Versión de Enrique Néstor Melantoni
Dibujos de Eva Mezzano
Buenos Aires, Libros de Quirquincho, 1998
El breve texto de Kipling, “La primera carta”, podría ser uno de los precursores de la obra dramática de muchos años después, Es necesario entender un poco,
de Griselda Gambaro. “Es la comunicación, estúpido”, parece querer
decir uno y otro texto. Y para eso se deben tratar cuestiones tan
básicas para los tiempos que corren: la traducción, por un lado, y la
escritura, por el otro. Ambas tecnologías abreviarían malos entendidos,
muertes por despellejamiento y loqueros para cuerdos diversos.
Una familia de la Edad de Piedra, normal para la época, que no sabía
leer ni escribir, estaba constituida por el señor Tegumai Bopsulai
(que en su lengua quería decir “hombre que no pone un pie delante del
otro sin saber hacia dónde va”), la señora Teshumai Tewindrow (“mujer
que hace muchas, muchísimas preguntas”) y la hijita Taffymai Metallumai
(“personita con malos modales que se merece que la reten”), quien será
la protagonista de lo que se transformaría en el gran invento. El nudo
comienza cuando papá e hija van a cazar, rompen el arpón y necesitan
uno de repuesto, que está en la casa, lejos del teatro de los
acontecimientos. ¿Qué hacer? ¿Caminar de vuelta a recogerlo? ¿Mandar un
mensaje para avisar de la necesidad? Esta última representa la
decisión más eficaz, más moderna, por decirlo de algún modo. Y la niña,
generación del futuro, pone manos a la obra.
“La primera carta” del célebre R. Kipling y versionado por Enrique
Melantoni cuenta exactamente, en clave de mito, aquel primer esbozo de
la comunicación diferida, que luego se iría complejizando más y más,
hasta llegar a los hipermodernos cables cifrados de los tiempos de
wikileaks.
(Por M. N.)
-¡Qué mala suerte! –dijo Tegumai con amargura-. ¡Estamos listos! Me llevará por lo menos medio día arreglar este arpón.
-En casa está tu arpón negro; el grande –dijo Taffy-. Si me dejas volver a la cueva, puedo pedírselo a mamá.
-La cueva esta demasiado lejos para tus
piernas tan cortas –dijo Tegumai-. Además, te podrías caer en el
estanque de los castores y ahogarte. Es mejor poner al mal tiempo buena
cara.
Y diciendo esto se sentó, abrió una bolsa de
cuero, nervios de reno, pedazos de cera y de resina, y se puso a
arreglar el arpón roto. Taffy también se sentó, metiendo los dedos de
un pie en el agua, y se quedó pensando, con la cabeza apoyada en una
mano. Al rato dijo:
-Eh, papá, estaba pensando que es una
porquería que ninguno de los dos sepa leer ni escribir. Si supiéramos,
podríamos mandar una carta pidiendo el arpón negro.
-Taffy, ¿cuántas veces tengo que decirte que
no quiero que hables así? No me gusta que digas “porquería”. Aunque es
cierto, sería más cómodo poder mandar una carta a casa.