Mi querido Ingegnieros, supongo que no habrás caído en la ingenuidad de darte a imaginar persecuciones por mi largo silencio. Bien al contrario, todos los días hago acto de constricción por la incuria con que he dejado pasar tanto sin escribirte la larga carta que tu cordial e inteligente apunte merecería. Recibí la tuya sobre el indianismo; hube de publicarla; mostréla a varios amigos, y por inspiración propia y por consejo ajeno, resolví no publicarla. Tu carta requería de mi parte [no] un comentario sino una réplica. El momento no te era afortunado y sé que la publicación y el comentario –aunque amistoso, naturalmente- no te hubiera favorecido. Tus objeciones al Blasón serían muy justas si yo pensase lo que me atribuyes. Pero vuelve a leerme y verás que estamos de acuerdo. Vuelve a leerme: es el castigo que te impongo por haberme creído un ingenuo a lo Belgrano, que era hijo de italianos como tú mismo, o, un regresivo como el cacique Oberá, personaje de la obra. Nuestro mal entendido proviene de que tú eres positivista, y crees en las razas y yo soy espiritualista y creo en las almas. El indianismo de que hablo, es derivado de la tierra (las indias) y no de las razas (los indios). Las indias, como los europeos españoles, franceses e ingleses llamaron a América, dieron su nombre gentilicio a todo lo que ellas contenían. Las sugestiones de este ambiente “indiano” es lo que llamo “indianismo”. En la Restauración he girado sobre la tradición, o sea la historia (memoria colectiva, perpetuidad del yo en el tiempo). En el Blasón he girado sobre el ambiente, o sea la geografía (cinestesia colectica, unidad de yo en el espacio). Otras obras vendrán después y ya veremos si llego a hacer entender mi lenguaje místico, aunque tenga que hablar en privado el lenguaje positivista. Yo no hago cuestión étnica, según ves. Podría hacerla estando el Dr. Victorino [de la Plaza] en la presidencia; pero a pesar de ese caso esporádico, creo que los indios precolombinos han sucumbido. Y han sucumbido por insuficiencia fisiológica y espiritual para soportar la civilización caucásica. Pero han sucumbido dejando residuos útiles de emoción a la civilización que soportamos muy bien –según parece- los indios poscolombianos. En fin, tendría tanto que decirte, Ingegnieros, que he estado a punto de escribirte después de ver tu carta abierta sobre indianismo en varias revistas de Europa y América … Pero más que replicarte en público, tengo interés en convencerte de que estamos de acuerdo. Mi artículo iba a titularse Las naves de Eneas. Con eso te digo todo, puesto que yo también he leído la Eneida, y la admiro, sin duda, porque no desciendo de Don Diego de Rojas, como tú pareces creerlo. Puedes convencerte que mi inteligencia y mi idioma son absolutamente europeos. Lo indiano en mí es el sentimiento, la emoción, el ideal. De ahí que coincidamos también en nuestras opiniones sobre el propio país, aunque la diferencia que hay entre uno que se va y otro que se queda no estriba sino en que uno puede marcharse y otro no. Acaso si yo pudiese marcharme también me iría, aunque no seguramente a fundar en París una revista, pues esto es lo mismo que ir a bailar el tango con toilettes de la Rue de la Paix. Yo no iría a eso, te lo aseguro. Y entre tanto me quedo aquí a sufrir las infinitas y proteiformes estulticias del país amado, que en este momento glorifica las acrobacias de Newbery, por ejemplo, como verás en los diarios. La estupidez humana no tiene límites. Es más infecunda y más imprevista que el genio. Adiós querido Ingegnieros, te deseo días felices en Lucerna. Pronto volveré a escribirte. Perdónale, por estas líneas cansadas, su largo silencio a tu amigo affmo.,
Ricardo Rojas