Elba: estamos en vísperas de las Fiestas, circunstancia que me pone de mal humor. Estas fiestas me resultan muy antipáticas porque (en buena medida) expresan el alto grado de hipocresía que rige nuestras relaciones sociales, e incluso familiares. Todos brindamos y todos nos deseamos felicidad, buena salud y prosperidad, y resulta que durante el resto del año casi no nos importa nada de nadie ni nos acordamos los unos de los otros. Acaso por mi avanzada edad (cumplí años el jueves), estas fiestas me resultan un verdadero asquete.
Lo nuevo que trae el fin de año es el advenimiento del macrismo y, por añadidura, el cúmulo de esperanzadas expectativas que provoca. En efecto, se respira otro aire, se perciben indicios -y no solo económicos- de que ingresamos en una etapa política algo más adulta, mucho más seria. Con todo, al gobierno le costará muchísimo sacarse de encima el lastre del kirchnerismo duro y agresivo, como el que comandan la alienada Hebe de Bonafini y los chupamedias de 6,7,8.
Debo reconocer que con los años me he vuelto un cerdo burgués. Nada de veranear en carpa, nada de vida hippie. En tiempos en que nos conocimos, esa era mi manera predilecta de vivir y veranear: era camionero (llevaba garrafas y traía ovejas y vacas de La Pampa y Río Negro) y me pasaba temporadas en Gesell, viviendo como los personajes de «Los jóvenes viejos», aquella película de Rodolfo Kuhn. Mucho después debí entrevistar al propio Carlos Gesell (para la revista Primera Plana) y recuerdo cuánto despotricó contra Kuhn por haber contribuido a que la Villa adquiriera fama de «paraíso hippie». En suma, ahora soy cliente del Sheraton de Barra de Tijuca, en Río, a unos 30 kilómetros de Copacabana.
Insisto en un consejo, el del fosforito: quemá esas cartas. Más vale no incentivar añoranzas, como las que todavía siento por la temprana ausencia de mi viejo.
Te mando un sincero gran abrazo findeañero, extensivo a Emilse. ¿Y a Néstor? Sí, extensivo también a Néstor.
N.