Buenos Aires, Sudamericana, 1996


Como muchas de las narraciones literarias que fueron llevadas al cine, la adaptaci ón italiana de la novela chilena generó su gran difusión y condicionó su lectura. Tanto es así, que cambió su nombre original: De Ardiente paciencia, a secas, se pasó a El cartero de Neruda (Ardiente paciencia).
El arribo al mundo del espectáculo de obras literarias le otorga a éstas un efecto boomerang: el texto original de donde se parte vuelve transformado–el caso más emblemático puede ser El amante, de Duras, que llevó, después del film de Annaud, a una reescritura íntegra de la novela. Y aun sin una línea modificada, se hace inevitable la comparación entre una historia, la meramente literaria, y la otra, la cinematográfica. Una de éstas podría ser otorgarle los rasgos del que apareció en la pantalla al rostro de los personajes que se describen con sólo palabras en el libro. También, ir marcando una a una las diferencias en el relato: en principio, la novela se sitúa geográficamente en la Isla negra, cerca de Valparaíso, donde el verdadero Neruda tenía su casa, y no en una pequeña isla italiana, donde la película plantea su lugar de exilio; los tiempos en que transcurre la novela son los últimos años de Neruda, a fines de los 60 y principios de los 70 y no en los años 50. Todo esto cunde obviamente en la configuración de los personajes -Mario Ruopolo aquí es Mario Jiménez, Beatrice Russo es Beatriz González. Pero por sobre todas las cosas, son las instancias del desenlace las que distan bastante entre novela y película. A pesar de esto, una y otra guardan una gran similitud en los diálogos y en el espíritu.
Hechas las aclaraciones del caso, la novela, que es lo que toca a este comentario, cuenta la historia de un pobre diablo que no quiere ser pescador -fatalidad de su geografía- y sí poeta. En realidad, quiere ser cualquier cosa que le permita conquistar a las mujeres bellas, en principio, y a su Beatriz, cuando se entera de la existencia. Como escapatoria a los resfríos del Pacífico, consigue un puesto en el correo para llevarle cartas a su único y prestigioso cliente: Pablo Neruda. Entabla relación con el famoso, se interesa a través de él por la poesía, se enamora con terquedad de Beatriz. Todo esto se disfruta en la lectura con cierta melancolía, como un vaso de agua que se bebe de a poco en el desierto, porque el diablo sigue siendo tan pobre como el más gris de los pescadores, aunque de vez en cuando muestra los dientes en la risa de un santo que anda husmeando el paraíso.

– Hijo, me has traído un telegrama urgente y si seguimos conversando sobre Beatriz González, la noticia se me va podrir entre las manos.
– Está bien, ábralo.
– Tú como cartero, debieras saber que la correspondencia es privada.
– Yo jamás le he abierto una carta.
– No digo eso. Lo que quiero decir es que uno tiene derecho a leer sus cartas tranquilo, sin espías ni testigos.
– Comprendo, don Pablo.
– Me alegro.
Mario sintió que la congoja que lo invadía, era más violenta que su sudor. Con voz taimada, susurró:
– Hasta luego, poeta.
– Hasta luego, Mario.
El vate le alcanzó un billete de la categoría “muy bien” con la esperanza de cerrar con las artes de la generosidad el episodio. Pero Mario lo contempló agónico, y, devolviéndolo, dijo:
– Si no fuera mucha la molestia, me gustaría que en vez de darme dinero me escribiera un poema para ella.

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