Se enfurece con las hojas. Se exaspera como si fueran personas que no le contestan. Las salpica con saliva mientras las amenaza. Las apuñala con la birome.


Escribe las cartas sentada frente a la ventana del living; los talones sobre el borde de la silla y las piernas junto al pecho, metidas debajo de su polera de lana que se estira sin límites.


Siempre que llego a casa y la encuentro así, sé que lo mejor es pasar callado hasta la habitación y mirar alguna película hasta que ella se desenrede y venga.


A veces no aguanto y la espío.


Me asomo al1iving y aparece su imagen de espaldas. Es raro ver sólo la cabeza y el torso, aunque yo sepa que tiene las piernas adelante y que en ellas se recuestan las hojas con las que se está peleando.


Parece una nena cuando escribe.


Su pelo se convierte en un bosque de nudos, de tanto que lo retuerce mientras decide cada palabra.
Y ella escucha todo. Sabe que llegué. Que la espío. Que me callo.


La imagino así unos meses atrás; la misma escena con mi hermano mayor en este lugar que hoy es mío. Aunque quizás él no supiera lo que yo sé ahora. O sí. Al principio no se lo quise preguntar y después no volvimos a hablarnos. Las cartas empezaron tres días después de que él me la presentase como su novia. Llegaban por correo, en sobres celestes con una cinta verde alrededor. Y yo traté de ignorar por algún tiempo ese amontonamiento de frases un poco dulces y un poco torpes. Como ella era.


Como ella es. Pero ya sólo cuando escribe estas otras cartas. Pueden pasar horas hasta que termine. Después sigue su ritual: el sobre celeste, la cinta verde, se despereza, me da un beso con la carta todavía en su mano, y la apoya con cuidado sobre sus zapatos para llevarla al correo al día siguiente.


Fue hace dos meses que festejé mi cumpleaños y que ella empezó a escribir sus cartas. Esa noche no quiso arreglarse porque tuvimos una de nuestras peleas justo antes de que llegaran mis amigos. Había sido yo el que provocó la discusión, pero me resulta más difícil pedirle perdón en esos casos que cuando es ella la responsable, entonces no me disculpé.
A mí me costó menos disimular el mal humor, y terminé por olvidarlo. Ella logró ser cortés y, como nadie la conocía, su seriedad pudo pasar por timidez o por nervios frente a su presentación en el grupo. Algo despeinada, sin maquillaje y con la remera y los jeans que había usado todo el día, conseguía que me la quedase mirando. Todavía puede sorprenderme su belleza.


Cuando todos se fueron siguió sin hablarme, mientras limpiaba la casa con una minuciosidad totalmente fuera de lugar para las cuatro de la mañana, después de un día de trabajo y un festejo de cinco horas. Amanecía cuando vino a la cama, donde yo miraba televisión para soportar el insomnio que me dejan las noches con mucho alcohol. Bajé el volumen y se durmió enseguida. Su cara cambiaba de forma y color según los reflejos y sombras que llegaban de la pantalla. Sonreía. Sonrió toda la noche. Yo no pude dormir.


Con la carta de hoy está tardando más que nunca. Hasta se puso a llorar, creo. Como un imbécil, pienso que me gustaría decirle en el oído alguna palabra que la rescate, o ponerle un abrigo en los hombros, o acariciarle el pelo espeso de nudos.
Pero sé que lo que importa ahora es tenerla así, trepada a la silla y perdida en sus hojas, hasta que llegue al fin la respuesta que espera y el silencio que ahora compartimos, mientras la miro, sea sólo mío.

María Dolores Fernández


Publicado en el diario Perfil el 10 de mayo de 2009


0 comentarios

Deja una respuesta

Marcador de posición del avatar

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *