Barcelona, Bruguera, 1980


El coronel de la primera novela de Gabriel García Márquez hace cada acción como si fuese una más de la larga serie de los sinsentidos que le provoca esperar que el milagro llegue a la oficina de correo. Un milagro con forma de carta que le devuelva alguna gloria, alguna honra, algunas monedas para poder comprar algunos trozos de pan. Necesita comer él y su mujer, es una fatalidad, porque la espera se sucede en el tiempo.
La impresión que se tiene del coronel es el de una fotografía que no sucede nunca, que depende del hada que toque con su vara mágica para que reaccione. Y la rabia del coronel no es sólo que la carta no llegue, sino que no pueda inmovilizarse, ahorrar energías, desentenderse de la necesidad básica. Y alrededor de él sucede la película, el vértigo del los saciados que no tienen tiempo que perder mientras él sí, todo el tiempo. Don Sabas, el compadre de la mujer del coronel anda, transita, se mueve, hace cosas; y, más allá de la cuenta bancaria, ahí está el símbolo de la antítesis de a quien nadie le escribe.
García Márquez publicó esta novela corta en 1962, antes de ser el boom, aunque ya estaba encendida la chispa.

El médico rompió el sello de los periódicos. Se informó de las noticias destacadas mientras el coronel –fija la vista en la casilla- esperaba que el administrador se detuviera frente a ella. Pero no lo hizo. El médico interrumpió la lectura de los periódicos. Miró al coronel. Después miró al administrador sentado frente a los instrumentos del telégrafo y después otra vez al coronel.
-Nos vamos –dijo.
El administrador no levantó la cabeza.
-Nada para el coronel –dijo.
El coronel se sintió avergonzado.
-No esperaba nada –mintió.

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