Las cartas están echadas 
Donde se lee, donde se escribe 
Carlos Bruck
  
Aunque probablemente cada vez que se lee también está ubicándose el lugar desde donde se escribe, sería recomendable no confundir esto con una mera cuestión de geografía doméstica que suponga a Balzac escribiendo de pie ante su pupitre o a Juan L. Ortiz a la sombra de los aguaribay en flor. 
Por el contrario, este llamado lugar responde, como afirmaba Jacques Lacan, a una topología. A una cierta ciencia del espacio que en algunos casos se muestra como escritura. Y quizás la escritura epistolar sea la que mejor se corresponda no sólo con la suposición de un espacio, sino también con la movilidad y la idea de un viaje. 
En verdad, el imaginario epistolar está en su grafía íntimamente vinculado con esta noción de viaje. Ya sea cuando se encabeza con “desde estas hermosas playas” o cuando se afirman unas líneas “más allá de la enorme distancia”. Y las cartas, como toda escritura en tránsito, se emparentan con las autobiografías que, también y a su manera, resultan relatos de viajeros que vuelven con noticias sobre sí mismos. 
Y si para leer a Lucio Mansilla en sus memorias disfrazadas de Excursión a los indios ranqueles se lo representa en el dispositivo de una conversación (¿y quién más parecido a Oscar Wilde en el arte de la charla que “ese coronel macho” que fue Mansilla?), en el caso de Macedonio Fernández el lugar (desde) donde habla en sus cartas se puede ubicar en la economía de imágenes de una conocida fotografía que componen, por orden de evidencia, una guitarra, un mate, una cama y un cuarto de pensión. Allí eso habla. Allí Macedonio dice. Y de tal manera que, como solía suceder frecuentemente, contradice utilizando sus artes de payador en el rasguido de una pluma sobre unas cuartillas. De modo que por una vez geografía y topología podrían coincidir, en tanto que en las miserias de ese cuarto de pensión se cuenta un viaje. Un despojamiento que intenta ser, por eso mismo, lugar de ausencia. 
Pero si éste fue el itinerario, ¿qué fuerza o qué razones habrían impulsado a Macedonio a transitarlo “sin prisa y sin pausa”, como solían aseverar algunas calcomanías de la época? 
Porque cabe tener en cuenta que si las cartas son la iconografía, el decir de un viaje, esta operación será llevada a cabo por Macedonio con una cierta pasión por la literalidad. Alcanzando a través de un alejamiento personal ese lugar de ausencia que reverbera en su epistolario. 
Pero un territorio, una porción de escritura, nunca es ocupado sin consecuencia. Y así es que Macedonio conducido por su propio acto comienza a dictaminar, a dictar en sus cartas una voz invocante (“… aquí me pongo a cantar al compás de la vigüela” diría otro payador que lleva sus mismas iniciales). Invocación o manera de dirigirse a otro que tan bien le resulta a la ausencia y que en su habla personal adoptará un disimulado aire sentencioso. Disimulando así (justamente por ser tan porteño y erudito como Mansilla) su apasionada necesidad de hablarle a las gentes. 
El interrogante antes planteado merece entonces que uno se incomode hasta el punto de dejar de lado el convencional y consabido efecto que un escrito, se supone, tendría en sus lectores. Así se podría retornar al cuarto de pensión para volcarnos a la cuestión en juego en estas líneas: lo que un texto es capaz de hacer con su autor. Porque quizás fue la propia escritura epistolar, con las exigencias características del género (recuérdese la necesidad de la falta y de un viaje), la que se apropió de Macedonio. Quizás esas cartas que él precisamente había decidido rasguear lo condujeron hasta donde serían escritas, hasta el lugar de ausencia. Ocupándolo entonces, más allá de sus intenciones, en la posición de un remitente que gustaba cartearse, que gustaba de transmitir con la firma de Macedonio Fernández los placeres de la invocación. Como si fuese un módico oráculo inclinado en vigilia. Esa que puede no ser, la de los ojos abiertos.

Publicado en Primer plano , suplemento de cultura del diario Página/12 , el 8 de noviembre de 1992