos de establecerme en función de hombre serio, capaz de ponerme de novio.
Tu actitud -dramática por lo emotiva- en nuestras últimas horas que transcurrimos en Buenos Aires, y el recibo de ese «raro» presente (ojalá ninguna concesión de frivolidad quite importancia a nuestra relación), me obligan a ser tan cruel contigo, cuando, por el contrario, mucho me gustaría alegrarte para contribuir a tu felicidad. Es en nombre del respeto, de la mucha estima que me mereces, que debo plantearte este duro interrogante: ¿Eres capaz de continuar esta amistad sin complicarla con sentimientos que comprometan tu vida de relación o que modifiquen tu espíritu?
Si no lo crees, estimo que convendría tomar ya mismo una determinación, la que -muy a mi pesar, sinceramente- contribuiría a poner paz en el atribulado mundo de tus afectos.
No quiero hacerte daño, Elba. No sé si exagero, pero no quiero seguir confundiéndote y complicando las cosas.
En caso contrario, y en ésto apelo a toda tu sinceridad, mucho me congratularía de que me comprendieras.
En tí está la última palabra.
El viernes, te habrás enterado por los diarios, Buenos Aires vivió un clima de terrible beligerancia. En muchas partes (incluso en la esquina del hotel «Suipacha») se incendiaron automóviles, se deterioraron ómnibus y se apedrearon vidrieras.
En la oficina dieron asueto, pero como no había medios de transporte, atravesé el centro en dirección a la estación Retiro de trenes. El desenfreno popular cobró proporciones de barbarie. Se vivaba a Perón, se lanzaron cientos de bombas de gases, hubieron tiros, peleas y muchos lastimados. Los diarios dicen que hubo un muerto. El asunto se originó al no permitir la policía la realización de dos concentraciones, una en los gremios intervenidos («62»); la otra en protesta por los aumentos de la luz eléctrica.
A las 10 de la noche, había vuelto la calma, pero aún ardían algunos coches oficiales, algunas hogueras y puestos de diarios. En las hogueras se quemaban mesitas de café, garitas de vigilante, lonas de toldo, ramas y papeles.
A todo ésto, dicen que Frondizi hablará por radio la semana que viene. ¡Qué audaz!
Te remito «Babbitt», de Sincleuir Lewis. Creo que te va a gustar porque esta literariamente muy bien escrito y además tiene un sagaz fondo de crítica social. Es considerado un clásico de la literatura moderna.
Me gustaría que me hicieras un balance de tu vieja a la capital; que me dijeras cuales fueron las buenas sorpresas y los buenos momentos; que me dijeras lo que más te gustó y lo que menos te gustó de Buenos Aires. Y que me hablaras también de tu vieja de vuelta. ¿Que tal, muchos inconvenientes?
Esta semana tampoco he escrito nada. Pasé a maquina «Estos padres…!», que llevé a «Estampa» e inicié algo que luego rompí.
En «Damas y damitas» me publicaron «Dúo de maridos»; ahora aparecerá «Sonríen las sombras», que me parece bastante mejor.
Estimada Elba, espero no haber dicho ninguna inconveniencia, sobre todo en el primer párrafo. Tu juzgarás mi actitud, la cual es un trasunto fiel de mi estado de ánimo. Eres por mucho mi mejor amiga y creo que te debo todas las explicaciones que sean necesarias.
Saluda a tu hermana. Hasta la próxima.
Norberto