Querido Florencio:

Estoy pasando unos días en Aldington, en casa de unos amigos. Aldington está situado en un lugar del sur de Inglaterra, bello, anegado y solitario, donde crían ovejas. Desde aquí se ve, en una lejana franja, el mar, que podría ser un río. El paisaje me recuerda un poco el nuestro, salvo la ondulación natural del suelo, la moderación del canto de los pájaros, el absoluto silencio y la oscuridad perfecta de las noches. Es probable que en otras noches se oiga el croar de las ranas y que brille una luz extraordinaria ¿pero qué espera el tiempo para volver exuberante a la naturaleza? Estamos en pleno verano.


Hay en mí una mezcla de nostalgia y de goce que no sabría explicar. La similitud y disimilitud del lugar, comparado con mi tierra, provoca alborozo en mi ánimo cuando vago al atardecer por los caminos sinuosos que llevan al pueblo. No muy lejos de aquí, un campamento de gitanos, rubios, altos y feroces, con carros pintados de colores violentos, con manijas, bisagras y guardabarros de bronce, llamó mi atención. La primera vez que lo vi fue el día del año en que los gitanos lavan la ropa: la habían tendido alrededor de las carpas, ocupando casi una manzana.


Hay un bosque, de abundante vegetación con muchas flores rosadas; creo que te gustaría como a mí. Dos veces logré perderme en él, en su oscuridad, que me fascina. Observamos con mis amigos que de trecho en trecho (sin quitarle belleza, pero dándole quizá un aspecto lúgubre), se abren hoyos en el suelo, con visibles restos de raíces rotas; diríase que alguien, un jardinero de prisa, hubiera sacado plantas con el terrón de tierra para trasplantarlas. Junto a algún hoyo queda una arpillera raída y húmeda, una colilla o una lata vacía. Ml atrae ese bosque y secretamente deseo que la noche me sorprenda alguna vez perdida en él, para que yo me vea obligada a quedarme entre las flores rosas y los helechos, sobre el musgo, acostada, con ese miedo que me agrada, como suele agradarle a los niños.


Me dijiste que el miedo fue siempre una de mis favoritas distracciones. Esas locuras mías son las que gustan más, porque demuestran que aún queda en mí un resto de infancia. No soy valiente, pero en mi inconciencia jamás rehuyo el peligro; lo busco para jugar con él. No lo olvides: he quedado sola en este desamparado lugar de Inglaterra, en una casa sin persianas, con ventanales de vidrio, alejada de otras viviendas, sin ni siquiera un perro para cuidarme. Mis amigos se fueron a Londres. Es claro que el sitio es tranquilo y la gente tan buena, que al salir ponemos la llave sobre el soporte del farol de entrada, de modo que el almacenero, el lechero o el cartero puedan dejar paquetes o cartas adentro de la casa. Todo el pueblo sabe dónde está la llave de la puerta de entrada.


Debo confesarte que en el primer momento vacilé ante la idea de quedar sola aquí. Me gusta compartir el miedo aunque sea con un perro o un gato, pero ¿qué placer podría sentir? La picadura de una avispa en la pierna izquierda, que me dio fiebre (me duele todavía), los discos maravillosos que no he oído bastante en el fonógrafo, la lectura de Rómulo Magno de Dürrenmatt y cierta inercia me indujeron a quedarme. Luego, cuando quedé sola, y empezó a caer la tarde, una angustia intolerable me sobrecogió. Tuve que tomar pastillas de Ampliactil, como esas mujeres de las cuales te burlas. Todo eso sucedió ayer. El cielo, donde buscaba los Siete Cabritos, las Tres Marías, la Cruz del Sur, porque no conozco otro cielo y porque me parece que todos los cielos tendrán que ser como el nuestro, se cubrió de nubes. Una tormenta, que podía competir con las de mi provincia se desencadenó. El mar, a lo lejos, parecía colérico. La noche sobrevino más temprano, por suerte; digo por suerte, porque la oscuridad me daba menos miedo, tal vez, que las imágenes que estaba viendo, pues aunque busque el miedo, éste excedía mi deseo. Acurrucada en un sillón, el más alejado de la ventana, me puse a leer, mientras el cielo organizaba truenos y relámpagos, y la lluvia, con su cortina espesa y fría, sin protegerme, me separaba del mundo.


Esta mañana me desperté feliz de haber vencido esa parte tan vulnerable de mi ser. Caminando fui de nuevo al bosque: me perdí entre las flores rosadas y los crujientes árboles: «Sola, sola, sola», repetía, regocijándome con mi soledad. «Estoy sola.»


¿Qué es el miedo? Ciertamente cada ser tiene su propio miedo, un miedo que nace con él. En mi caso no guarda proporción con el peligro que me acecha. Hoy, por ejemplo, ¿por qué no tengo el miedo de ayer? La misma soledad absoluta me circunda. Las ovejas grises que pastan a lo lejos son como piedras grises que se mueven. ¿Por qué no me dan miedo? 
Temprano, tres veces por semana, viene una mujer reumática a hacer la limpieza de la casa; todavía estoy durmiendo cuando oigo sus cantos desafinados, como un zumbido. El jardín se cuida él mismo. Nada cuida mejor un jardín que la humedad. Los dueños de la casa dicen que se encargan de regarlo, cuando vienen a vivir aquí, pero hay tanta humedad natural que no han de regarlo nunca, por más que se jacten de ello.


Interrumpí esta carta para preparar una taza de té. Esta cocinita de gas es muy práctica: en dos minutos todo está listo. Mientras te escribo, bebo el té. Escri birte con la pluma en la mano derecha y sostener con la izquierda la taza en que bebo un manjar que preparo tan bien, es una felicidad que no cambio por ninguna otra. No, aunque no lo creas: no cambio esta felicidad por ninguna otra, ni por estar a tu lado. ¡El amor es tan complicado con todos sus ritos! No me vengo de ti. El poniente ha iluminado los vidrios de rojo. Ahora estoy sentada frente al ancho ventanal del dormitorio, desde donde diviso el campo y una franja lejana, como otro campo, de mar. No comprendo mi temor de ayer. La soledad se intensifica a esta hora. El zumbido de un moscardón golpea los vidrios: abro la ventana para que se vaya.


Nunca oí tantos silencios juntos: el de la casa, el del campo, el del cielo. Con cuidado pongo la taza sobre el plato de porcelana. Cualquier ruido sería estruendoso. Recuerdo un poema de Verlaine, titulado «Circunspección»: «No interrumpamos el silencio de la naturaleza, una diosa taciturna y feroz» decía un verso.


Desde hace unos instantes oigo un ruido, un ruido que me trae algún recuerdo de infancia, el ruido que hace una pala (hermana del rastrillo) en la tierra húmeda. ¿Pero quién puede trabajar a estas horas? ¿Una pala invisible? Si pienso un poco puedo asustarme. ¿Prefiero que esa pala que golpea rítmicamente la tierra sea invisible? Involuntariamente, de un misterio elijo la versión que más me asusta. Me vuelvo hacia el Este donde está el otro ventanal, que no tiene mayor atractivo. Hay una bolsa en el suelo. La bolsa se mueve: es un arrodillado. Está cavando la tierra. ¿Por qué está arrodillado? Hace un esfuerzo inaudito con los brazos. Para cavar la tierra, habitualmente los jardineros hincan la pala con la ayuda del pie. La postura del hombre es extraña. ¿Será un vecino que viene a robar plantas? ¿Qué plantas? Hay alverjillas rosas, salvias, dalias, nardos, caléndulas, brincos ¡qué sé yo! Pero no hay plantas grandes. ¿Para qué está cavando ese hoyo? ¿Para qué? Habrán mandado una planta de algún vivero. ¿Por qué no me avisaron? Pero a esta hora nadie trabaja. Dentro de un rato, ese hombre tendrá que irse y podré acurrucarme en un sillón tranquilamente para oír los discos. Ahora no puedo interrumpir con otro sonido el ruido de esa pala. Cerrando los ojos sueño que vivimos en esta casa, que es nuestra y que tenemos un jardinero, que está trabajando afuera. Se acerca la hora de la cena, hora en que volverás. Soy feliz. 
Sospecho que el comienzo de esta carta no fue del todo sincero. Te extraño. No tengo motivo para ocultártelo, salvo este orgullo que me oprime el cuello, como si tuviera manos para estrangularme.


A través del vidrio del ventanal, el hombre ¿será un hombre? se mueve pesadamente. Miro mis brazos y compruebo que tengo frío, por consiguiente miedo. Al alcance de mi mano está el televisor. Muevo los diales. Con avisos, imágenes (aunque sean para niños), música, noticias, cualquier noticia, llegaré a no oír el silencio, que encuadra mi susto. El hombre me mira mientras hinca la pala: ahora lo advierto. No sé si la sombra es negra o su cara, debajo del sombrero raído. Su figura corpulenta se pierde en la oscuridad de la noche, que va cayendo del cielo. Diríase que sólo la tierra está iluminada, con los últimos reflejos del poniente.


Si en esta casa hubiera una jaula con un pájaro, o un animalito cualquiera, sentiría menos miedo. El televisor tarda en funcionar. ¿Le faltará la antena? Oigo el ruido de la pala. Muevo los diales: la pantalla se ilumina intensamente. ¿Antes de llegar a enfocar las imágenes tendré que morir? El esfuerzo me calma un poco. Como verás, manejo los diales con la mano izquierda. Podrías creer que no estoy escribiendo con la mano derecha ¡tan temblorosa es ahora mi letra! Las imágenes aparecen nítidas. En sus casas miles de señoras e starán tejiendo, dando de comer a sus hijos o comiendo ellas mismas; más bien, habrán terminado de comer, los hijos estarán durmiendo (pues aquí se come muy temprano), viendo tranquilamente lo que estoy viendo; propagandas de trajes de baño, de aceite bronceador, de cepillos Kent con su peine elástico, de jabones para el cutis, de supositorios para infantes que ríen en vez de llorar. Luego las noticias policiales. Oigo la voz que da los informes: un hombre peligroso, portugués de cuarenta años, corpulento asesino, llamado Fausto Sendeiro, alias Laranja, que trabaja de jardinero, asesina y mutila a mujeres, para abonar las plantas que distribuye caprichosamente ¿Cómo no se descubrió antes?, dice el locutor. Parece que dos mujeres lo secundan, vestidas con trajes anticuados, vendiendo baratijas. Fausto Sendeiro, durante el atardecer, cava los hoyos donde arroja a sus víctimas para plantar encima arbolitos que saca de los bosques. Jamás existió asesino tan trabajador. ¿Cuántas mujeres habrá matado? ¿Cómo? El primer jardín donde hizo las excavaciones, por pura casualidad aparece en la pantalla. Una bolsa quedó olvidada, con las impresiones digitales. Veo el jardín macabro, con las excavaciones y unas pobres plantas en el suelo. Desconecto el televisor. El ruido de la pala continúa. No puedo casi moverme. Estoy paralizada. El hoyo se agranda; es un agujero negro. Junto al agujero vislumbro una planta tirada en el suelo. ¿Dónde podré esconderme? Estoy en una casa de vidrio, y el hombre me mira continuamente. No hay teléfono. Arrastrándome como un gusano podría tal vez llegar hasta la puerta de entrada o hasta el dormitorio, donde está mi cama, sin ser vista. ¿Pero si al verme hacer esos movimientos deja su trabajo y viene corriendo hacia mí, para clavarme el cuchillo que llevará en el cinto, o para estrangularme con sus manos enormes? ¿En cuántos pedazos me cortará suponiendo que lleva un cuchillo en el cinto, y en cuántos minutos me estrangulará, suponiendo que oprima mi cuello con sus manos enormes? No puedo alzar la vista hacia la puerta: las dos mujeres están allí. Ya entraron: sin golpear. Una de ellas tiene un sombrero con lentejuelas, plumas y gasa, la otra un gorro de paja con cerezas; visten faldas almidonadas, negras, y llevan cada una de ellas una valija de cuero. Musitan a un tiempo: «Venimos, señora, a venderle unas cositas interesantes» (es la única frase que saben decir). De las valijas sacan blusas de nylon medias, prendedores, fotografías de árboles y de buques, y frascos de bombones que me ofrecen.


-Acabo en seguida con estas cuentas -les digo-. Mis gastos.


Se sientan, para esperarme, ofreciéndome un bombón, entre sus dedos largos. ¿Ese bombón contendrá un soporífero? Son mujeres piadosas. Se miran y ríen.


-¿Pronto serviré de abono a una planta? -les pregunto.


No saben lo que quiere decir abono, ni planta, ni pronto. Tomo el bombón y lo llevo a la boca: tiene gusto a chocolate, al último bombón, a la última etapa del miedo, que me comunica con Dios. Siento un agradable sopor que me vuelve atrevida. 

-¿No quieren tomar té? -les pregunto, sin dejar de escribir. Con el índice de la mano izquierda señalo la taza que está sobre la mesa, y la tetera.


-Sí -responden al mismo tiempo, mirándose de soslayo-. ¿Cha cha?


Mientras tomen el té pondré a salvo mi carta. La dirección ya está en el sobre y…

Silvina Ocampo

Publicado en Las invitadas , Buenos Aires, ediciones Orión, 1979.


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