Carta abierta a Jorge Jinkis y Juan Ritvo

(…) Para que la Totalidad se manifieste al 
desnudo y revele en ese instante final que ella 
es muy simplemente la Nada, hacen falta tantos 
esfuerzos, tantos cuidados, tantas prevenciones,
que el Mal radical termina siendo no más que una 
designación ética de esta otra norma absoluta, 
la Belleza. 
J. P. Sartre: L’Idiot de la Famille , III

Queridos Jorge y Juan: 
Elijo este género y estilo, el de Carta Abierta, para -no niego que con una pizca de disculpable oportunismo- sustraerme lo más rápidamente posible al dilema imposible de la primera persona al que alude Jorge. El género y estilo no sólo lo autorizan, sino que lo exigen. De todas maneras, la primera (persona) no será la última, ni la única. Se verá aparecer, seguramente, aquí y allá, a la primera en plural (muy poco mayestático) y a la tercera «el que esto escribe», o algún similar eufemismo. Son posiciones diferentes -que desde luego no es mi intención teorizar-: la primera singular compromete más algún imaginario identificatorio, la primera plural a algún imaginario grupal, la tercera a algún intento de distanciamiento, que corresponderán (imperfectamente) a distintos momentos, o lugares, de la enunciación. Sea como sea: el género es también una cobertura para usar, incluso abusar de la indudable ventaja que ustedes me han dado, al hacerme conocer sus propios textos antes de que yo me sentara a escribir el mío. Lo cual me permite, ante todo, ahorrar tiempo. Y empezar por decir que, en general y en principio, podría suscribir casi cada coma de lo que ustedes han escrito con mucha mayor contundencia de la que yo me siento capaz de ejercer ahora (no es que esto me sorprenda: si Borges se enorgullecía de lo que había leído, yo -más modestamente, como corresponde- siempre me he enorgullecido de saber elegir a mis amigos). «Casi cada coma», escribí hace un momento, tan sólo como cláusula preventiva: biografías diferentes producen, sin remedio, efectos de lectura donde también pueden aflorar pequeñas diferencias (sin narcisismos mayores). Pero ya hablaremos de eso, lo secundario.

Abordo al sesgo la cuestión: decidir «no hacer un análisis del texto» me parece, como estrategia y como posición ética, irrefutable; en efecto, sería demasiado fácil, en ese presunto «análisis textual», señalar, incluso subrayar hasta con algún sarcasmo, inconsistencias lógicas -no digamos ya retóricas- de los enunciados de Del Barco, y él no merecería ese recurso fácil. No quiere decir que de los textos de ustedes dos no se desprendan , de manera a veces demoledora, esos señalamientos. A lo cual tienen, desde ya, perfecto derecho: Del Barco no ha hecho una confidencia personal, ha producido un documento público , con los riesgos -corajudamente asumidos por él, hay que decirlo- que conlleva esa decisión. Es fuerte, es cierto, decirle a alguien que es un escritor que el respeto que merece como persona no puede extenderse a lo que escribe . Y quizá hubiese sido necesario escuchar, o leer, a alguien que defendiera las mismas posiciones que Del Barco, que lo debe haber, aunque quizá menos dispuesto a publicar sus desgarramientos. Pero, insisto, el blanco que ustedes eligen no es la escritura del autor, es decir estrictamente la estructura lógico-retórica o estilística del texto originario, sino la política(ya que la renuncia a la política no es su ausentamiento, como bien recuerda Jorge) que emerge como efecto de esa «estructura». Como hubiera dicho Beckett, a veces hay que buscar una férrea i nsignificancia del lenguaje para que pueda aflorar, aunque fuera fantasmalmente, la cosa (o la nada ) a la que ese lenguaje no podría llegar. Es una dificultad enorme, pero que, en efecto, no se resolverá con los universales abstractos del espíritu, sean más o menos místicos, racionalistas kantianos o lo que fuere. Tampoco con el silencio amparado en la indudable verdad de que no pueda decirse todo. Mucho menos con el llamamiento, inevitablemente ambiguo, a un acto de contrición. Aunque no sea del todo elegante, no puedo evitar recordarles que hace tiempo intenté escribir algo al respecto, en esta misma revista, a propósito de otras «confesiones» (ciertamente muy alejadas, ética y políticamente, de las de Del Barco, aunque ahora él se empeñe en incluirse en un conjunto de «todos asesinos» en el cual no puede obligarme a que yo lo inscriba a él, no digamos a mí mismo). Sería imposible ahora reproducir aquellos argumentos: baste recordar una de las conclusiones (que sigo sosteniendo, hasta que cambie de idea), a saber, que es sumamente borrosa la frontera entre el que enuncia públicamente un acto de contrición, y el «confesor» que nos pone a todos en el banquillo de los acusados-pecadores, no digo para disolver su propia culpa (o lo que siente como tal), sino para hacer efecto de masa con ella. Es una variante de lo que vos, Jorge, decís inmejorablemente: al final, son las víctimas -yo no lo soy: estoy retorizando- las que tienen que cargar con el peso de la prueba. Algo muy distinto -y harto más complejo, desde ya- es un acto de abjuración . Es decir, y simplificando: hice lo que hice, sabiendo o creyendo saber lo que hacía, convencido de que había que hacerlo; no puedo, por lo tanto, arrepentirme en sentido estricto: porque lo hecho, hecho está -tuvo sus efectos, en los que necesariamente tengo que reconocerme-, y porque en su momento estuve de acuerdo con lo que hice, no puedo ahora negar ese acuerdo que ejercí entonces, e incluso puedo pensar que bajo las mismas circunstancias volvería a hacer lo mismo. Y sin embargo, abjuro de lo que hice. Insisto: no me «arrepiento», no hago «contrición», sino que condeno en mí mismo ese no-arrepentimiento y esa no-contrición que se me han vuelto inevitables. Por lo tanto, empiezo por admitir -sorteando la tentación del pecado de soberbia- que no soy un completo Demonio, así como no puedo ser un Santo.

La dificultad más grande, por supuesto y como siempre, es que Del Barco dice muchas verdades (aunque coincido en que a veces «inauténticas»). O, mejor: que las cosas que hay por detrás de lo que dice contienen -permítanme cierto adornismo- muchos momentos de verdad . El problema, el conflicto irresoluble -que sólo un discurso mítico, en sentido lévistraussiano, podría liquidar-, es que esos momentos «objetivos» pasan al discurso con semejanza de Todo (¿a qué Totalidad mayor que el «no matarás» podría aspirarse, aun teniendo en cuenta el acertado recordatorio de Juan a propósito del carácter tribal de esa máxima?). Esa es la política -y antes: la ideología- de tales «momentos de verdad». Una política, una ideología, que no queda más remedio -el lenguaje no siempre es una ayuda, en efecto- que nombrar como -hoy, ahora- liberal . No es un insulto, no es mero ánimo peyorativo y querellante: es un intento algo tartamudo de ponerle nombre a la política que apuesta a un «somos todos iguales», a un «sostener lo imposible como posible» de curiosas resonancias sesentiochescas (y que es el colmo de lo que solía llamarse el posibilismo : equivale a dejar todo como está, puesto que, claro, lo imposible imposible es, aunque se lo sostenga), o a un fundar la comunidad humana sobre la paz y la armonía a pesar de que se dijo, un momento antes, que la historia es historia de dolor y de muerte. Cualquiera tiene derecho a creer en los milagros (y, si tengo tiempo, quisiera volver sobre el tema de la creencia ). Pero ya no tanto en la ilusión de que por un acto de voluntad individual esa historia de dolor y de muerte ya fue (como diría la jerga juvenil, o alguna hipótesis japonesa sobre el fin de la historia), como si no siguiera siendo. Hay, quiero seguir pensando, «tendencias objetivas» que diferencian posiciones ante la historia, por más actos de contrición que forcemos a la historia a escuchar.

Lo cual me lleva a una «pequeña diferencia» -como la llamábamos más arriba- con Juan. Y ya se verá enseguida, espero, que lo que realmente me importa no es esa diferencia, casi despreciable frente a los profundos acuerdos, sino lo que de ella pueda servirme para empujar el razonamiento. No hace falta ser marxista (ese ser o no ser es una forma de la duda hamletiana que, en verdad, nunca desveló al que esto escribe) para afirmar enfáticamente que el marxismo -el que nos interesa, como hubiera dicho Ramón Alcalde, puesto que hay muchos- no es necesariamente ni una teleología, ni un fundamentalismo. No se puede confundir «teleología» con el análisis, acertado o equivocado, de aquéllas «tendencias objetivas», ni «fundamentalismo» con la búsqueda de fundamentos (teóricos, prácticos, incluso «existenciales») para pensar en, y actuar sobre, la historia (negar esto último nos llevaría, rápidamente, al nihilismo postmoderno). Teleología y fundamentalismo es lo que aparece cuando uno confunde los propios deseos y, sí, creencias, con esas «tendencias objetivas». Que es, por supuesto, lo que en buena medida hicieron en su momento las susodichas «formaciones especiales» (y ahí tiene toda la razón Del Barco, aunque no lo diga con estas palabras, y aunque su actitud de hoy -la que puede discernirse en el texto de marras: sólo hablo de eso- sea esa misma, desde otra enunciación).

Los dos temas -el de que tampoco dentro del marxismo es todo lo mismo, y el de la transformación del propio deseo en fundamentalismo teleológico- se vinculan. Tratamos de explicarnos, otra vez por un sesgo: siendo de nuevo muy poco elegante, el que esto escribe escribió, a propósito del atentado del 11 de septiembre, que aunque los dos únicos muertos de ese atentado hubieran sido el presidente Bush y el director de la CIA, ese hecho debía ser inequívocamente condenado , por razones éticas y políticas. Otra vez, no puedo repetir aquí toda la argumentación que conducía a esa afirmación aparentemente extemporánea. La cito, simplemente, para dejar claro lo más rápidamente posible en qué «marxismo» -si es que en alguno- podría reconocerme. Es el mismo que hizo que muchos, en las famosas décadas del 60 y 70, estuviéramos en contra de la política de las «formaciones especiales» -también por razones éticas y políticas- sin que sintiéramos que por ello estábamos, no digamos a la derecha, sino siquiera de algún lado «reformista» (como calificábamos por ejemplo a ese PC al cual nunca se nos pasó por la cabeza acercarnos precisamente porque sabíamos bastante, créase o no, sobre el estalinismo y los gulags , y por supuesto sobre el asesinato de ese Trotsky que en el texto de Del Barco aparece como uno de los asesinos seriales y, casi a renglón seguido, como víctima de otros asesinos seriales: ¿se trata, acaso, no de posiciones políticas , sino de una sangrienta «interna» dentro de la serie ). Y que hoy, en la inmensa mayoría de los casos, cuando se habla de los 60 / 70 se hable solamente , o principalmente, de las «formaciones especiales», de la guerrilla y la lucha armada, del enfrentamiento entre dos «ejércitos» (fueran o no igualmente demoníacos, según una simétrica teoría del «equivalente general» inventada por un escritor bastante lamentable), y no por ejemplo del Cordobazo (por sólo nombrar una de las otras políticas que entonces se pusieron en práctica), eso también es un síntoma de la Derrota a la que se refiere Jorge. No es, no hace casi falta aclararlo, que quienes adoptaron esa posición fueran particularmente clarividentes o lúcidos (además, eran tan jóvenes…): simplemente eligieron, tomaron partido -que, como la palabra lo indica, es una parte y no el Todo- por cosas como la organización democrática de masas y en contra de la pequeña vanguardia iluminada y «sustituista»; o por cosas como la solidaridad con los luchadores y en contra de ese pasaje a la clandestinidad entre gallos y medianoches que dejó inermes, entre otros, a muchos delegados sindicales «de superficie» que (véanse las estadísticas, si es que importan) devinieron la mayoría de las víctimas de la primera oleada represiva. La palabra «asesinos» (y mucho más «seriales») se la dejaremos al que quiera usarla, que no somos nosotros, ya que ese deslizamiento a la jerga periodístico-policial lo consideramos profundamente despolitizador , cuando menos. Pero no tenemos ningún inconveniente -lo hicimos otras veces, y por escrito- en calificar a esa política de «objetivamente» criminal .

Ahora bien: «objetivamente criminal», ¿necesitamos decirlo? no puede ser lo mismo (no es que uno no quiere que sea lo mismo: algo en el orden de lo real no lo permite) que «asesino serial». Matar está siempre mal, de acuerdo -admitamos por un momento ese universal abstracto, fingiendo que olvidamos lo que dice Juan sobre la ocupación extranjera, que adoptamos la política gandhiana, etcétera-: pero salvo caída en lo que insinúa Sartre , en nuestro epígrafe, a propósito de una absolutización estetizante del Mal, hay que reconocer -cualquier código penal, «burgués» o no, lo hace, no digamos ya cualquier religión- que el Mal tiene grados . Cualquier igualación u homogeneización desprovista de determinaciones (y no hacemos más que parafrasear la continuación de ese epígrafe) tiende a transformar la multiplicidad violenta y abigarrada del presente -de lo que fue, tanto para Del Barco como para nosotros, nuestro presente- en un insustancial y eterno Vacío sin cualidades.

Lo que estamos diciendo es algo harto elemental: no puede ser lo mismo asesinar (porque es un asesinato, y no nos cansaremos de repetir que ética y políticamente condenable, aunque las circunstancias parezcan obligarlo) a un comisario general, a Bush o al jefe de la CIA, que planificar un genocidio . Para esto último se necesita -o al menos, se necesitó casi siempre en la historia- tener el poder del Estado; y, éticamente (en el sentido de una ética objetiva , no de la moral personal) y políticamente, no es lo mismo matar teniendo el poder y los instrumentos «legales» del Estado que no teniéndolos. Por eso -y no por sus psicologías individuales, que no vienen al caso- no son lo mismo los cuatro nombres (y podrían ser muchos más) que da el autor, que Videla y Cía. (y obsérvese que ni siquiera mencionamos la diferencia entre matar por la creencia en un mundo mejor y matar por conservar, o empeorar, éste, lo cual nos llevaría a un debate interminable, y posiblemente irresoluble, sobre la dialéctica medios / fines).

Pero incluso tomando uno solo de los «bandos», tampoco es lo mismo -y somos conscientes de que nos metemos aquí con una cuestión delicadísima- dos de los nombres que el texto menciona que los otros dos (y no somos nosotros, sino Del Barco, quien ofrece esos nombres que no forman, ni lo hicieron nunca, parte de nuestro panteón personal). Quiero decir -aunque suene impertinentemente «romántico»- que no es lo mismo morir en combate que seguir viviendo para hacer lo que hicieron algunos jefes «sobrevivientes» de las «formaciones especiales». No se trata de la muerte en sí misma, que no es garantía alguna de dignidad, mucho menos de tener razón; se trata, simplemente, de que de los primeros ya no podemos saber cuál hubiera sido su conducta posterior, de los otros lo sabemos perfectamente. Y no hace falta aclarar tampoco que no estamos proponiendo ninguna purificación por el combate -tanto menos por esa política combatiente de la cual en su momento estuvimos en enfático desacuerdo-. Sólo estamos apelando a una diferencia fundamental, que una vez le escuchamos hacer a Jorge, entre un héroe y un hombre serio . Y a otra diferencia fundamental, entre ellos dos y un canalla . Si no hay esa diferencia, si en el fondo son todos iguales (¿que se vayan todos? ¿que no quede ni uno solo?), no hay posibilidad de política en serio , y entonces ganaron los canallas. Porque, la política es, en cierto modo, una Totalidad: no tiene lado de afuera, tiene horror al vacío. La que no hagamos nosotros -sabiéndolo o no- la hará alguien, y tendremos que soportarla sin pataleos. Por lo tanto, hacer política es precisamente identificar diferencias en el interior de esa Totalidad. No estamos hablando de militancias partidarias, de «compromisos» cotidianos: escribir y publicar , al menos como lo hacen Del Barco y ustedes dos, es hacer política en el más estricto sentido: interpelar a la polis , aunque parezca que ella responde con desgano. Se puede, en forma individual y subjetiva (tan individual y subjetiva como un acto de contrición, si bien se trata de una subjetividad «inauténtica», ya que se la pone por escrito ) renunciar a la política. Lo que no se puede -so pena de precipitarse en la estetización de la política de la que hablaba Benjamín, o en la promoción a rango de Belleza Eterna del Mal radical sartreano- es pretender que esa renuncia se transforme, para los «todos iguales», en el reino de la Armonía universal conquistado a fuerza de actos contritos. Se puede -y se debe- reflexionar sobre el tristemente conocido hecho de que las revoluciones llevan injertados los gérmenes del Terror, que hacen siempre necesarias otras revoluciones (o reacciones, según el caso). Lo que no se puede -y no es que no se deba : sencillamente no se puede – es incurrir en la creencia (algo bien distinto, se sabe, de la muy respetable fe auténticamente religiosa) de que aquella comunión ecuménica de los arrepentidos y contritos evitará que los condenados de la tierra vuelvan a empezar cada vez, aun a riesgo de cometer errores «criminales». Y, finalmente, para (no) decirlo todo: se puede -y, en ciertas circunstancias, se debe- evocar, exhibir, poner en cuestión, los propios fantasmas, incluso los que se presuponen de toda una generación. Lo que no se puede -ni se debe- es pretender, tampoco aquí, que sean iguales para todos.

Los saluda fraternalmente,

Eduardo Gruner

Notas

1 No puedo evitar, aquí, la tentación de la ironía: ¿Por qué, en la «serie asesina» de Del Barco, no figura Marx? ¿O es que acaso haber sido «mal interpretado» exime al máximo teórico de las revoluciones modernas de la responsabilidad de haber dado lugar a las malas interpretaciones? La respuesta es, desde ya, obvia: la Historia ( malgré los neo-historicistas / neo-retóricos / neo-hermenéuticos «post» a la Hayden White et al ) no es solamente una cuestión de interpretación.

Es notable y sugestiva la manera en la cual, en este intercambio, insiste el nombre de Sartre: ¿es un mero efecto de este «año sartreano» en el que hemos entrado? Quisiera pensar que hay algo más: años más años menos, y cualesquiera sean las referencias «generacionales» que hace Del Barco a los que podrían ser sus «hijos» (un tema que merecería todo un número de la revista sobre cierta ligereza en la adjudicación de paternidades y filiaciones), no cabe duda que nuestra generación, para bien o para mal, es inevitablemente «sartreana». Es la generación que no pudo menos que verse obligada a discutir, tarde o temprano, el dilema de «las manos sucias», o la dialéctica de la violencia del prólogo a Fanon. Como se dijo en otro siglo de Spinoza, todos tuvimos, sin remedio, dos filosofías: la nuestra (fuera cual fuera) y la de Sartre. O, parafraseando a un ex presidente argentino: sartreanos… somos todos.

Insistamos, pues, con Sartre: «Se escribiría para arrancarse a lo subjetivo: pero ¿cómo hacerlo, si no porque uno ya ha empezado por tomar distancia de él? La exteriorización de la singularidad ya la convierte en universal-singular «. Y, unos párrafos más adelante, algo que en el contexto de esta discusión debería resultarnos (ahora sí: a todos) por lo menos inquietante: «La universalización mórbida es aquí falsamente objetiva, y no puede engendrar ni regla ni contenido: a lo sumo puede, para halagarse, producir relatos simbólicos y sadomasoquistas, donde todo está ya arreglado para mostrar el vicio recompensado o la virtud castigada».

Publicado en www.elinterpretador.net