El De Profundis de Oscar Wilde


André Gide 

Que la religión y la moral hagan tales recomendaciones, nada mejor; pero nos extraña verlas figurar en un código… Diría otro tanto de las medidas severas tomadas para asegurar la regla de las costumbres. Los abusos más graves tienen 
menos inconvenientes que un sistema de inquisici ó n que rebaja el carácter.

Renan

Con algunos meses de diferencia, acaban de aparecer en nuestro idioma dos libros de Wilde: las Intentions y el De Profundis ; el primero data de la é poca m á s brillante de sus é xitos; el segundo fechado en la c á rcel, le hace frente, parece la ant í tesis o la palinodia. Hubiera querido, en este art í culo, no separar esos dos libros, descubrir el uno en el otro, el recuerdo del primero en el segundo y, sobre todo, las promesas del segundo en el primero. Pero como Michel Arnauld ha hablado aqu í mismo demasiado excelentemente de Intentions para que tenga que volver sobre é l, env í o al lector al elogio que hizo de este libro tan notable, y me ocupo del De Profundis
Apenas puede considerarse al De Profundis como un libro; es, entrecortado por asaz vanas y especiosas teorías, el sollozo de un herido que se debate. 
No he podido o í rlo sin l á grimas; quisiera sin embargo hablar sin un temblor en mi voz.

» La vida nos engaña con sombras – escribe Wilde seis años antes de su proceso-; le pedimos placer y ella nos lo da y, con él, amargura y desilusión » . Y m á s adelante: «¿ La vida? ¡ La vida! No vayamos a ella para triunfar o ensayar . Ella est á limitada por las circunstancias, de una elocuencia incoherente y sin adecuaci ó n de la forma al esp í ritu. Vende todo demasiado caro, y compramos los m á s mezquinos de sus secretos a un precio monstruoso e infinito.» 
¿Cu á l es al menos ese secreto tan mezquino que Wilde, advertido sin embargo como era, debi ó comprar a un precio tan monstruoso? De p á gina en p á gina, en su De Profundis , lo repite: » Ese algo, oculto en lo m á s profundo de m í , como un tesoro en un campo, es la humildad. Tal vez no estuviese all í lo que el Ensayista buscaba; pero, ¿ qué hacer? Ahora es necesario conformarse, puesto que no tiene sino eso. » No me queda actualmente sino una cosa: la humildad absoluta » . Y si al comienzo llama a su estado una horrible desgracia , poco después, tranquilizándose, o fingiendo tranquilizarse, escribe: » Es la ú ltima cosa que me queda, y la mejor; es el ú ltimo descubrimiento al que he llegado, el punto de partida de un nuevo desarrollo.» Cuando en un artista, por razones exteriores o í ntimas, se corta el estremecimiento creador, el artista se detiene, renuncia, hace de su fatiga sabiduría y llama a esto » haber encontrado la Verdad » . Para Tolstoy, como para Wilde, esta » verdad » es casi la misma – ¿ y cómo podría ser de otro modo?- «El punto de partida de un nuevo desarrollo». Mi partido está tomado: mezclaré lo menos posible mi voz a la de Wilde; es decir, me contentaré a menudo con citarlo: las frases que extraeré del libro lo iluminarán mejor que cuanto yo pudiera decir. «Espero ser capaz de recrear mi facultad creadora,» escribe Wilde desesperadamente. Mientras espera, tapiza el único refugio que le queda con todos los sofismas que puede: «Me es necesario convertir en bueno para mí todo lo que me ha pasado. El lecho de tablas, la comida nauseabunda, los duros cordajes que se deshacen en esparto, las viles tareas con las que comienzan y terminan las jornadas, las duras órdenes que la rutina parece necesitar, la horrible vestimenta que da aspecto grotesco al dolor, el silencio, la soledad, la verguenza -me es necesario transformarlos en experiencia espiritual. No hay una sola degradación del cuerpo que no deba contribuir a espiritualizar el alma». Y todavía: «todo se hace a sabiendas es bueno»; finalmente: «Después de no haber hecho, durante el primer año de mi encarcelamiento, otra cosa, según mi recuerdo, que retorcerme las manos en impotente desesperación, y gritar: ¡Qué fin! ¡Qué horrible fin!, ahora intento decirme, y algunas veces, cuando no me torturo a mí mismo, me digo realmente y sinceramente: ¡Qué comienzo! ¡Qué maravilloso comienzo! Es posible que sea realmente así. Puede llegar a ser así.» Luego, sin darse demasiado cuenta, o sin confesárselo, que marcha cruelmente en contra de «esa humildad absoluta» que predicaba: «Del hecho mismo de que la gente me reconocerá allá donde vaya, que conocerá mi vida por lo menos en sus locuras, discierno un bien para mí: eso me impondrá la necesidad de afirmarme nuevamente como artista, y tan pronto como pueda. Si tan sólo puedo producir una bella obra de arte, me será posible quitar a la malicia su veneno, a la cobardía su risa burlona, y arrancarle la lengua al desprecio». 
«Tengo la impresión -dice luego- que uno de los primeros puntos a que debo llegar, para mi propia perfección, y porque soy tan imperfecto, es a no avergonzarme de haber sido castigado. En seguida me será necesario aprender a ser feliz. Antes, sabía serlo por instinto, o creía saberlo. . . Hoy, es de un punto de partida completamente nuevo que me acerco a la vida. Y hasta concebir la felicidad me es a menudo extremadamente difícil. Luego en otra parte: «Así pues, si no tengo verguenza de mi castigo, como espero no tenerla, seré capaz de pensar, de andar y de vivir en libertad.» 
Para quienes conocieron a Wilde, antes y después de la cárcel, esas palabras resultan penosas; pues su silencio artístico no fue el silencio piadoso de Racine, y esa «humildad» no era sino un nombre pomposo para su impotencia. «Muchos hombres, después de su liberación, llevan su cárcel con ellos en el aire que los rodea; finalmente, como pobres seres envenenados, se deslizan en alguna madriguera y mueren». Como un ser envenenado -sí, así es como vuelvo a ver al enorme Wilde; no hay ya el resplandeciente triunfador que la sociedad, a punto de sacrificar, halagaba; enrojecido, deformado, fatigado, errante como Peter Schlemihl en busca de su sombra, espeso y lamentable, y diciéndome con un intento de risa que sonaba como un sollozo: «Me han tomado el alma: no sé qué han hecho con ella.» 
Desde el fondo de su «humildad», los pujos de su antigua soberbia son aún más lúgubres. «No tengo -anuncia- la intención de quedarme perpetuamente en la picota grotesca en que me han puesto; y eso por la simple razón de que he heredado de mi padre y de mi madre un nombre de alta distinción, y de que no puedo permitir que ese nombre sea eternamente envilecido». «Mi madre y mi padre -dice- me legaron un nombre que habían ornado de honor y de nobleza. Yo he cubierto ese nombre de oprobio eterno. Lo he convertido en un hazmerreír del bajo pueblo. Lo he arrastrado al fango. Cuánto he sufrido entonces, y cuánto sufro ahora, ninguna pluma lo escribirá.» En otra parte, habla de reaccionar como «un caballero, bajando la cabeza y aceptándolo todo,»

Wilde, extrañamente lúcido todavía, en cuanto no intentaba ilusionarme sobre la caída de su orgullo, no se equivocaba sobre la naturaleza de su culpa: era por falta de individualismo, no por exceso de individualismo, que había sucumbido. «Algunos tenían la costumbre de decir de mí que era demasiado individualista. . . Mi ruina, verdaderamente, no surge de demasiado individualismo, sino de demasiado poco. La acción ignominiosa, imperdonable y por siempre despreciable de mi vida, fue condescender a apelar a la sociedad en busca de ayuda y protección.» Se conoce la historia: fue él quien inició proceso contra el más ilustre de sus difamadores, entró como acusador en aquella «cámara de la justicia de los hombres». ¡Falsa audacia, inconciencia, locura!… ¡Imagínese a un Byron, apelando así a la sociedad que desafiaba!… «Naturalmente -continúa- una vez que hube puesto en movimiento las fuerzas de la sociedad, la sociedad se puso contra mí y dijo: ¡Cómo! ¡Has vivido todo este tiempo desafiando mis leyes, y ahora vienes a pedir protección a esas leyes! Ellas te serán aplicadas estrictamente. El resultado es que estoy en la cárcel». 
Sí, falta de individualismo; y he ahí la razón de su rubor -no por aquello que la sociedad le reprocha, sus pecados , sino por haberse dejado tomar en postura falsa; «ni un solo instante -dice- me arrepiento de haber vivido para el placer. Me entregaba plenamente, como debe hacerse con cuanto se hace». Sí, falta de individualismo, y de allí esa exasperación. «Todo en mi tragedia ha sido horrible, mezquino, repelente, carente de estilo». O: «Ciertamente, ningún hombre ha caído tan innoblemente ni ha sido golpeado con instrumentos tan innobles.»; y aun: «Para decir la verdad, mi tragedia íntegra me parece grotesca, sin más.» Ciertamente no era él, sino nosotros, quienes percibiríamos la grandeza. Esa cárcel, que hizo ayer su verguenza, lo magnifica y da hoy a su trágica figura una importancia que no le hubieran podido prestar durante mucho tiempo esos tablados de placer, que eran para él los salones y escenarios de Londres donde se exhibía ese genial saltimbanqui. 
Desde el fondo de su calabozo, se asombra recordando ese difunto esplendor, esa gloria que apenas exagera, ahora, al recontársela. «Los dioses me habían dado casi todo», exclama. «Pocos hombres, en su vida, han ocupado una posición semejante a la mía y lo han exhibido tanto.» Parece repasar sobre sus labios algún resto del gusto de aquella miel. «Vivía, entonces, enteramente para el placer,» exclama; «hasta el borde llenaba mi vida de placer, como se llena hasta el borde una copa de vino.»

Pero a través del exceso de placer, admiro el secreto encaminamiento hacia un destino más significativo. A medida que se hace menos voluntario, se convierte en más representativo. Esa fatalidad lo llevaba como a un ejemplo; y él a veces se abandonaba sin intentar ya engañarse. «Hubiese sido malo -dice- continuar esa vida, porque hubiera sido limitarse. Me era necesario ir más allá.Esta fatalidad latente, si puedo así decirlo, constituye la belleza, la unidad de su vida, ilumina íntimamente su obra. Sí, la obra de aquél para quien «ocultar al artista» era «el fin del arte» se nos torna confidencial. «En verdad -confiesa- todo eso está anunciado y previsto en mis escritos,» y sucesivamente cita uno después de otro; y finalmente «el poema en prosa del hombre que, del bronce de la estatua del Placer que no dura sino un momento, debió hacer la imagen del Dolor que dura eternamente…» ¡Ay! Pobre Wilde, no era eso lo que decía tu cuento; el artista del que hablas, por el contrario, rompió la estatua del Dolor para hacer la de la Alegría ; y tu error voluntario es más elocuente que una confesión. 
He ahí porque no pude retener cierta irritación al leer en el prefacio que Joseph Renaud agrega a su traducción de Intentions : «Estos hechos, por otra parte mal establecidos, que arrojan súbitamente al presidio a un escritor glorioso, rico, estimado por todos, nada prueban contra su obra. Olvidémoslos. ¿No leemos acaso, pese a su vida privada, a Musset, a Baudelaire, etc.? ¿Si alguien revelase que Flaubert y Balzac cometieron crímenes, sería necesario quemar Salammbo La Cousine Bette ? etc. Las obras nos pertenecen, no los autores.» ¡Eh! ¿Es que estamos aún en eso? Sin duda esas amabilidades son dichas con la mejor intención del mundo -pero es que Wilde mismo, en el De Profundis , no dice acaso: «Uno de mis grandes amigos -de una amistad de diez años- vino a verme hace algún tiempo y me dijo que no creía una sola palabra de cuanto se había argüido contra mí, y que deseaba asegurarme que me consideraba como absolutamente inocente y víctima de un horrible complot. No pude retener mis lágrimas al escucharle y le dije que, a pesar de las acusaciones enteramente falsas formuladas contra mí por repugnante maldad, mi vida sin embargo había estado llena de placeres perversos, y que a menos que aceptase ese hecho y lo comprendiese plenamente, me sería ya imposible seguir siendo su amigo o estar alguna vez en su compañía.»Y en otra parte: «Lamentar las experiencias que se han conocido, es detener el propio desarrollo; negarlas, es poner una mentira sobre los labios de la propia vida. Es nada menos que renegar del alma.» 
Para qué sirve pretender que «si Flaubert hubiese cometido crímenes, Salammbô no nos interesaría menos.» ¡Cuánto más interesante y justo es comprender que «si Flaubert hubiese cometido crímenes» no es Salammbô lo que hubiera escrito, sino otra cosa, o absolutamente nada; y que si Balzac hubiese querido vivir su Comédie Humaine eso le hubiera impedido escribirla. «Todo lo que es ganado para la vida, es perdido para el Arte.» acostumbraba decir Wilde, y he aquí justamente porque esa vida de Wilde es trágica. «¿Entonces, es siempre necesario dirigirse al Arte?» hacía decir en el mejor diálogo de sus lntentions . -«Siempre -respondía el segundo personaje- porque el Arte no nos hiere jamás.» 
No; para leer mejor su obra, diga lo que diga Joseph Renaud, no finjamos ignorar el drama de aquél que, sabiendo que ella hiere, quiso sin embargo dirigirse a la vida; que, después de haber enseñado tan magistralmente que «el Arte comienza donde cesa la imitación,» que «la vida es el disolvente que destruye el arte, el enemigo que devasta la permanencia,» y que » la Vida imita el Arte bastante más que el Arte imita a la Vida ,» se puso a sí mismo como ejemplo, y de su propia vida hizo algo así como la prueba por el absurdo de sus palabras -semejante al héroe de uno de sus más bellos poemas, ese hombre hábil en contar, que cada tarde encantaba a la gente de su aldea recitando las aventuras maravillosas que fingía haber tenido durante el día; pero que, el día en que alguna trágica aventura en realidad le advino, no pudo ya, encontrar nada que decir.

Henri D. Davray precede la traducción del De Profundis con cuatro cartas escritas desde la cárcel, que no contiene la edición inglesa; algunas páginas de esas cartas son tan patéticas y de un interés psicológico tan apasionante que sólo con pena me contengo para no copiarlas aquí. Quisiera citar todo el libro; mejor es remitir a él al lector -y darme por satisfecho si he podido, aunque más no sea un poco, servir a una triste y gloriosa memoria, para la cual es ya tiempo de cesar de tener sólo desprecio, indulgencia insolente, o piedad aun más insultante que el desprecio.

Publicado en Oscar Wilde. In Memoriam (Recuerdos). El De Profundis , Buenos Aires, Argos, 1948.