Sueña 96

Sonia pintaría su marina predilecta. Descalza. Había decidido que otra vez no la alcanzarían las aguas con sus zapatillas puestas…No, esta vuelta si crecían no la sorprenderían, y es más, hasta se daría un chapuzón.

Como siempre antes de zarpar, ajustaba su nave de noble madera con tres patas, preparaba sus remos, los que siempre me resultaron tan exóticos –hasta cierto tramo son iguales al resto, finos, largos, también de madera, pero en el final tienen apretada con bincha de metal una cabellera suelta, alocada-, y por último, claro, las provisiones. No menos misteriosas. Almacenadas en pomos, cuando las vierte con su poder secreto, las transforma en océano de un color que intentaré explicar… tal vez azul, tal vez coral, tal vez no sé.

… Y partía.

La muchedumbre que, al igual que yo, la observaba desde la orilla, murmuraba: “La pintora”. Y aunque no decía más nada (no se atrevía), esto solo ya, sonaba a insolencia. Al rato, todos, la perdíamos de vista. Ellos volvían a su silencio y bocinazos; yo me quedaba pensando formas de llamarla para que volviera. Las ensayaba: ¡Bailiarina! ¡Hada con ropas de madre! ¡Sonia! Y no pasaba nada, ni nadie volvía.

Tanto la extrañaba y la quietud se hacían tan hueca, que me daba por suponer que, quizás, sería yo quien se había ido, y, que estas sensaciones no eran mas que insípidas celebraciones de esos seres que conversan de una forma que yo no comprendería, y por eso, sin quererlo, me alejaba.

Fuera como fuera, que ella retornaba, de paseo, o yo volvía, de visita, yo notaba que un oleaje fuerte y atrevido la traía. Bronceada por un sol exclusivo, que probablemente tuviera en esos mares.

Todos festejamos. Ella se ató las zapatillas que las había colgado, para que se secaran, en un cuadro… puso un nombre, un año, y bailó.


Pablo – Enero 1996