1

Pensó que habría podido decirlo con estas palabras: Querida Maria Assunta, yo estoy bien y espero que tú también estés bien. Aquí hace calor y estamos casi en verano, y puede que, en cambio, donde estáis vosotros no haya llegado todavía el buen tiempo porque siempre se oye hablar de la niebla y además tenéis los residuos industriales y en cualquier caso yo os espero si quieres venir de vacaciones incluso con Giannandrea y que Dios os bendiga. Quiero darte las gracias por tu invitación y también a Giannandrea, pero he tomado la decisión de quedarme aquí, porque, mira, mamá y yo hemos vivido aquí treinta y cinco años, hemos tardado mucho tiempo en ambientarnos, cuando llegamos del pueblo nos parecía otro mundo, nos parecía estar en el norte, y en el fondo para nosotros lo era, y ahora ya le tengo cariño a este lugar y tengo tantos recuerdos, y además desde que murió tu madre me he acostumbrado a vivir solo, y aunque echaré de menos el trabajo podré hacer tantas cosillas para distraerme, corno cuidar las plantas, que a mí siempre me ha gustado, y ocuparme de los dos mirlos de reclamo, que también ellos me hacen compañía, y en cambio qué haría en una gran ciudad, y entonces he decidido que me quedo en estas cuatro habitaciones, por lo menos veo e! puerto y un si un día tengo ganas tomo el barco y voy a encontrarme con mis antiguos colegas y juego una partida de brisca, al fin y al cabo con el barco son pocas horas y yo en este barco me siento como en mi casa, porque uno luego siente nostalgia por el lugar en que ha estado durante toda su vida, todas las semanas de una vida entera.

Mondó la naranja y dejó caer las mondaduras al agua y miró cómo flotaban en el surco de espuma que el barco abría en el azul e imaginó que había terminado la página y que cogía otra porque sentía la necesidad de decir que ya sentía nostalgia, qué tontería, era el último día de servicio y ya sentía nostalgia; nostalgia de qué, por otra parte, de una vida que había pasado así, en el barco, un viaje hacia adelante y un viaje hacia atrás, no sé si te acuerdas, Maria Assunta, tú eras pequeñísima, tu madre decía: pero ¿esta niña conseguirá crecer algún día?, y yo me levantaba tan pronto que era de noche, en invierno, e iba a darte un beso y luego salía y hacía un frío, nunca nos dieron abrigos para entrar en calor, viejas mantas de caballos teñidas de azul, ése era el uniforme. Tantos años así crean hábito, así que te repito: ¿qué haría en una gran ciudad?, ¿qué haría en vuestra casa a las cinco de la mañana? Yo no sé estar en la cama, me levanto a las cinco, lo he hecho durante cuarenta años, es como si dentro tuviera un despertador. Y además tú has estudiado, los estudios cambian a las personas aunque hayan crecido en una misma familia, y también con tu marido, ¿tenemos algo que decirnos?, él tiene sus ideas, que no pueden ser las mías, y en este sentido no estamos muy de acuerdo. Vosotros dos sois personas instruidas, aquella vez que fui con tu madre después de cenar llegaron vuestros amigos yo no dije una palabra en toda la noche, lo único que podía decir eran las cosas que conozco, lo que he conocido durante toda mi vida, y tú me habías rogado que no hablara de mi oficio. Y hay otra cosa más, puede parecerte una tontería y no quiero ni saber lo que se reirá Giannandrea, pero yo no conseguiría estar entre los muebles de vuestra casa, son de cristal y yo tropiezo con ellos porque no los veo. Tantos años igual, entiendes, entre mis muebles, despertándome a las cinco.

Pero esta última página la arrugó mentalmente tal como la había escrito y la arrojó al mar, y le pareció que la veía flotar junto con las mondaduras de naranja.

2

Le he hecho llamar para que me quite las esposas, dijo en voz baja.

Llevaba la camisa abierta sobre el pecho y tenía los ojos cerrados, como si durmiera. Le pareció de un colorido amarillento, pero tal vez era la cortina corrida sobre el ojo de buey lo que daba aquel color a toda la cabina. ¿Cuántos años podía tener, treinta, treinta y cinco? Puede que no más que Maria Assunta, la cárcel envejece pronto. Y además, con aquel aspecto macilento. Pensó en preguntárselo, de repente sintió curiosidad. Se quitó el sombrero y se sentó en la litera de enfrente. El hombre había abierto los ojos y le miraba. Tenía los ojos azules y eso, quién sabe por qué, le hizo experimentar una sensación de pena. ¿Cuántos años tiene?, preguntó. No solía tratar de usted a los detenidos, no por maldad, pero esta vez no fue capaz de actuar de otra manera. Tal vez porque va se sentía fuera de servicio. O porque aquél era un político, y los políticos son personas especiales. El hombre se sentó y le miró largo rato en silencio, con sus ojos claros y grandes. Tenía un bigote rubio y el pelo rizado. Era joven, pensó, más joven de lo que parecía. Le he dicho que me quite las esposas, dijo con voz cansada. Quiero escribir una carta, y además tengo los brazos entumecidos. Hablaba con acento del norte, pero él no sabía identificar bien los acentos del norte Piamontés, quizá. ¿Teme que escape? Ahora había un tono irónico en su voz. Le aseguro que no me escaparé, que no le atacaré, que no haré nada. Tampoco tendría fuerzas para hacerlo. Se apretó una mano contra el estómago y esbozó una rápida sonrisa que le trazó dos surcos profundos en las mejillas. Y además es mi último viaje, dijo.

Una vez sin esposas comenzó a buscar en su bolsita de tela. Sacó de ella un peine, una pluma y un cuaderno amarillo. Si no le molesta preferiría escribir a solas, dijo, su presencia me estorba. Le agradecería que me esperara fuera de la cabina. Puede quedarse a la puerta si teme que haga algo, le prometo que no le ocasionaré problemas.

3

Y además, en fin, ya encontraría alguna ocupación. No te sientes tan solo cuando tienes una ocupación. Pero una ocupación auténtica, que aparte de la satisfacción dé también un poco de dinero. Por ejemplo las chinchillas. Lo sabía todo sobre chinchillas, teóricamente. Se lo había explicado un preso que antes de ir a parar a la cárcel tenía un criadero. Son animalillos deliciosos, basta c on no acercar demasiado las manos. Y son resistentes, se adaptan bien, se reproducen incluso en ambientes poco luminosos. Tal vez bastaría con el cuartito del sótano, siempre que la comunidad de propietarios se lo permitiera. Pero también podía mantener el asunto medio en secreto. Y además el inquilino del primer piso tenía en su 
cuartito conejillos de indias.

Se apoyó en el parapeto y se subió el cuello de la camisa. Comenzaba a hacer calor y apenas eran las nueve. Se dio cuenta de que sería la primera jornada de auténtico calor veraniego. Y le pareció oler un aroma de tierra quemada, y con el aroma llegó la imagen de una callejuela campesina entre higos chumbos, un paisaje amarillo bajo el sol, un niño que caminaba descalzo hacia una casa donde había un limonero: su infancia. Sacó otra naranja y comenzó a mondarla. Había comprado una bolsa la noche anterior. Su precio era prohibitivo, teniendo en cuenta la época, pero se había permitido ese capricho. Arrojó una corteza al mar y vio, nítida, la costa. Las corrientes dibujaban franjas más claras en el azul, como las huellas de otras naves. Calculó rápidamente. El coche celular le esperaba en el embarcadero, luego la operación de la entrega llevaba un cuarto de hora; podría estar en el cuartel a eso del mediodía, a pie eran dos pasos. Se palpó el bolsillo interior en busca de la baja. Si tenía la suerte de encontrar al sargento en el cuartel, terminaría a eso de la una. Y a la una y media ya estaría sentado bajo la pérgola de aquella taberna al fondo del puerto. La conocía desde siempre y nunca había comido allí. Siempre se había parado, al pasar, a leer el menú que estaba expuesto en un cartel coronado por un pez espada pintado de color azul metálico. Sintió una especie de languidez en el estómago, pero no podía ser hambre. De todos modos se entretuvo haciendo suposiciones gastronómicas, porque se había acordado de algunos platos anunciados en el cartel del pez espada. Hoy sopa de pescado y salmonetes, pensó. Y también calabacines fritos, le apetecían mucho. Para acabar macedonia, no, mejor cerezas. Y un café. Y luego pediría una hoja y un sobre y se pasaría la tarde escribiendo la carta: porque mira, Maria Assunta, tampoco estás tan solo cuando tienes una ocupación, pero una ocupación seria, que aparte de satisfacerte te dé también un poco de dinero. Así que he decidido criar chinchillas, son animalitos simpáticos, basta con no acercar demasiado las manos. Y son resistentes, se adaptan bien, se reproducen incluso en ambientes poco luminosos. Pero en vuestra casa esto no sería posible, tú lo entiendes Maria Assunta, no es a causa de Giannandrea al que aprecio mucho aunque nuestras ideas no sean siempre las mismas, sino que es realmente una cuestión de espacio, porque aquí tengo por lo menos el cuartito de los sótanos, que quizá no sea lo ideal, pero si el inquilino de debajo tiene en el suyo conejillos de indias, no sé por qué no voy a poder criar chinchillas en el mío.

La voz a sus espaldas casi le sobresaltó. Señor brigada, el recluso le llama.

4

El escolta que le habían dado era un larguirucho con la cara llena de forúnculos y las mangas demasiado cortas sobre unos brazos demasiado largos. Vestía el uniforme con aire apesadumbrado y hablaba como le habían enseñado en la academia. No ha especificado el motivo, añadió.

Le contestó que podía quedarse en cubierta en su lugar y enfiló la escalera que llevaba a las cabinas. Al cruzar la sala de reunión vio al capitán del barco en la barra del bar charlando con un pasajero. Le había visto durante años. El capitán también le vio y le hizo un gesto de complicidad, más que un saludo. Era un gesto que quería decir que volverían a verse por la noche, en el viaje de vuelta. Aminoró el paso porque sintió ganas de decirle que aquella noche no se verían: es mi último día de servicio, esta noche me quedo en el continente, tengo que resolver unas cuantas cosas. Luego le pareció ridículo. Enfiló las otras escaleras que llevaban al piso de las cabinas, recorrió el largo y reluciente pasillo, sacó la llave de la cartera. El detenido estaba de pie junto al ojo de buey y contemplaba el mar. Se dio la vuelta y le miró con aquellos ojos claros de niño. Quiero confiarle esta carta, dijo. Sostenía en la mano un sobre y se lo tendió con gesto tímido, pero al mismo tiempo perentorio. Tómela, prosiguió, tiene que echarla al buzón. Se había abrochado la camisa y se había peinado, ahora su cara ya no tenía el aspecto demacrado de antes. ¿Se da cuenta de lo que me pide?, le dijo él, sabe perfectamente que no puedo hacerlo.

El detenido se sentó en la litera. Le pareció que le miraba con aire irónico, o puede que fueran sus ojos tan infantiles. Claro que puede hacerlo, dijo, basta con que quiera. Había vaciado su pequeño equipaje y había ordenado los objetos en fila sobre la cama, como si estuviera haciendo inventario. Yo sé lo que tengo, dijo, mire la hoja de admisión que lleva en el bolsillo, mírela, ¿sabe qué quiere decir?, quiere decir que yo de ese hospital ya no saldré, estoy haciendo un viaje definitivo, ¿me explico? Había subrayado la palabra definitivo con una extraña entonación, como si fuera una broma. Hizo una pausa como para tomar aliento. Se apretó de nuevo los puños en el estómago, como a causa de un extraño tic, o un dolor. Esta carta es para una persona que estimo, no quiero que pase por la censura, por motivos que no deseo explicarle, procure comprenderlo, de todos modos lo ha comprendido perfectamente. La sirena del barquito silbó. Lo hacía siempre al avistar el puerto, era un sonido alegre, casi un resoplido.

Contestó de forma resentida, con aire duro, quizá demasiado duro, pero era el único modo de acabar con aquella conversación. Ponga de nuevo sus cosas en el saco, dijo apresuradamente procurando no mirarle a los ojos, llegamos dentro de media hora, regresaré en el momento del desembarco para colocarle las esposas. Empleó este verbo: colocar.

5

En un instante los escasos viajeros se dispersaron y el embarcadero quedó desierto. Una enorme grúa amarilla se movía en el azul hacia dos edificios en construcción con las ventanas tapiadas. La sirena del astillero silbó la interrupción del trabajo y casi al mismo tiempo le contestó una campana del pueblo. Era mediodía. Quién sabe por qué las operaciones de atraque habían sido tan largas. El rosario de casas sobre el puerto tenía las fachadas rojas y amarillas, pensó que nunca se había fijado en ellas y se puso a contemplarlas, se sentó sobre un noray de hierro al que estaba atado el cabo de una barca. Se quitó el sombrero. Hacía calor. Comenzó a recorrer lentamente el puerto en dirección a la pasarela sobreelevada. A la puerta del bar-estanco estaba el viejo perro de siempre con el hocico entre las patas que movió la cola cansadamente cuando pasó junto a él. Cuatro chicos con camiseta, al lado del juke-box bromeaban en voz alta. Una vez de mujer, ronca y un poco masculina, le hizo retroceder muchos años. Cantaba Ramona. Le sorprendió que aquella canción hubiera vuelto a ponerse de moda. Estaba comenzando el verano.

El restaurante del fondo del puerto todavía estaba cerrado. El dueño, con delantal blanco, estaba trabajando en la puerta. Tenía una esponja en la mano y limpiaba las persianas del salitre y de la arena del invierno. El hostelero le miró y le reconoció. Y le sonrió, como se sonríe a las personas que se han visto durante toda la vida y por las cuales no se siente nada. También él le sonrió y pasó de largo. Enfiló la calle acompañada por las viejas vías en desuso y la recorrió hasta llegar al depósito de mercancías. Debajo de la marquesina del depósito había un buzón. El óxido había devorado parcialmente su pintura roja. Leyó en el letrero la hora de la próxima recogida: las diecisiete. No quería saber adónde iba dirigida aquella carta, pero sintió curiosidad por conocer el nombre de la persona que la recibiría. Sólo el nombre de pila. Mantuvo cuidadosamente oculta con la mano la dirección y vislumbró únicamente el primer nombre. Lisa. Se llamaba Lisa. Pensó que era un bonito nombre. Y sólo entonces se le ocurrió que era extraño: sabía el nombre de la persona que recibiría aquella carta, pero no la conocía; y conocía a la persona que había escrito aquella carta pero no sabía su nombre. Ya no lo recordaba porque no se retiene en la memoria el nombre de un detenido que hay que entregar. Echó la carta y se volvió a mirar el mar. El sol era fuerte y el resplandor del horizonte ocultaba los puntitos de las islas. Notó que empezaba a sudar y se quitó la gorra para secarse la frente. Yo me llamo Nicola, dijo en voz alta. No había nadie cerca de él.

Antonio Tabucchi

Publicado en Pequeños equívocos sin importancia , Barcelona, editorial Anagrama, 1987. Traducción de Joaquín Jordá


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