Señor don Valentín Alsina

Noviembre 12 de 1847.

Salgo de los Estados Unidos, mi estimado amigo, en aquel estado de excitación que causa el espectáculo de un drama nuevo, lleno de peripecias, sin plan, sin unidad, erizado de crímenes que alumbran con su luz siniestra actos de heroísmo y abnegación, en medio de los esplendores fabulosos de decoraciones que remedan bosques seculares, praderas ondas, montañas sañudas, o habitaciones humanas en cuyo pacífico recinto reinan la virtud y la inocencia; quiero decirle que salgo triste, pensativo, complacido y abismado; la mitad de mis ilusiones rotas o ajadas, mientras que otras luchan con el raciocinio para decorar de nuevo aquel panorama imaginario en que encerramos siempre las ideas cuando se refieren a objetos que no hemos visto, como damos una fisonomía y un metal de voz al amigo que sólo por cartas conocemos. Los Estados Unidos son una cosa sin modelo anterior, una especie de disparate que choca a la primera vista, y frustra la expectación pugnando contra las ideas recibidas, y no obstante ese disparate inconcebible es grande y noble, sublime a veces, regular siempre; y con tales muestras de permanencia y de fuerza orgánica se presenta, que el ridículo se deslizaría sobre su superficie como la impotente bala sobre las duras escamas del caimán. No es aquel cuerpo social un ser deforme, monstruo de las especies conocidas, sino como un animal nuevo producido por la creación política, extraño como aquellos megaterios cuyos huesos se presentan aún sobre la superficie de la tierra. De manera que para aprender a contemplarlo, es preciso antes educar el juicio propio, disimulando sus aparentes faltas orgánicas, a fin de apreciarlo en su propia índole, no sin riesgo de, vencida la primera extrañeza, apasionarse por él, hallarlo bello, y proclamar un nuevo criterio de las cosas humanas, como lo hizo el romanticismo para hacerse perdonar sus monstruosidades al derrocar al viejo ídolo de la poética romano-francesa. 

Educados usted y yo, mi buen amigo, bajo la vara de hierro del más sublime de los tiranos, combatiéndolo sin cesar en nombre del derecho, de la justicia, en nombre de la República , en fin, como realización de las conclusiones a que la conciencia y la inteligencia humana han llegado, usted y yo, como tantos otros, nos hemos envanecido y alentado al divisar en medio de la noche de plomo que pesa sobre la América del Sur, la aureola de luz con que se alumbra el Norte. Por fin, nos hemos dicho para endurecemos contra los males presentes: la República existe, fuerte, invencible; la luz se hace; un día llegará para la justicia, la igualdad, el derecho; la luz se irradiará hasta nosotros cuando el Sur refleje al Norte. ¡Y cierto, la República es! Sólo que al contemplarla de cerca, se halla que bajo muchos respectos no corresponde a la idea abstracta que de ella teníamos. Al mismo tiempo que en Norteamérica han desaparecido las más feas aceras de la especie humana, se presentan algunas cicatrizadas ya aun entre los pueblos europeos, y que aquí se convierten en cáncer, al paso que se originan dolencias nuevas para las que aún no se busca ni conoce remedio. Así, pues, nuestra república, libertad y fuerza, inteligencia y belleza, aquella república de nuestros sueños para cuando el mal aconsejado tirano cayera, y sobre cuya organización discutíamos candorosamente entre nosotros en el destierro, y bajo el duro aguijón de las necesidades del momento, aquella república, mi querido amigo, es un desiderátum todavía, posible en la tierra, si hay un Dios que para bien dirige los lentos destinos humanos, si la justicia es un sentimiento inherente a nuestra naturaleza, su ley orgánica y el fin de su larga preparación. 

Si no temiera, pues, que la citación diese lugar a un concepto equivocado, diría al darle cuenta de mis impresiones en los Estados Unidos, lo que Voltaire hace decir a Bruto:

Et je cherche ici Rome , et ne la trouve plus!

Como en Roma o en Venecia existió el patriciado, aquí existe la democracia, la República , la cosa pública, vendrá más tarde. Consuélenos, empero, la idea de que estos demócratas son hoy en la tierra los que más en camino van de hallar la incógnita que dará la solución política que buscan a oscuras los pueblos cristianos, tropezando en la monarquía como en Europa, o atajados por el despotismo brutal como en nuestra pobre patria.

No espere que dé a usted una descripción ordenada de los Estados Unidos, no obstante que he visitado todas sus grandes ciudades, y atravesado o seguido los límites de veintiuno de sus más ricos Estados. Quiero seguir otro camino. A la altura de civilización a que ha llegado la parte más noble de la especie humana, para que una nación sea eminentemente poderosa o susceptible de serlo, se requieren condiciones territoriales que nada puede suplir permanentemente. Si Dios me encargara de formar una gran república, nuestra república á nous , por ejemplo, no admitiría tan serio encargo, sino a condición de que me diese estas bases por lo menos: espacio sin límites conocidos para que se huelguen un día en él doscientos millones de habitantes; ancha exposición a los mares, costas acribilladas de golfos y bahías; superficie variada sin que oponga dificultades a los caminos de hierro y canales que habrán de cruzar el Estado en todas direcciones; y como no consentiré jamás en suprimir lo de los ferrocarriles, ha de haber carbón de piedra y tanto hierro, que el año de gracia cuatro mil setecientos cincuenta y uno se estén aún explotando las minas como el primer día. La extrema abundancia de madera de construcción sería el único obstáculo que soportaría para el fácil descuajo de la tierra; encargándome yo, personalmente, de dar dirección oportuna a los ríos navegables que habrían de atravesar el país en todas direcciones, convertirse en lagos donde la perspectiva lo requiriese, desembocar en todos los mares, ligar entre si todos los climas, a fin de que las producciones de los polos viniesen en vía recta a los países tropicales y viceversa. Luego, para mis miras futuras, pediría abundancia por doquier de mármoles, granitos, pérfidos y otras piedras de cantería, sin las cuales las naciones no pueden imprimir a la tierra olvidadiza el rastro eterno de sus plantas. 

¡Pais de Cucaña!, diría un francés. ¡La ínsula Barataria!, apuntaría un español. ¡Imbéciles! Son los Estados Unidos, tal cual los ha formado Dios, y jurara que al crear este pedazo de mundo, se sabía muy bien Él que, allá por el siglo XIX, los desechos de su pobre humanidad pisoteada en otras partes, esclavizada o muriéndose de hambre a fin de que huelguen los pocos, vendrían a reunirse aquí, desenvolverse sin obstáculo, engrandecerse y vengar con su ejemplo a la especie humana de tantos siglos de tutela leonina y de sufrimientos. ¿Por qué no descubrieron los romanos aquella tierra eminentemente adaptada para la industria que ellos no ejercitaron, para la invasión pacífica del colono, y tan pródiga de bienestar para el individuo? ¿Por qué la raza sajona tropezó con este pedazo de mundo que tan bien cuadraba con sus instintos industriales, y por qué a la raza española le cupo en suerte la América del Sur, donde había minas de plata y de oro e indios mansos y abyectos, que venían de perlas a su pereza de amo, a su atraso e ineptitud industrial? ¿No hay orden y premeditación en todos estos casos? ¿No hay Providencia? ¡Oh, amigo, Dios es la más fácil solución de todas estas dificultades! 

Olvidé pedir para mi república, y lo hago aquí para que conste, que se me dé por vecinos pueblos de la estirpe española, México por ejemplo, y allá en el horizonte, Cuba, un itsmo, etcétera.

Del aspecto general del país, o de su arquitectura como distribución de los medios de acción puestos por Dios y utilizados y completados por el hombre, pasaré sin transición a la aldea, centro de la vida política, como la familia lo es de la doméstica. Los Estados Unidos están en ella con todos sus accidentes, cosa que no puede decirse de nación alguna. La aldea francesa o chilena es la negación de la Francia o de Chile, y nadie quisiera aceptar ni sus costumbres, ni sus vestidos, ni ideas, como manifestación de la civilización nacional. La aldea norteamericana es ya todo el Estado, en su gobierno civil, su prensa, sus escuelas, sus bancos, su municipalidad, su censo, su espíritu y su apariencia. Del seno de un bosque primitivo, la diligencia o los vagones salen a un pequeño espacio desmontado en cuyo centro se alzan diez o doce casas. Estas son de ladrillo construido con el auxilio de máquinas, lo que da a sus costados la tersura de figuras matemáticas, uniéndolos entre sí argamasa en filetes finísimos y rectos. 

Levántanse aquéllas en dos pisos cubiertos de techumbres de madera pintada. Puertas y ventanas dadas de blanco, sujetan y cierran cerraduras de patente; y stores verdes animan y varían regularidad de la distribución. Fíjome en estos detalles porque ellos solos bastan para caracterizar un pueblo y suscitan un cúmulo de reflexiones La primera que me ha embargado al presenciar esta ostentación de riqueza y de bienestar, es la que suministra la comparación de las fuerzas productivas de las naciones. Chile, por ejemplo, y lo que es aplicable a Chile lo es a toda la América española, Chile tiene millón y medio de habitantes. ¿En qué proporción están las casas, que de tales merezcan el nombre, con las familias que lo habitan? Pues en los Estados Unidos todos los hombres viven en casas, tales como las que he delineado al principio, rodeados de todos los instrumentos más adelantados de la civilización, salvo los pioneers que habitan aún los bosques, salvo los transeúntes que se albergan en inmensos hoteles. De aquí resulta un fenómeno económico que apuntaré ligeramente. Supongo que veinte millones de norteamericanos habiten un millón de casas. ¿Cuánto capital invertido en satisfacer esta sola necesidad? Fabricantes de ladrillos a la mecánica han hecho con sus productos fortunas colosales; fábricas de cerrajería de patente venden sus obras por cantidades cien veces mayores que en cualquiera otra parte del mundo, para servir a menor número de hombres. Las estufas de hierro colado que se aplican al uso doméstico en todas las aldeas, bastarían a dar movimiento y ocupación a las fábricas de Londres; y el avalúo de las casas que habitan los norteamericanos en las aldeas, no diré más pobres, porque el término impropio, equivaldría a la riqueza territorial e inmueble de cualquiera de nuestros Estados.

La cocina, más o menos espaciosa, según el número de individuos de la familia, consta de un aparato económico de hierro fundido, formando parte de él un servicio completo de cacerolas y de utensilios culinarios, todo obra de alguna fábrica que se ocupa de este ramo. En algún departamento interior se guardan arados del autor francés que los inventó, y el instrumento de agricultura más poderoso que se conoce: su reja abre un surco de media vara de ancho; una cuchilla movible va rozando las yerbas, y el menor esfuerzo del labrador la aparta del encuentro del tronco de un árbol. Su ligera obra de madera está constantemente pintada de colorado; y los arneses de los caballos que lo tiran son de obra de talabartería, lustrosa siempre y con hebillas amarillas y adornos en bronce para ajustarlos. Las hachas de la casa son también de patente y de la construcción más aventajada que conoce; pues el hacha es la trompa de elefante del yanqui, su mondadientes y su dedo, como entre nosotros es el cuchillo, o la navaja entre los españoles. Una carretela de cuatro ruedas, ligera como las patas de un escarabajo, siempre barnizada y lustrosa como recién sacada de la fábrica, con arneses brillantes, completos y tales como no los llevan iguales los fiacres de París, facilitan la locomoción de los habitantes. Una máquina sirve para desgranar el maíz; otra para limpiar el trigo; y cada operación agrícola o doméstica llama en su ayuda el talento inventivo de los fabricantes. El terreno adyacente a la casa y que sirve de jardín de horticultura, está separado de la calle o camino público por una balaustrada de madera, pintada de blanco en toda su extensión y de la forma más artística. No se olvide usted que estoy describiéndole una pobre aldea que aún no cuenta doce casas, rodeada todavía de bosques no descuajados y apartada de centenares de leguas de las grandes ciudades. Mi aldea, pues, tiene varios establecimientos públicos, alguna fábrica de cerveza, una panadería, varios bodegones o figonerías, todos con el anuncio en letras de oro, perfectamente ejecutadas por algún fabricante de letras. Este es un punto capital. Los anuncios en los Estados Unidos son por toda la Unión una obra de arte, y la muestra más inequívoca del adelanto del país. Me he divertido en España y en toda la América del Sur, examinando aquellos letreros, donde los hay, hechos con caracteres raquíticos y jorobados y ostentando en errores de ortografía la ignorancia supina del artesano o aficionado que los formó.

El norteamericano es un literato clásico en materia de anuncios, y una letra chueca o gorda, o un error ortográfico, expondría al locatario a ver desierto su mostrador. Dos hoteles ha de haber por lo menos en la aldea para alojamiento de pasajeros; una imprenta para un diario diminuto, un banco y una capilla. La oficina de la posta recibe diariamente los diarios de la vecindad o de las grandes ciudades, a que están suscritos los aldeanos; y cartas, paquetes y transeúntes han de llegar y salir por ella diariamente; pues el transporte de la mala, aun a los puntos más distantes, se hace en vehículos de cuatro ruedas y con comodidades para pasajeros. Las calles que se van delineando a medida que la población crece, tienen como las de las grandes ciudades, treinta varas de ancho, inclusas las aceras de seis varas que deben quedar de cada costado, sombreadas por líneas de árboles que desde luego se plantan. El centro de la calle es, mientras no hay medios de empedrarlo, un ciénago en que hozan todos los cerdos de la aldea, los cuales ocupan tan encumbrado lugar en la economía doméstica, que sus productos en toda la Unión corren parejos con los del cultivo del trigo.

Y como es regla que según el nido ha de ser el pájaro, diré una palabra sobre el villano. Si es bodegonero, almacenero o de otra profesión sedentaria, su traje diario se compone de las piezas siguientes: botas charoladas, pantalón y frac de paño negro, chaleco de raso ídem, corbata de gro, un pequeño casquete o gorrita de paño; y pendiente de un cordón negro, un chisme de oro que representa un lápiz o una llave. En la punta de este cordón y muy sumido en el bolsillo se está la pieza más curiosa del traje del yanqui. Si usted quiere estudiar las transformaciones que el reloj ha experimentado desde su invención hasta nuestros días, pida usted la hora a cuanto yanqui encuentre. Verá usted relojes fósiles, relojes mastodontes, relojes fantasmas, relojes guarida de sabandijas, relojes de tres pisos, inflados, con puente levadizo y escalera secreta, para descender con linterna a darles cuerda. El padrón del reloj de Dulcamara, en el Elixir de Amor , emigró con los primeros puritanos, y sus descendientes gozan del derecho de ciudadanía, y están alistados en el partido temible de tos nativistas, que profesan las doctrinas del americanismo más exaltado. Cada buque que llega de Europa trae centenares de estos emigrantes, los cuales vendidos a la mejor postura en Nueva York, Boston, Nueva Orleans y Baltimore, desde el precio de doce reales para arriba, proveen a esta demanda nacional popular de relojes. Tiene el yanqui una cartera en el bolsillo, y al acostarse en la cama traza a la ligera jeroglíficos que indican el camino que tiene trazado a sus acciones del día siguiente. No se crea que hay exageración en esta común distribución de los medios civilizados a las aldeas como a las ciudades, y a los hombres de todas clases. Tomo a la ventura las villitas más pequeñas, cuya descripción me cae a la mano. “Bennington contiene un consistorio, una iglesia, dos academias (colegios), un Banco y cerca de 300 habitantes.

“Norwich, en la orilla derecha del Connecticut, contiene varias iglesias, un Banco y 700 habitantes. 
“Haverhill tiene un consistorio, un Banco, una iglesia, una academia y sesenta casas, etcétera.”

Hacia el Oeste, donde la civilización declina, y en el Far West , donde casi se extingue, por el desparramo de la población en las campañas, el aspecto cambia, sin duda: el bienestar se reduce a lo estrictamente necesario, y la casa se convierte en el log house , construido en veinticuatro horas, de palos superpuestos y cruzándose en las esquinas por medio de muescas; pero aun en estas remotas plantaciones hay igualdad perfecta de aspecto en la población, en el vestido, en lo modales, y aun en la inteligencia; el comerciante, el doctor, el sheriff , el cultivador, todos tienen el mismo aspecto. El campesino es padre de familia, es propietario de doscientos acres de tierra o de dos mil, no importa para el caso. Sus instrumentos aratorios, sus engines , son los mismos, es decir, los mejores conocidos; y si acierta a darse en la vecindad un mitin religioso, de lo profundo de los bosques, descendiendo de las montañas, asomándose por todos los caminos, veránse los campesinos a caballo en grandes cabalgatas, con su pantalón y su frac negro, y las niñas con los vestidos de los géneros más frescos y las formas más graciosas. A bordo de un vapor en una larga navegación, habíame tocado de vez en cuando acercarme a un sujeto perfectamente vestido y que se hacía notar por el cortés desembarazo de los modales. Una mañana, al acercarnos a una ciudad, le vi no sin sorpresa, sacar de un camarote una caja, templarla y comenzar a tocar la llamada, invitando al enganche a los jóvenes del lugar. ¡Era tambor! A veces la cadena del reloj caía sobre el parche y embarazaba momentáneamente el juego de los palillos. La igualdad es, pues, absoluta en las costumbres y en las formas. Los grados de civilización o de riqueza no están expresados como entre nosotros por cortes especiales de vestido. No hay chaqueta, ni poncho, sino un vestido común y hasta una rudeza común de modales que mantiene las apariencias de igualdad en la educación.

Pero aún no es ésta la parte más característica de aquel pueblo: es su actitud para apropiarse, generalizar, vulgarizar , conservar y perfeccionar todos los usos, instrumentos, procederes y auxilios que la más adelantada civilización ha puesto en manos de los hombres. En esto los Estados Unidos son únicos en la tierra. No hay rutina invencible que demore por siglos la adopción de una mejora conocida; hay, por el contrario, una predisposición a adoptar todo. El anuncio hecho por un diario de una modificación en el arado, por ejemplo, lo transcriben en un día todos los periódicos de la Unión. Al día siguiente se habla de ello en todas las plantaciones, y los herreros y fabricantes han ensayado en doscientos puntos de la Unión a un tiempo la realización del modelo, y tienen expuestas en venta las nuevas máquinas. Un año después, en toda la Unión está en práctica. Id a hacer o a esperar cosa semejante en un siglo en España, Francia o nuestra América.

El diccionario de Salvá, porque el de la Academia no hace fe hoy, dice, definiendo la palabra civilización , que es “aquel grado de cultura que adquieren pueblos o personas, cuando de la rudeza natural pasan al primor, elegancia y dulzura de voces y costumbres propias de gente culta”. Yo llamaría a esto civilidad , pues las voces muy relamidas, ni las costumbres en extremo muelles, representan la perfección moral y física, ni las fuerzas que el hombre civilizado desarrolla para someter a su uso la naturaleza.

Después de las aldeas de los Estados Unidos, llama de preferencia la atención del viajero el movimiento de los caminos que las unen entre sí, ya sean carriles macadamizados, ferrocarriles o ríos navegables. Si Dios llamara repentinamente a cuentas al mundo, sorprendería en marcha, como a las hormigas, a los dos tercios de la población norteamericana, de donde resulta lo mismo que he dicho de los edificios; pues viajando todos, no hay empresa imposible ni improductiva en materia de viabilidad. Ciento veinte leguas de camino de hierro se hacen en veinticuatro horas desde Albany hasta Buffalo por doce pesos; y por quince, inclusas cuatro opíparas y suculenüis comidas diarias, dos mil doscientas millas de navegación de vapor en diez días, desde Cincinnati hasta Nueva Orleans, por los ríos Ohio o Mississipi. El vapor o el convoy del ferrocarril atraviesan bosques primitivos, entre cuyas enramadas oscuras y solitarias, teme el viajero meditabundo ver aparecer el último resto de las tribus salvajes que no hace diez años llamaban a aquellos parajes las cacerías de sus padres.

La concurrencia de pasajeros permite la baratura del pasaje; y la baratura del pasaje tienta a viajar a los que no tienen objeto preciso para ello: el yanqui sale de su casa a respirar un poco de aire, a tomar un paseo, y hace de ida y vuelta cincuenta leguas en un vapor o un convoy, y vuelve a sus ocupaciones. Cuando el ojo certero de la industria descubre un trayecto de ferrocarril, una asociación lo abre lo suficiente para indicar la vía; de los árboles volteados se hacen las líneas del futuro ferrocarril, poniéndoles sobrepuestas planchuelas delgadas de hierro. El convoy se lanza con tiento al principio, equilibrándose, aquí caigo, allí levanto sobre esta peligrosa vía; los pasajeros llueven de todas partes y con los productos que dejan, se construye entonces el verdadero camino, nunca seguro, por no ser costoso, lo que no aumenta en mucho el número de desgracias. El convoy es siempre cómodo, espacioso, y si sus cojines no son tan muelles como los de la primera clase en Francia, no son tampoco tan estúpidamente duros como los de segunda en Inglaterra; pues en los Estados Unidos, no habiendo sino una clase en la sociedad, la cual la forma el hombre, no hay tres y aun cuatro clases de vagones, como sucede en Europa. Pero donde el lujo y la grandeza norteamericanos se ostentan sin rival en la tierra es en los vapores de los ríos del Norte. Cloacas o cáscaras de nuez parecerían a su lado los que navegan en el Mediterráneo. Son palacios flotantes de tres pisos, con galerías y azoteas para pasearse. Brilla el oro en los capiteles y arquitrabes de las mil columnas que como en el Isaac Newton , flanquean cámaras monstruos, capaces de contener en su seno al Senado y Cámara de Diputados. Colgaduras de damasco artísticamente prendidas disimulan camarotes para quinientos pasajeros, comedores colosos con mesa sinfín de caoba bruñida y servicio de porcelana y plata para mil comensales. Puede este buque recibir dos mil pasajeros; tiene 750 lechos, 200 cámaras independientes; mide 341 pies de largo, 85 de ancho, y carga además 1 450 toneladas.

(…) Los norteamericanos se han creado costumbres que no tienen ejemplo ni antecedentes en la tierra. La mujer soltera, o “el hombre de sexo femenino”, es libre como las mariposas hasta el momento de encerrarse en el capullo doméstico para llenar con el matrimonio sus funciones sociales. Antes de esta época viaja sola, vaga por las calles de las ciudades y mantiene amoríos castos a la par que desenvueltos a la luz del público, bajo el ojo indiferente de sus padres. Recibe visitas de personas que no se han presentado a su familia y a las dos de la mañana vuelve de un baile a su casa acompañada de aquel con quien ha valsado o “polcado” exclusivamente toda la noche. Los buenos puritanos de sus padres le hacen bromas a veces con el tal, de cuyos amores han sido instruidos por la voz pública, y la taimada se complace en derrotar las conjeturas, desmintiendo la evidencia.

Después de dos o tres años de flirtear , éste es el verbo norteamericano, de bailes, paseos, viajes y coqueterías, la niña de la historia, en el almuerzo y como quien no quiere la cosa, pregunta a sus padres si conocen a un joven alto, rubio, maquinista de profesión, que suele venir a verla, de vez en cuando, todos los días. Hacía un año que estaban esperando esta introducción. El desenlace es que hay en la familia un enlace convenido, de que se da parte a los padres la víspera, los cuales ya lo sabían por todas las comadres de la vecindad. Celebrado el desposorio, los novios toman en el acto el próximo camino de hierro, y salen a ostentar su felicidad por bosques, villas, ciudades y hoteles. En los vagones se les ve siempre a estas encantadoras parejas de jóvenes de veinte años, abrazados, reposándose el uno en el seno del otro, y prodigándose caricias tan expresivas que edifican a todos los circunstantes, haciéndoles formar el propósito de casarse inmediatamente, aun a los más contumaces solterones. No puede hacerse en términos más insinuantes que esta exposición al aire libre de las embriagueces matrimoniales, la propaganda del casamiento. Debido a esto es que el yanqui no llega nunca a la edad de veinticinco años sin tener ya una familia numerosa; y yo no me explico de otro modo la asombrosa propagación de la especie en aquel suelo afortunado. En 1790 la población constaba de cerca de 4 millones; en 1800, 5 millones; 1810, 7 millones; 1820, 9 millones; 1830, 12 millones; 1840, 17 millones; 1850, contará 23 millones. La inmigración influye en estas cifras, pero en proporciones limitadas. El inmigrante no es un animal prolífico hasta que ha recibido el baño yanqui.

Volviendo, pues, a los millares de novios que andan enardeciendo y vivificando la atmósfera con sus hálitos de primavera, los vapores del Hudson y de otros ríos clásicos les tienen preparados departamentos ad hoc . Llámase este recinto la cámara de la novia . Vidrios de colores esmaltados imprimen a la discreta luz que penetra en ella todos los suaves colores del iris; lámparas doradas arden por la noche; y de noche y de día el perfume de las flores, las aguas odoríferas y los aromas que se queman aguzan la sed de placer que consume a sus escogidos moradores. Las fábricas de París no han creado damascos ni muselinas suficientemente costosas para envolver entre sus sueltos pliegues y bajo techumbres doradas las legítimas saturnales de la cámara de la novia. Después de haber visto la cascada del Niágara, bañándose en las fuentes termales de Saratoga, pasado en revista cien ciudades y hecho mil leguas de país, los novios vuelven, después de quince días, extenuados, maravillados y contentos, a aburrirse santamente en el hogar doméstico. La mujer ha dicho adiós para siempre al mundo, de cuyos placeres gozó tanto tiempo con entera libertad: a las selvas frescas de verdura, testigos de sus amores, a la cascada, a los caminos y a los ríos. En adelante, el cerrado asilo doméstico es su penitenciaria perpetua; el roastbeef , su acusador eterno; el hormigueo de chiquillos rubios y retozones, su torcedor continuo; y un marido incivil, aunque good natured , sudón de día y roncador de noche, su cómplice y su fantasma. Atribuyo a aquellos amores ambulantes en que termina el flirteo americano, la manía de viajar que distingue al yanqui, de quien puede decirse que nace viajero. El furor de viajar crece en proporciones espantosas año por año. Los productos de todas las obras públicas, ferrocarriles, puentes y canales en los diversos Estados, en 1844, comparados con los de 1843, mostraron un aumento de cuatro millones de dólares, lo que hizo subir en solo aquel año a ochenta millones el valor de los trabajos, computando el rédito al cinco por ciento. Sabe de memoria todas las distancias, y a la vista de una ciudad, en los vagones o en los vapores, hay un movimiento general de echar mano a la faltriquera, desdoblar el mapa topográfico de los alrededores y señalar con el dedo el punto en cuestión. Una sola casa de Nueva York ha vendido en diez años millón y medio de atlas y mapas para el uso popular. Es seguro que en París no hay ninguna que haya hecho emisión igual para proveer al mundo entero. Cada Estado tiene su carta geológica, que muestra la composición del suelo y los elementos explotables que contiene; cada condado, su carta topográfica en diez ediciones diversas de todos los tamaños y de todos los precios. Apenas se tiró el primer cañonazo en la frontera mejicana, la Unión fue inundada por millones de mapas de México, en los cuales el yanqui traza los movimientos del ejército, da batallas, avanza, toma a la capital y se estaciona allí, hasta que las nuevas noticias venidas por el telégrafo, lo orientan sobre la verdadera posición de los ejércitos, para hacerlos marchar de nuevo, con el dedo puesto en el mapa y a fuerza de conjeturas y cálculos, lo pone “a la hora de ésta” dentro de la ciudad de Méjico. Los mejicanos pueden ir a recibir lecciones de los leñadores yanquis sobre la topografía, producciones y ventajas del país que sin conocer habitan.

Pero continuemos un poco describiendo la fisonomía de los caminos. En los lagos y en otros ríos de mayor longitud que el Hudson, los vapores se acercan a los barrancos en puntos determinados, para renovar su provisión de leña, operación que se hace en menos tiempo que el cambio de mulas en las postas españolas o la renovación de pasajeros. Del centro de un bosque secular y por sendas apenas practicables, vese salir una familia de señoras en toilette de baile, acompañadas por caballeros vestidos del eterno frac negro, variado a veces por un paletó, y cuando más un anciano con surtú de terciopelo a la puritana; cabellos blancos y largos hasta los hombros, a la Franklin , y sombrero redondo de copa baja. El carruaje que los conduce es de la misma construcción y tan esmeradamente barnizado como los que circulan en las calles de Washington. Los caballos con arneses relucientes pertenecen a la raza inglesa, que no ha perdido nada de su esbelta belleza ni de su árabe conformación al emigrar al Nuevo Mundo; porque el norteamericano, lejos de barbarizar como nosotros los elementos que nos entregó al instalarnos colonos la civilización europea, trabaja por perfeccionarlos más aún y hacerles dar un nuevo paso. El espectáculo de esta decencia uniforme, y de aquel bienestar general, si bien satisface el corazón de los que gozan en contemplar a una porción de la especie humana, dueña en proporciones comunes a todos, de los goces y ventajas de la asociación, cansa al fin la vista por su monótona uniformidad; desluciendo el cuadro, a veces, la aparición de un campesino con vestidos desordenados, levita descolorida y sucia, o frac hecho harapos, lo que trae a la memoria del viajero el recuerdo de los mendigos españoles o sudamericanos, de tan ingrata apariencia. No hermosean el paisaje, por ejemplo, aquellos trajes romanescos de la campiña de Nápoles; el sombrero con pluma empinada de las aguadoras de Venecia; la mantilla de las manolas sevillanas, ni las vestiduras recamadas de oro de las judías de Argel u Orán. La Francia misma, que manda a todos los pueblos el despótico decreto de sus modas, entretiene al viajero con las cofias de las mujeres de campaña, invariables y características en cada provincia, llegando en las inmediaciones de Burdeos a asumir la aterrante altura de dos tercios de vara sobre la cabeza, como aquellas peinetas formadas de la concha de un galápago entero, que llenas de orgullo llevaron en un tiempo tas damas de Buenos Aires; analogía que unida a los pellones y espuelas chilenos, me ha hecho sospechar que el espíritu de provincia, de aldea, es por todas partes fecundo en cosas abultadas.

Una paisanota de los Estados Unidos se conoce apenas por lo sonrosado de sus mejillas, su cara redonda y regordeta y el sonreír candoroso y hebéte de las gentes de las ciudades. Fuera de esto y un poco de peor gusto y menos desenfado para llevar la cachemira o la manteleta, las mujeres norteamericanas pertenecen todas a una misma clase, con tipos de fisonomía que por lo general honran a la especie humana.

En este viaje que con usted, mi buen amigo, ando haciendo por todas partes en los Estados Unidos, ya sea que nos paseemos en las galerías o sobre la cubierta de los vapores, ya sea que prefiramos el más sedentario vehículo de los ferrocarriles, al fin hemos de llegar, no diré a las puertas de una ciudad, frase europea y que está indicando las prisiones de que están circundadas, sino al desembarcadero, desde donde, con trescientos pasajeros más, iremos a acuartelarnos en uno de los magníficos hoteles cuyas carrozas con cuatro caballos y domésticos elegantes, si no querernos seguir a pie la procesión con nuestro saco de viaje bajo el brazo, nos aguardan a la puerta. Al acercarse el vapor en que descendía el Mississipi, volviendo a una de las semicirculares curvas que describe aquella inmensa cuanto quieta mole de agua, nos señalaron en el horizonte, dominando masas escalonadas de bosques matizados por el otoño, y a cuya base se extienden en unes de esmeralda las dilatadas plantaciones de azúcar, la cúpula de San Carlos, consoladora muestra, después de 700 leguas de agua y bosque, de la proximidad de Nueva Orleans y aunque el aspecto del paisaje circunvecino no favorece la comparación, la vista de aquella lejana cúpula me trajo a la memoria la de San Pedro en Roma, que se divisa desde todos los puntos del horizonte como si ella sola existiese allí; mostrándose tan colosal a veinte leguas, como no se la cree cuando considerada de cerca. Por fin iba a ver en los Estados Unidos una basílica de arquitectura clásica y las dimensiones dignas del culto. Alguno nos preguntó si teníamos hotel para nuestro alojamiento, indicándonos el de San Carlos como el más bien servido. “Desde la cúpula —añadió— podrán ustedes tener al salir el sol el panorama más vasto de la ciudad, el río, el lago y las vecinas campiñas”. El San Carlos, que alzaba su erguida cabeza sobre las colinas y bosques de los alrededores, el San Carlos que me había traído la reminiscencia de San Pedro en Roma, ¡era no más que una fonda!

He aquí el pueblo rey que se construye palacios para reposar la cabeza una noche bajo sus bóvedas; he aquí el culto tributado al hombre, en cuanto hombre, y los prodigios del arte empleados, prodigados para glorificar a las masas populares. ¡Nerón tuvo su Domus Aurea; los romanos, los plebeyos. tenían sus catacumbas tan sólo para abrigarse!

Nuestra admiración en nada disminuyó al acercarnos a la base del soberbio palacio que envidiaran muchos príncipes europeos y que en los Estados Unidos, a excepción del Capitolio de Washington, monumento alguno civil o religioso le es superior en dimensiones y buen gusto. (…)

A las siete y media de la mañana la vibración insoportable del gong chino, recorriendo todas las galerías de comunicación, avisa a los habitantes que es llegada la hora de ponerse de pie A las ocho, nuevo y más prolongado rumor anuncia estar el almuerzo servido. La turbamulta de los conventuales acude, se precipita de cada una de las avenidas, hacia la entrada del inmenso refectorio. Aquí principia a mostrarse la vida de este pueblo tan serio cuando se ríe como cuando come. Donde todos los hombres son iguales al último individuo de la sociedad, no hay protección para el débil, por la misma razón que no hay jerarquías que separen a los poderosos. ¡Ay de las mujeres en este acto solemne de la soberanía popular! si los reglamentos provisionales del hotel no viniesen en su ayuda.

“Art. 1° Nadie podrá sentarse a la mesa común hasta que las damas, con sus consortes, o deudos, hayan ocupado la cabecera y costados contiguos de la mesa.

“Art. 2° Se suplica al público que no fume ni masque tabaco en la mesa.

“Art. 3° A un golpe de campanilla los varones se sentarán en los asientos que quedaren”

Sobreentendidas estas disposiciones, el pueblo gastrónomo se alinea detrás de los asientos, con ambas manos puestas sobre el espaldar de la silla, y por derecha e izquierda vista al sirviente que ha de administrar el apetecido campanillazo. Toma éste el sonoro instrumento en mano, y la doble línea se conmueve; al menor movimiento indicativo de la campana, los cuerpos describen ondulaciones como las espigas de trigo al más ligero soplo de la brisa. Alzase la campanilla en actitud de sonar, y una descarga cenada de sillas removidas con estrépito acompaña si no precede al retintín chillón del cobre agitado, e instantáneamente un fuego graneado de platos, cuchillos y tenedores que se chocan entre sí se prolonga durante cinco minutos, pudiendo por el rumor tempestuoso que se difunde por el aire, saberse a media legua a la redonda que se come en un hotel. Imposible seguir con la vista las evoluciones que se suceden en aquella batahola, no obstante la actividad y destreza de cincuenta o de cien domésticos que tratan de dar cierto orden acompasado al destapar de las viandas o al verter té o café. El norteamericano tiene destinados dos minutos para almorzar, cinco para comer, diez para fumar o mascar tabaco, y todos los momentos desocupados para echar una ojeada sobre el diario que usted está leyendo, único diario que le interesa, puesto que otro está ya ocupado de él.

Almuerzo , lunch a las once, comida y el té son las cuatro colaciones de ordenanza de aquellas comunidades que se renuevan todos los días, sin que la regla estorbe el que se administre el almuerzo a las cinco de la mañana para los que han de partir en un vapor o convoy matinal, ni falte nunca una refacción servida para todos los que llegan, no importa la hora del día o de la noche. Y luego, ¡qué incongruencias! , ¡qué incestos!, ¡y qué promiscuaciones en los manjares! El yanqui pur sang se sirve en un mismo plato, conjunta o sucesivamente, todas las viandas, postres y frutas. Hemos visto a uno del Far-West , país de dudosa situación, como el Ophir de los fenicios, ¡principiar la comida por salsa de tomates frescos, tomada en cantidad enorme, sola y con la punta del cuchillo! ¡Patatas dulces con vinagre! Estábamos helados de horror, y mi compañero de viaje lleno de gastronómica indignación al ver estas abominaciones: “Y no llueve fuego del cielo —exclamaba—-: los pecados de Sodoma y Gomorra debieron ser menores que los que cometen a cada paso estos puritanos!

En los salones de lectura, cuatro o cinco moscones se le apoyarán pesadamente en los hombros para leer el mismo trozo de letra menudísima que está usted leyendo. Si baja usted una escala, o quiere introducirse por una puerta, por poca que sea la concurrencia, el que se le suceda lo empujará por apoyarse en algo. Si fuma usted tranquilamente su cigarro, un pasante se lo sacará de la boca para encender el suyo, y si usted no anda listo para recibirlo, se encargará él en persona de metérselo de nuevo en la boca. Si tiene usted un libro en las manos, con tal que lo cierre un poco para mirar hacia otra parte, su vecino se apoderará de él para leerse dos capítulos de seguida. Si los botones de su paletó tienen relieve de cabezas de venado, caballos o jabalíes, cuantos lo noten vendrán a recorrerlos uno a uno, haciendo girar la persona de usted de derecha a izquierda, de izquierda a derecha, para mejor inspeccionar el museo ambulante. Últimamente, si usted lleva barba completa en los países del Norte, lo cual indica que es usted francés o polaco, a cada paso se encuentra encerrado en medio de un círculo de hombres que lo contemplan con curiosidad infantil, llamando a sus amigos o conocidos para que satisfagan de cuerpo presente su novedosa curiosidad.

Todas estas libertades, bien entendido, puede usted tomárselas con los otros a su vez, sin que nadie reclame de ello ni dé el menor síntoma de serle desagradable. Pero donde el genio y los instintos nacionales brillan en su verdadera luz, es en las actitudes yanquis en sociedad. Esto merece algunas explicaciones. En un pueblo que como éste avanza cien leguas de frontera por año, se improvisa un Estado en seis meses, se transporta de un extremo a otro de la Unión en algunas horas, y emigra al Oregón, deben gozar de tan alta estima los pies, como la cabeza entre los que piensan, o el pecho entre los que cantan. En Norteamérica verá usted muestras a cada paso del culto religioso que la nación tributa a sus nobles y dignos instrumentos de riqueza: los pies. Conversando con usted, el yanqui de educación esmerada levantará él un pie a la altura de la rodilla, sacarále el zapato para acariciarlo y oír las quejas que contra el excesivo servicio puedan poner los dedos. Cuatro individuos sentados en torno de una mesa de mármol pondrán infaliblemente sus ocho pies sobre ella, a no ser que puedan procurarse un asiento forrado en terciopelo, que en cuanto a blandura prefieren los yanquis al mármol. En el Fremont Hotel, de Boston, he visto siete dandies yanquis en discusión amigable, sentados como sigue: dos con los pies sobre la mesa; uno de los dichos sobre el cojín de una silla adyacente; otro con una pierna pasada sobre el brazo de la silla propia; otro con ambos talones apoyados en el borde del cojín de su propia silla, de manera de apoyar la barba entre las dos rodillas; otro abrazando o empiernando el espaldar de la silla, de la misma manera que nosotros solemos apoyar el brazo. Esta postura imposible para los otros pueblos del mundo la he ensayado sin suceso, y se la recomiendo a usted para administrarse unos calambres en castigo de alguna indiscreción; otro, en fin, si no están ya los siete en alguna otra posición absurda. No recuerdo si he visto norteamericanos sentados en la espalda de la silla con los pies en el cojín: de lo que estoy seguro es que nunca vi uno que se preciase de cortés en la postura natural. El estar acostados es el fuerte de la elegancia, y los entendidos reservan este rasgo de buen gusto para cuando hay damas, o cuando un locófoco oye un speech whig . El secretario de la legación chilena, al llegar a Washington, tuvo necesidad de hablar a un diputado. Acude al Capitolio, se informa de su asiento durante la sesión; llega al fin hasta el punto donde Mister N. roncaba profundamente acostado en su asiento con las piernas extendidas sobre el asiento de su vecino. Hubo de despertarlo, y una vez entendido sobre el asunto que lo traía, se acomodé del otro lado, esperando sin duda que concluyese el interminable discurso de algún orador de opinión contraria. Los americanos, en política y religión, profesan el admirable y conciliante principio de que no debe discutirse sino con los que son de la propia secta u opinión. Este sistema se funda en el pleno conocimiento de la naturaleza humana. El orador yanqui se esfuerza en confirmar a los suyos en sus creencias, más bien que en persuadir a los contrarios, que duermen en el entretanto, o piensan en sus negocios. La conclusión de todo esto es que los yanquis son los animalitos más inciviles que llevan fraque o paletó debajo del sol. Así lo han declarado jueces tan competentes como el capitán Marryat, Miss Trolopp y otros viajeros; bien es verdad que si en Francia y en Inglaterra los carboneros, leñadores y figoneros se sentasen a la misma mesa, con los artistas, diputados, banqueros y propietarios, como sucede en los Estados Unidos, otra opinión formarían los europeos de su propia cultura. En los países cultos, los buenos modales tienen su límite natural. El lord inglés es incivil por orgullo y por desprecio a sus inferiores, mientras que la gran mayoría lo es por brutalidad e ignorancia. 
En los Estados Unidos la civilización se ejerce sobre una masa tan grande, que la depuración se hace lentamente, reaccionando la influencia de la masa grosera sobre el individuo, y forzándole a adoptar los hábitos de la mayoría, y creando al fin una especie de gusto nacional que se convierte en orgullo y en preocupación. Los europeos se burlan de estos hábitos de rudeza, más aparente que real, y los yanquis, por espíritu de contradicción, se obstinan en ellos, y pretenden ponerlos bajo la égida de la libertad y del espíritu americano. Sin favorecer estos hábitos, ni empeñarme en disculparlos, después de haber recorrido las primeras naciones del mundo cristiano, estoy convencido de que los norteamericanos son el único pueblo culto que existe en la tierra, el último resultado obtenido de la civilización moderna. (…)

Pero la moral se refiere a las acciones de los individuos solamente. ¿Cómo se llama aquella otra parte de la vida del hombre, en cuanto miembro de un rebaño, de una colmena, o de una bandada, puesto que pertenece a la especie de los animales gregarios? Preguntádselo al zar de Rusia, a un lord del Parlamento, a Rousseau, a Rosas, a Franklin, y cada uno os dará un bellísimo sistema de política, esto es, de preceptos, de obligaciones, derechos y deberes que sirvan de regla a los individuos en relación con la masa, con la sociedad. Los unos pretenderán que el uno que gobierna hará para el bien común todo lo que le dé la gana; otros sostendrán que los lores son los que tienen el derecho de hacer su soberana voluntad, y no faltará quien sostenga que cada individuo tiene su parte de ingerencia en los negocios de todos, bien que esto dependerá de la cantidad de bienes que haya acumulado, o bien del estado de su razón. La política humana, pues, no ha hecho tantos progresos como la moral, y puede ser todavía puesta aquella ciencia primordial en el número de las especulativas no obstante referirse al hecho más duradero, más actual, que es la sociedad en que vivimos. A la especie humana en general le falta un sentido, si es posible decirlo. A la conciencia que regla las acciones morales entre los hombres, falta añadir otra cosa que indique con la misma seguridad los deberes y derechos que constituyen la asociación, la moral en grande, obrando sobre millones de hombres, entre familias, ciudades, Estados y naciones, completada más tarde por las leyes de la humanidad entera. La ciudad de Atenas parece que había adquirido este sentimiento; más tarde lo tuvieron los patricios romanos; pero aquello lo destruyeron éstos, hiriéndolo por la abertura que deja hasta hoy la moral, a saber, por la clasificación del enemigo ; y a los últimos los destruyeron y dispersaron la plebe , que adquiría a la sombra del patriciado el mismo sentimiento, y por los extranjeros , que de enemigos conquistados pasaron a sentir la gana de formar parte del Senado romano.

Perdóneme usted esta tirada pedante, sin la cual no puedo explicar mi idea. La población en masa de los Estados Unidos ha adquirido este sentimiento, esta conciencia política, pues no sé qué nombre darle. El cómo lo ha adquirido lo barruntará usted en la historia de los Estados Unidos por Bancroft. Es un hecho que se ha venido preparando de cuatro siglos; es la práctica de doctrinas y partidos vencidos y rechazados en Europa, y que con los peregrinos, los puritanos y los cuáqueros, el habeas corpus , el Parlamento, el jury , la tierra despoblada, la distancia, el aislamiento, la naturaleza salvaje, la independencia, etcétera, se he ha venido desenvolviendo, perfeccionando, arraigando. En Inglaterra hay libertades políticas y religiosas para los lores y los comerciantes; en Francia para los que escriben o gobiernan; el pueblo, la masa bruta, pobre, desheredada, no siente nada todavía sobre su posición como miembros de una sociedad; serán gobernados monárquicamente, aristocráticamente, teocráticamente, según lo quieran, o no puedan resistirlo, los propietarios, los abogados, los militares, los literatos.

En Norteamérica, el yanqui será fatalmente republicano, por la perfección que adquiere su sentimiento político, que es ya tan claro y fijo como la conciencia moral; porque es de dogma que la moral es adquirida, sin lo cual la revelación era inútil, y no se ha hecho revelación alguna a los hombres para guiarse en sus relaciones con la masa. Si una parte de la Unión defiende y mantiene la esclavatura, es porque en esa parte la conciencia moral en cuanto al extranjero de raza, aprisionado, cazado, débil, ignorante, está en la categoría del enemigo , y por tanto la moral no le favorece; pero en todos los demás Estados, en todas las clases, o más bien, en la clase única que forma la sociedad, el sentimiento político que debe ser inherente al hombre como la razón y la conciencia, está completamente desenvuelto. De aquí nace que dondequiera que se reúnen diez yanquis, pobres, andrajosos, estúpidos, antes de poner el hacha al pie de los árboles para construirse una morada, se reúnen para arreglar las bases de la asociación; un día llegará en que no se escriba este pacto, porque estará sobreentendido siempre: y este pacto es una serie de dogmas, un decálogo. Cada uno creerá lo que cree; cada uno nombrará quien haya de gobernar; cada uno dirá de palabra y por escrito su pensamiento; será juzgado por un jurado, y se le admitirá fianza de cárcel segura por todo delito que no merezca pena capital.

Pero esta parte es sólo la que puede formularse, que hay otra que está en las ideas y en las adquisiciones hechas; y es la más digna de estudiarse. Por ejemplo: un hombre no llega a la plenitud de su desenvolvimiento moral e inteligente sino por la educación: luego la sociedad debe completar al padre en la crianza de su hijo. Las escuelas gratuitas son coetáneas y a veces anteriores a la fundación de una villa. La sociedad necesita tener una voz suya, como cada individuo tiene la que le sirve para expresar sus sentimientos, opiniones y deseos; luego habrá meetings y Cámara de representantes que enacte todos los quereres, y prensa diaria que se ocupe de los intereses, pasiones e ideas de grandes masas. Como la sociedad, aunque naciendo en el seno de los bosques, es hija y heredera de todas las adquisiciones de la civilización del mundo, aspirará a tener, desde luego, lo más pronto, posta diaria, caminos, puertos, ferrocarriles, telégrafos, etcétera, y de pieza en pieza llega usted hasta el arado, el vestido, los utensilios de cocina perfeccionados, de patente, el último resultado de la ciencia humana para todos, para cada uno.

Estos detalles, que pueden parecer triviales, constituyen, sin embargo, un hecho único en la historia del mundo. Vengo de recorrer la Europa , de admirar sus monumentos, de prosternarme ante su ciencia, asombrado todavía de los prodigios de sus artes; pero he visto sus millones de campesinos, proletarios y artesanos viles, degradados, indignos de ser contados entre los hombres; la costra de mugre que cubre sus cuerpos, los harapos y andrajos de que visten, no revelan bastante las tinieblas de su espíritu; y en materia de política, de organización social, aquellas tinieblas alcanzan a oscurecer la mente de los sabios, de los banqueros y de los nobles. lmagínese usted veinte millones de hombres que saben lo bastante, leen diariamente lo necesario para tener en ejercicio su razón, sus pasiones públicas o políticas; que tienen qué comer y vestir, que en la pobreza mantienen esperanzas fundadas, realizables de un porvenir feliz, que se alojan en sus viajes en un hotel cómodo y espacioso, que viajan sentados en cojines muelles, que llevan Cartera y mapa geográfico en su bolsillo, que vuelan por los aires en alas del vapor, que están diariamente al corriente de todo lo que pasa en el mundo, que discuten sin cesar sobre intereses públicos que los agitan vivamente, que se sienten legisladores y artífices de la prosperidad nacional; imagínese usted este cúmulo de actividad, de goces, de fuerzas, de progresos, obrando a un tiempo sobre los veinte millones con rarísimas excepciones, y sentirá usted lo que he sentido yo, al ver esta sociedad sobre cuyos edificios y plazas parece que brilla con más vivacidad el sol, y cuyos miembros muestran en sus proyectos, empresas y trabajos una virilidad que deja muy atrás a la especie humana en general. Los norteamericanos sólo pueden ser comparados hoy a los romanos antiguos, sin otra diferencia que los primeros conquistan sobre la naturaleza ruda por el trabajo propio, mientras los otros se apoderaban por la guerra del fruto creado por el trabo ajeno. La misma superioridad viril, la misma pertinacia, la misma estrategia, la misma preocupación de un porvenir de poder y de grandeza.

(…) Dios ha querido al fin que se hallen reunidos en un solo hecho, en una sola nación, la tierra virgen que permite a la sociedad dilatarse hasta el infinito, sin temor de la miseria, el hierro que completa las fuerzas humanas, el carbón de piedra que agita las máquinas, los bosques que proveen de materiales a la arquitectura naval; la educación popular, que desenvuelve por la instrucción general la fuerza de producción en todos los individuos de una nación; la libertad religiosa que atrae a los pueblos en masa a incorporarse en la población; la libertad política que mira con honor el despotismo y las familias privilegiadas; la República , en fin, fuerte, ascendente como un astro nuevo en el cielo; y todos estos hechos se eslabonan entre sí, la libertad y la tierra abundante; el hierro y el genio industrial; la democracia y la superioridad de los buques. Empeñaos en desunirlos por las teorías y la especulación; decid que la libertad, la educación popular, no entran por nada en esta prosperidad inaudita, que conduce fatalmente a una supremacía indisputable; el hecho será siempre el mismo, que en las monarquías europeas se han reunido la decrepitud, las revoluciones, la pobreza, la ignorancia, la barbarie y la degradación del mayor número. Escupid al cielo, y ponderadnos las ventajas de la monarquía. La tierra se os vuelve estéril bajo las plantas, y la República os lleva sus cereales para alimentaros; la ignorancia de la muchedumbre sirve de base a vuestros tronos, y la corona que orna vuestras sienes brilla cual flor sobre ruinas; medio millón de soldados guardan el equilibrio de los celos y de la envidia de unos soberanos con otros, mientras la República , colocada por la Providencia en terreno propicio, como colmena de abejas, ahorra esas sumas inmensas para convertirlas en medios de prosperidad que da su rédito en acrecentamiento de poder y de fuerza. Vuestra ciencia y vuestras vigilias sirven sólo para aumentar el esplendor de aquélla. Sic vos non vobis inventáis telégrafos eléctricos para que la Unión active sus comunicaciones; sic vos non vobiscreasteis los rieles para que rodasen las producciones y el comercio norteamericanos. Franklin tuvo la audacia de presentarse en la corte más fastuosa del mundo con sus zapatos herrados de labriego y sus vestidos de palio burdo; vosotros tendréis un día que esconder vuestros cetros, coronas y zarandajas doradas para presentaros ante la República , por temor de que no os ponga a la puerta, como a cómicos o truhanes de carnestolendas.

¡Oh!, me exalta, mi querido amigo, la idea de presentir el momento en que los sufrimientos de tantos siglos, de tantos millones de hombres, la violación de tantos principios santos, por la fuerza material de los hechos elevados a teoría, a ciencia, encontrarán también el hecho que los aplaste, los domine y desmoralice. El día del grande escándalo de la República fuerte, rica de centenares de millones, no está lejos. El progreso de la población norteamericana lo está indicando; ella aumenta como ciento, y las otras naciones sólo como uno, las cifras van a equilibrarse y a cambiar en seguida la proporciones; y estas cifras numéricas, ¿no expresarán lo que encierra en sí de fuerzas productoras y de energía física y moral el pueblo avezado a las prácticas de la libertad, del trabajo y de la asociación?

Publicado en Viajes , Buenos Aires, Kapelusz, 1971. Las marcas de elisión están en el original.

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