Date cuenta mi Amor, hasta qué punto has sido poco precavido. ¡Ah, pobre desgraciado! Fuiste traicionado y con ello me traicionaste a mí, otorgándome falsas esperanzas.


La pasión en la que te basaste para tus gozosos proyectos es ahora el origen de tu mortal desesperación, que no puede ser comparada más que con la crueldad de la ausencia que la produce. ¿Cómo puedo luchar contra esta ausencia? ¿Cómo puedo luchar contra este dolor que me asola el alma y al que no puedo otorgar un nombre que no sea funesto, porque su razón de ser me privará para siempre de contemplar esos ojos en los que veía tanto amor y en los que adivinaba unos ademanes que me embargaban de alegría, me aportaban todo aquello que necesitaba y que sólo con verlos mi vida era completa? ¡Gran desdicha la mía! Mis ojos se han visto privados de la única luz que los animaba y en ellos no quedan más que lágrimas, sin que pueda emplearlos para otro menester que no sea el de llorar constantemente desde que tuve conocimiento de que vuestra merced estaba decidido a emprender un alejamiento que me es insoportable y que me conducirá a la muerte en poco tiempo. Sin embargo, mi dolor esconde una dicha, ya que sois vos la única causa de él: Os he ofrecido mi vida desde el preciso instante en que os vi y albergo en mí un cierto gozo sacrificándoosla. Mil veces al día os envío mis suspiros, que vuelan en vuestra búsqueda por todos los rincones del mundo, y que como única recompensa a tanta inquietud, sólo me devuelven una recomendación cruelmente sincera que, para desgracia mía, me empuja hacia la atroz tesitura de no sufrir sino de deleitarme en ella y que, además, en todo momento me repite: déjalo, infortunada Mariana, deja de consumirte vanamente y de esperar a un Amante que no volverás a ver jamás porque para huir de ti ha ido allende los Mares y ahora se encuentra en Francia, rodeado de todos los placeres sin pensar, por un sólo instante, en tus sufrimientos; y si esto no te bastara, recapacita además: ¿qué es lo que te dispensa de todos estos arrebatos de los cuales él nunca te estará agradecido? ¡Y sin embargo, no! No puedo consolarme en modo alguno juzgándoos de forma tan injuriosa, ya que me siento inclinada a justificaros. En modo alguno deseo imaginar que vos me habéis olvidado. ¿Acaso no me encuentro lo suficientemente desgraciada para añadir en mí el tormento que producen las falsas sospechas? ¿Por qué habría yo de hacer el esfuerzo para olvidar todos los testimonios que vos me ofrecisteis como pruebas de vuestro amor? Me sentí tan dichosa siendo objeto de todas vuestras atenciones que actuaría como un alma ingrata si no os amara con el mismo arrebato, fruto todo ello de mi Pasión, de igual modo que cuando gozaba de los testimonios que me ofrecíais. ¿En razón de qué sino aquellos recuerdos de momentos tan agradables se han convertido ahora en cruel memoria? ¿Acaso su naturaleza no persigue otra cosa que la tiranía de mi corazón? Por desgracia, vuestra última carta me sumió en un extraño estado: Al leerla, hubo momentos tan sensibles, que mi espíritu hacía esfuerzos para alejarse de mí e ir en pos vuestro. Me embargaron de tal modo todo tipo de sensaciones, que durante más de tres horas mis sentidos me abandonaron: Luchaba desesperadamente por abandonar una vida que por vos debo perder, ya que sin vuestra presencia no puedo conservarla y, sin embargo, muy a pesar mío, volví a vivir. La luz inundó de nuevo mi persona, porque en lo más profundo de mi ser me deleitaba el hecho de sentir que moría de amor, aun cuando me encontraba a gusto por no estar expuesta a ver cómo mi corazón se rompía en mil pedazos por el dolor que le producía el verse privado de vuestra presencia.


Después de estos accidentes padecí muchas y diferentes indisposiciones, pero ¿puede acaso mi salud sentirse ajena al hecho de que no os vuelva a ver? Sin embargo, todo esto lo soporto sin resentimientos ya que procede de vos. ¿Tal vez sea esta la recompensa que vos me otorgáis por haberos amado tan dulcemente? Pero ya poco importa puesto que estoy decidida a adoraros durante toda mi vida y a no amar nunca más a nadie que no fuerais vos. Pero al mismo tiempo, también os aseguro que vuestra merced haría bien en no amar a ninguna otra, ya que lo más probable sería que no pudierais contentaros con otra Pasión menos ardiente que la que os profeso. A buen seguro que encontraréis en otras más belleza (aunque antaño me repetisteis muchas veces que yo era muy bella), pero lo que nunca se os ofrecerá será tanto amor como el mío y, sin él, el resto es nada. Os ruego que no llenéis vuestras cartas con frases inútiles y que no me escribáis contándome vuestros recuerdos. Yo no puedo olvidaros como tampoco puedo olvidar que me dijisteis que os esperara y que volveríais para pasar junto a mí una temporada. Pero me desespero cuando me pregunto a mí misma por qué no deseáis pasar en mi compañía el resto de vuestra vida. En el caso de que me fuera posible abandonar este desdichado Claustro, no aguardaría en Portugal a que cumplierais vuestras promesas dadas, sino que iría sin demora en vuestra búsqueda, singuiéndoos por todo el mundo para amaros donde quiera que os encontrarais. Sin embargo, ni tan siquiera oso desear que esto pueda pasar, ya que no deseo albergar vanas esperanzas, que sólo me otorgarían placeres momentáneos, ya que mi única idea es la de hacerme sensible al dolor. No obstante, reconozco que la oportunidad que mi hermano me ha otorgado para poder escribiros ha hecho que mi pecho rebosara de alegría y ha relegado al olvido durante algún tiempo la desesperación en la que me hallo. Os conjuro para que me confeséis por qué me sometisteis a vuestro encantamiento cuando sabíais que debíais abandonarme. ¿Por qué también os empeñasteis en hacerme luego tan desdichada? ¿Por qué vuestros recuerdos me atormentan cuando me encuentro recluida en mi Claustro? ¿Acaso os haya hecho yo objeto de injurias? Si fuera así, os ruego que me perdonéis. No os imputo nada y además no creo poseer un estado de ánimo que me impulse a pensar en la venganza, dado que sólo acuso el rigor de mi Destino. Albergo la cruel sensación de que al separarnos, el Sino nos ha hecho objeto de todo el daño que podíamos temer, ya que no ha podido separar nuestros corazones porque el amor, más poderoso que él, les ha unido para toda la vida. Si en algo apreciáis mi existencia, os suplico que me escribáis a menudo. Creo merecer que tengáis a bien tenerme al corriente de vuestro corazón y de vuestra fortuna y, sobre todo, no olvidéis venirme a ver. 
Adiós, aunque no puedo abandonar este papel que pronto tendréis en vuestras manos y del que tremendos celos me asolan por no correr su misma fortuna. ¡Cuán insensata soy dado que esto es imposible! Adiós, sólo eso puedo deciros. Adiós, amadme siempre y hacedme sufrir aun mayores males.

Publicado en Mariana Alcoforado,Cartas de amor de la monja portuguesa, Buenos Aires, Ediciones Obelisco, 2001.


0 comentarios

Deja una respuesta

Marcador de posición del avatar

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *