Barcelona, Molino, 1997.
Título original: The moving finger
Traducción: C. Peraire del Molino
Por M.N.
El caso de los anónimos es una novela policial que
no tiene como protagonista a H. Poirot, investigador fetiche de la
encumbradísima autora. Lo narra un hombre común que debió retirarse a
un pueblo muy pequeño para descansar y buscar tranquilidad después de
haberse accidentado en un avión. Por azar decidió ir a Lymstock, donde
ocurre todo lo que ocurre.
“He recordado con frecuencia la mañana en que llegó el primero de los
anónimos”, dice al comenzar la novela Burton, el narrador-personaje.
Así, una serie cartas sin firmas comienzan a llegar a los pobladores de
Lymstock, en donde se dicen cosas que no debieran decirse. Calumnias,
vociferan muchos, sólo calumnias de una lunática. Y se refieren así
porque sólo una mujer chismosa puede escribir sobre hijos que no son
del padre que se dijo que era, sobre hermanos fraguados, sobre amoríos
impropios, etc.
Un anónimo es un escándalo en las prácticas epistolares, es
la irrebatible no-correspondencia, el equilibro hecho trizas. ¿A quién
se le responde un anónimo? La única opción es gritar a los cuatro
vientos lo que se quiere que se sepa, nada más. El anónimo es así no
por olvido de una sencilla firma, sino que tiene tras de sí un ánimo
intimidatorio: quiere mostrarse como la punta del iceberg, un botón del
traje que se oculta.
En la novela de A. Christie hay algo más: está la idea de las
mil mentiras, que, por puro azar, pudiera dar con la verdad. Es, de
alguna manera, el famoso cuento del tío. Según dice en una de las
tantas conversaciones en las calles vueltas revoltosas del pueblo:
“Hasta un ciego puede alcanzar el corazón con un puñal por pura
casualidad…”
Las habladurías del pueblo chico pueden significar el abono para una batería de mensajes impúdicos
y anónimos que van llegando a las moradas temerosas de sus pobladores;
o al revés, ser el anónimo la simiente de los dimes y diretes de un
pueblo. De hecho, así lo dicen en conversaciones reflexivas: no hay
humo sin fuego, no hay fuego sin humo. La cuestión de este policial es
develar cuál es el fuego y cuál el humo.
-No tiene usted por qué avergonzarse de
su pregunta. Esa carta se leerá en la encuesta judicial. No hay manera
de evitarlo, por desgracia. Es la clase de anónimos de siempre…
concebido en los mismos términos groseros. Lanzaban la acusación de que
el segundo niño, Colin, no es hijo de Symmington.
-¿Y usted cree que eso es verdad? –dije, incrédulo.
Griffith se encogió de hombros.
-No poseo elementos de juicio. Sólo llevo
aquí cinco años. Que yo haya visto, los Symmington eran una pareja
plácida y feliz, consagrados el uno para el otro y a los hijos. Es
cierto que el niño no se parece gran cosa a los padres… tiene el
cabello de un rojo intenso, por ejemplo… pero a veces una criatura se
parece más a un abuelo o a una abuela. Quizá fuese el escaso parecido
lo que haya provocado la acusación. Un golpe canallesco, dado al azar.
-Pero dio de lleno en el blanco –observó
Joanna-. Después de todo, ella no se hubiese suicidado de no haber sido
cierta la acusación, ¿no le parece a usted, doctor?