Carta no respondida 

Por Héctor Tizón

¿Qué quedaba de mí a los 36 años que aún pudiera ser dañado? 
FK, Carta al Padre

I

El joven K en el Sanatorio del Dr. Hoffmann, en la baja Austria, agoniza tendido en una reposera, asistido por su compañera Dora Diamant y su amigo Robert Kapstock, de vez en cuando alcanza a ponerse en pie y así se mira en el gran espejo del cuarto, ve sus cabellos aún oscuros peinados con raya de por medio, su nariz voluntariosa, sus orejas grandes, sus oscuros ojos brillantes de franca mirada curiosa, su boca sensual, todo enfundado en traje oscuro del cual sobresale su corbata a rayas y los puños con mancuernas de su camisa blanca de cuello alto.

El mismo hombre que ahora agoniza, es el que en el invierno de 1918-1919, mientras vivía en la oscura pensión Schelem, escribió las cuartillas que el mundo leería después conocida como la «Carta al Padre».

El joven Franz, aún espera respuesta a su patética carta.

II

En su cuarto en penumbras de una vieja casa de la calle Paniszka, en la parte recién restaurada del barrio judío de Praga, Hermann K, un hombre barbado de elevada estatura, corpulento, está sentado en una mesa, tiene puesto el birrete de tonsura. Sobre la mesa, junto al candil, cuya luz pálida y sucia parpadea, aclarando una breve y acotada superficie de la penumbra del cuarto y el manojo de cuartillas en donde el viejo Sr. K está tratando de escribir una carta a su hijo Franz.

Mucho es lo que el Sr. K quiere decir, pero al momento de pretender hacerlo, le faltan las palabras, la estructura del discurso argumental flaquea, se impacienta y teme, él, que había sido siempre facundo orador y un hombre seguro de sí mismo.

La carta del hijo había ido demasiado lejos, ha descorrido el velo de muchas cosas inconfesables y difíciles de contestar. Pero el padre hubiera querido decirle: «Creo que te regodeas con la debilidad de lo enfermizo, la soberbia de tu disciplinada inteligencia y tu estrategia de letrado».

Hubiera querido decirle que, en cierto modo lo había defraudado, que nunca entendió su afán de permanecer tanto tiempo encorvado sobre una mesa escribiendo páginas que quizá nadie nunca leería, en lugar de emplear su inteligencia fabulosa en las ciencias médicas, para lo cual con sacrificio lo había preparado, que tampoco aprobó nunca su gusto por las mujeres extrañas, ni sus vagabundeos con Max, con Félix o con Oscar Baun, o su intención de viajar a América, alentada insensatamente por su madre.

Pero nada de eso escribió, ni tampoco que a pesar de todo lo amaba. Y ya es tarde, la llama del candil se torna vacilante y buena parte de ese atardecer hasta la llegada de las sombras de la noche profunda releyó lo escrito. Después plegó las páginas por la mitad y se las echó al bolsillo de donde nunca saldrán.

Publicado en el suplemento Ñ del diario Clarín de Buenos Aires el 19 de mayo de 2007