La palabra final: relato y fatalidad en la carta del suicida.
El caso de Carta de una desconocida, de Stefan Zweig.

Por Mateo Niro et al.

El prolífico escritor austríaco Stefan Zweig publicó en 1927 la nouvelle Carta de una desconocida. En todos los casos, el relato se estructura en base a una única extensa carta que arriba a las manos del hombre que fue objeto de deseo de quien, anónimamente, remite la misiva. Y se utiliza aquí el pretérito porque, por el hecho de saber que esa carta ha llegado al ¿correspondiente? destinatario, tanto éste, lector diegético, como los lectores de la nouvelle, extra-diegéticos, sabemos que ésas fueron las palabras finales de la mujer que no firma la carta, la desconocida. El lector interno y el lector externo parecen acompañarse en esa ceremoniosa (cadenciosa) lectura epistolar, lenta y ensimismada, como sucede con cualquier carta, pero aún más si se sabe que se trata de una carta siempre póstuma de un suicida.
La carta del suicida es un tópico de la literatura y también un tópico de la vida, si es que se permite el oxímoron. Es que la carta funcionó como el sistema óptimo para lograr transmitir un mensaje complejo a un receptor tardío, a un otro que accede al mismo solamente una vez que todo se hubo cumplido. El diferimiento (el ahora de la enunciación no es el mismo ahora de la recepción) y la ausencia (el receptor no se encuentra presente en el acto enunciativo) parecen ser las coartadas claves del suicida: puede reflexionar sobre sus dichos, pausarlos, volver a él cuantas veces quiera antes del envío, como cualquier mensaje escriturario; pero todavía más nuclear en la estrategia de darse fin es esta posibilidad de poder enunciar un relativamente extenso texto sin ser interrumpido ni interpelado en lo inmediato, ni en los dichos, ni en sus sucesivos hechos.
En otro trabajo, proponíamos una reflexión sobre la mentira siempre latente en la carta . En éste, intentamos presentar un reverso de aquél, su contracara: el deber de azuzar el implícito de la mentira de la carta a través de la evidencia del dicho sobre la verdad y nada más que la verdad.

El enigma en el relato y la fatalidad
Una novela del también prolífico Simenon (1963) exhibe de manera oficiosa desde el propio título de qué se trata lo que se leerá: Carta a mi juez, así es el nombre de la novela. La carta al juez es un elemento prototípico que interviene como prueba esencial en el derrotero burocrático de una persona que quiso y cumplió con darse muerte. Por supuesto que no es la única, pero ahí está como confesión de parte y relevador de pruebas. Y también está como un enunciado catártico o de envalentonada persuasión que echa luz sobre las oscuras razones de aquella decisión final.
Si tomamos entonces a la carta del suicida como un tipo textual, y en la medida en que esta tipología es absorbida por la novela, nos permite dar cuenta de un par de elementos distintivos de la construcción del relato: el enigma y la fatalidad. Como en la más tradicional estructura de la carta, se parte desde y se arriba al momento de la enunciación; pero en la carta del suicida, por cuestiones vitales, el segmento que va de un presente a otro referenciado en la primera persona sólo se constituye de pasado. El mojón de inauguración de ese pasado que se comenzará a desandar será aquel que resulte significativo en función de ese presente de la enunciación en el cual se concluye. Y como fatalidad, pase lo que pase, ese último presente estará signado por la inminente muerte del autor, el fin de la historia. Digamos para sintetizar en función de la progresión del relato: desde el vamos ya se sabe quién es la víctima y quién el asesino. El enigma, entonces, está puesto no en el qué sino más bien en el por qué.
Recurrimos, entonces, a Carta a mi juez de Simenon. Y nos sirve como cotejo porque se estructura como una heterodoxa novela policial. Sabemos que este género en particular exalta la funcionalidad del enigma. Decíamos que es heterodoxo porque en Carta a mi juez hay un enigma a develar, pero lo que no se sabe es cuál es ese enigma. El enigma de base es qué lleva a este pobre hombre a escribirle una carta al juez, es decir, la justificación, el pedir la palabra. Y en esto, no es poco pensar que pide la palabra porque se va a suicidar; con tamaño esmero, el acto enunciativo queda suficientemente justificado. Con esa cuenta saldada, queda por desovillar la madeja sobre el por qué. Citamos un fragmento:

Mi madre empezaba a hacerse vieja y, negándose a admitirlo, se consumía en las faenas de la mañana a la noche.
Bien. Le seré absolutamente sincero. Si no, mi juez, no vale la pena escribirle. Le voy a resumir en dos palabras mi estado de ánimo de entonces.
Primero: cobardía.
Segundo: vanidad.
Cobardía, porque yo no tenía el valor de decir no. Todo el mundo estaba contra mí. Todo el mundo, por una especie de acuerdo tácito, me empujaba a aquel matrimonio.
Ahora bien, yo no deseaba a aquella mujer tan sorprendente. Tampoco deseaba especialmente a Jeanne, mi primera mujer, pero, en aquella época, yo era joven, y me casé por casarme. (71)

Como vemos, existe un ánimo esclarecedor frente a cada suceso descripto. Estos conducen de una forma encadenada a intentar esclarecer, en resumidas cuentas, el gran suceso. Esto, por más que no esté explicitado en cada paso, el relato mismo lo prevé.
Pero también, y aquí nos detendremos, esta cita presenta un meta-discurso sobre el valor de verdad de aquello que dice. Subrayemos ese sintagma en la cita: “Le seré absolutamente sincero. Si no, mi juez, no vale la pena.” Pero, ¿qué es lo que no vale la pena si no es sincero? Lo que no vale la pena es la carta misma. ¿Qué sentido tendría la carta mentirosa de un suicida? Los muertos no especulan. Por ende, los muertos no mienten.

El problema de la verdad
La carta parece siempre estar a expensas de ser interpretada como mera simulación. La carta, dice Derridá (2001) en su extenso texto sobre estas prácticas, siempre puede ser una carta falsa. Y falsa puede ser la correspondencia fáctica entre el yo que enuncia y el yo que escribe, el tú que se enuncia con el tú que lee, y también el referente esgrimido con el referente empírico. Muy endebles son los cimientos de la veracidad en el discurso epistolar. Como decíamos, diferimiento y ausencia son las piedras de toque de esto. Así lo dice Kafka en sus célebres cartas a Milena:

La gente apenas si me ha engañado, pero las cartas sí; y en verdad, no sólo las de otras personas, sino también las mías propias. En mi caso éste es un particular infortunio del que no diré más, pero al mismo tiempo, también un infortunio general. La fácil posibilidad de escribir cartas debe de haber traído al mundo -vista nada más teóricamente- una terrible desintegración de las almas. (253)


Con el objeto de apuntalar esos cimientos pero partiendo de aquel secreto a voces, el suicida necesita fijar el carácter verdadero del propio discurso epistolar, al menos en relación a esa única-última carta. Ya lo vimos en la cita de la novela de Simenon. Veámoslo ahora en el análisis de Carta de una desconocida de Zweig.
La novela comienza cuando el famoso novelista R., de regreso en Viena, encuentra, entre su correspondencia, una frondosa carta que carecía de firma y remitente. Estaba escrita, según reza la novela, con una muy estrecha letra femenina. El extraño encabezado decía: “A ti que nunca me has conocido” (9). De pronto, dice ya en el límite de la breve narración que rodea a la extensa carta en la novela, saciando su curiosidad, comenzó (comenzamos) a leer (9):

Mi hijo ha muerto ayer. Durante tres días y tres noches he estado luchando con la muerte, queriendo salvar esta pequeña y tierna vida, y durante cuarenta horas he permanecido sentada junto a su cama, mientras la gripe agitaba su pobre cuerpo, ardiente de fiebre día y noche. Al final he caído desplomada. Mis ojos no podían más, y se me cerraban sin que yo me diera cuenta. He dormido durante tres o cuatro horas en la dura silla, y mientras dormía se lo ha llevado la muerte. (9)


Si se tratara éste de un texto argumentativo –que, de alguna manera lo es, aunque no intentaremos ir más allá de esto-, el comienzo (exordio) de la carta tiene que ver enteramente con lo que Aristóteles denomina en su retórica, Captatio benevolentiae. El objetivo de atraer la atención del enunciatario apela al arte de conmover, y esta carta necesita ser leída para lograr el objetivo impuesto: ser reconocida. A partir de allí va a definir el carácter de su relato:

Sólo a ti quiero hablarte, decírtelo todo por primera vez; debes conocer toda mi vida, que ha sido siempre tuya y de la que nada has sabido jamás. Pero este secreto mío deberás conocerlo sólo después de mi muerte, cuando ya no necesites contestarme, cuando esto que sacude mis miembros, este escalofrío, signifique realmente el fin. (11)

Como detalla Nora Bouvet (2006: 17 y ss.) en el volumen de la enciclopedia semiológica que trata sobre la escritura epistolar, la carta va unida necesariamente al secreto. En eso se basan las normas públicas sobre la inviolabilidad de la correspondencia, y en eso se basa también la raíz del término “secretario”. De esa misma manera –que pervive en la actualidad- se denominó al mueble, al manual y al oficio de escribir cartas. Esta larga carta revela como secreto su secreto, y a él solo le dice todo, no hay zona oscura que desee no decirle. Una vez más subyace la idea del ¿para qué de otra forma?, ¿qué sentido tendría ocultar, no revelarle el secreto? Pero para esto debe subrayar, también desde el propio inicio, que si esa carta ha llegado a sus manos es porque es dable inferir esa premisa elidida sin dejar dudas: los muertos no especulan.

No debes temer mis palabras; una muerta ya no quiere nada: ni amor, ni compasión, ni consuelo. Sólo deseo algo de ti, y es que creas todo lo que mi dolor, que en ti se refugia, te dice. Créeme todo; sólo ése es mi ruego; no se miente a la hora de la muerte de un hijo único. (11)


El problema de la carta es, como decíamos en la introducción, que es muy fácil mentir. Entonces se requiere un énfasis especial sobre el carácter veraz del mensaje que soporta la misiva. Lo que, por si eso fuera poco, se acompaña con el sacrificio de la propia vida sesgada en la pira del altar.
Como cita que fortalece aún más el andamiaje sobre la veracidad en tanto carta final, la carta de la desconocida repone una escena de cuando ella vivía aún creyendo que viviría para siempre, cuando ella le ocultaba que el hijo era también hijo de él. Y se pregunta retóricamente por qué le ocultó ese secreto hasta ese momento.

Nunca me hubieras creído, nunca hubieras creído a la mujer extraña que se te había entregado sin reparo, sin resistencia alguna durante tres noches; nunca hubieras creído a aquella anónima capaz de tanta fidelidad hacia ti, que eras tan fiel, y jamás le hubieses reconocido, sin desconfianza, como hijo tuyo. (31 y 32)


Este desarrollo también se monta sobre aquel elemento implícito de que los vivos pueden mentir, lo muertos no engañan.

El anónimo y la muerte

Desde la antigüedad, la carta fue descripta como un diálogo en forma escrita. Dos o varios interlocutores participan así de una sucesión de enunciados polifónicos que reponen ostensiblemente enunciados anteriores y anticipan los próximos. Citamos cualquier carta del propio archivo de correspondencia del Centro de Documentación Epistolar:

6/6/85
Australia
A mis tres amores
Estoy contento, recibí carta, una tuya, vieja, con una cartita de Claudia, y otra de Roxana. Me alegro mucho que la fiestita de Roxi haya sido tan linda y que la hallan pasado bien
(…)
Si podés escribime a Madryn con las novedades de Buenos Aires y de como están ustedes. A mis tres reinas un besote
PAPA


Esto, que no genera ninguna sorpresa, encuentra la dedicación de los primeros párrafos ligados al eslabón anterior de la cadena (recibí tu carta, etc.), mientras que los últimos párrafos prevén, de alguna manera, la respuesta de esta misma a través de uso de modalidades de enunciación interrogativas (¿cómo están ustedes?) o imperativas (escribime). La enunciación epistolar considera entre sus mismas cláusulas de género la fórmula de su propia supervivencia.
Y cuando no hay respuesta, no hay, redundantemente, correspondencia.
En la Carta de la desconocida, podemos relevar dos condiciones definitorias que determinan el escándalo de la no-correspondencia: uno es el anónimo; el otro es la muerte.
La carta, por su naturaleza escrituraria de diferimiento y ausencia, requiere anclajes de enunciación. La deixis demanda antecedentes que le otorguen un sentido en el texto: cuándo es hoy, dónde es aquí, a quién se refiere el enunciado, quién es el yo que enuncia. Para esto se parte de la nominalización del lugar y fecha de enunciación, el nombre del destinatario, la rúbrica del que escribió. La firma establece un sentido al yo del texto, pero también constituye un elemento central en la carta: Austin (1982), en su análisis de los performativos, luego retomado por Derridá (1998), la propone en su noción de fuente de enunciación. Así como en los enunciados orales la fuente de la enunciación es la persona, de cuerpo presente, que enuncia; en los enunciados escritos, el autor firma. Una firma implica la no-presencia actual o empírica del signatario. “Pero -y citamos al análisis que hace Derridá- señala su haber estado presente en un ahora pasado, que será todavía un ahora futuro, por tanto un ahora en general, en la forma trascendental del mantenimiento”. ¿Qué sucede frente al anónimo?
El anónimo borra en un solo gesto esa presencia pasada, este testimonio de haber estado: no hay una posibilidad de otorgarle un sentido al yo y tampoco hay un sujeto responsable del texto. Pero podemos agregar algo más a la aberración del anónimo. Siguiendo la línea de la misiva como interlocución: ¿Cómo se responde una carta anónima? El anónimo rompe de cuajo la cadena enunciativa de la correspondencia.
La carta de la desconocida es una carta anónima. De ahí el nombre de la nouvelle; y esto es lo que está en juego en toda la novela.

Ni me reconociste entonces, ni me has reconocido nunca. ¿Cómo podré, amor mío, describirte mi desilusión de aquel momento, de aquella primera vez en que sentí mi sino de no ser reconocida; este destino que acompaña toda mi vida –con el que muero al fin- de ser desconocida, siempre desconocida para ti? (26)

Siempre, dice en la carta, y así será hasta la mismísima muerte:

Era preciso que esta vez hablase contigo; pero en lo sucesivo vuelvo a ser muda, vuelvo a la oscuridad, como siempre, para ti. Pero este grito no llegarás a oírlo mientras esté viva todavía; sólo después de mi muerte recibirás este legado mío, el de una mujer que te ha amado más que a nadie y a la que nunca has conocido, el de una que siempre te ha esperado y a la que no has amado nunca. Tal vez me llames al oír mi grito, y yo te seré infiel por primera vez; no te oiré desde mi tumba; no te dejo ningún retrato, ningún recuerdo, como tampoco tú me lo has dejado; nunca me reconocerás, nunca. Ha sido mi destino en la vida y lo será en la muerte. No te quiero llamar en mi última hora; me marcho sin que sepas mi nombre no conozcas mi rostro. (49)


La carta aberrante es la carta que no puede ser correspondida. Y así como el anónimo imposibilita la respuesta, la muerte la vuelve definitivamente nula. Los muertos, se sabe también, no pueden leer.
En Carta de una desconocida (1927) de Stefan Zweig, el relato se da a través de una extensa carta de una mujer desesperada a un afamado escritor, vecino de su infancia, admirado en su incipiente juventud, padre de su pequeño hijo que yace muerto a sus pies mientras ella escribe. Ese suceso mayúsculo es lo que desata la frondosa escritura, el develamiento del secreto, el motivo de su inminente suicidio, la gota que rebasa el desánimo.

Ahora sí el final
La novela de Michael Cunningham que también fue llevada al cine, Las horas, trae a cuenta fragmentos de la vida de Virginia Woolf. Pero comienza con la escena penosa de ella saliendo de la casa con gruesísimo abrigo, dejando la carta para su amado Leonard, caminando hacia el río, cargándose de piedras los bolsillos de su sacón, internándose en el agua, suicidándose por fin. Luego, Leonard regresa del jardín y, dice la novela, “encuentra un sobre azul, dirigido a él, sobre la mesa. Adentro hay una carta.” (15)

Mi querido: Siento con absoluta seguridad que me estoy volviendo loca de nuevo; siento que no puedo volver a pasar por esos momentos terribles. Y no podré recuperar este momento. He empezado a oír voces y no me puedo concentrar. Así que voy a hacer lo que creo mejor. Me has dado toda la felicidad posible. Lo has sido todo para mí. No creo que haya habido dos personas más felices que nosotros, hasta que llegó esta terrible enfermedad. No puedo luchar más, sé que estoy arruinando tu vida, que sin mí podrías trabajar. Y lo harás lo sé. Como verás ni siquiera puedo escribir esto bien. No puedo leer. Lo que quiero decirte es que te debo toda la felicidad que ha habido en mi vida. Has sido completamente paciente conmigo e increíblemente bueno. Quiero decirte que… todo el mundo lo sabe. Si alguien hubiera podido salvarme, ese habrías sido tú. Todo se aleja de mí excepto la certeza de tu bondad. No puedo seguir arruinando tu vida. No creo que haya habido dos personas más felices que nosotros. V. (15)

Esta novela, como la de Zweig, desanda el camino fatal hacia la desgracia. Y, como aquella, enuncia la verdad pero con la regla de este juego epistolar que prescribe que las cartas del suicida nunca son correspondidas.

Bibliografía
• Austin, John (1982), Cómo hacer cosas con palabras , Barcelona, Paidos.
• Bouvet, Nora Esperanza (2006), La escritura epistolar, Buenos Aires, Eudeba.
• Cunningham, Michael (1998), Las horas, Buenos Aires, Grupo Editorial Norma.
• Derridá, Jacques (2001), La tarjeta postal, México, D.F., Siglo veintiuno.
• Derridá, Jacques (1998), Márgenes de la filosofía, Madrid, Cátedra.
• Kafka, Franz (1974), Cartas a Milena, Buenos Aires, Ediciones de la Flor.
• Simenon, Georges (1963), Carta a mi juez, Barcelona, Luis de Caralt.
• Zweig, Stefan (1986), Carta de una desconocida, Santiago de Chile, Editorial Andrés Bello.

Categorías: Libros