Buenos Aires, Sudamericana, 2000

Así como existen las fallas en las prácticas del intercambio epistolar cuando las cartas se leen pero no se responden, o cuando ni siquiera se leen porque se extravían en los vericuetos del recorrido entre la mano que escribe y la mano que debería haber leído, también otro sinfín de cartas resulta que no atraviesan el normal devenir de la correspondencia. Éstas son las cartas que nunca se envían. Por arrepentimiento, por pudor, por orgullo, por anacronismo, las cartas quedan arrumbadas en el cajón del remitente como si no hubiesen sido jamás escritas. Esto último pasa, aunque no siempre. Si aparece un mono como Martín, el del cuento que da nombre al libro Cartas de amor , el recorrido puede empezar pero de la forma menos pensada. El narrador, enamorado por ese entonces de Liliana Bermúdez, se ve sorprendido por Martín, mientras relee por enésima vez las cartas de amor que no le mandaría por nada del mundo. El mono le arrebata las cartas y corre como si no fuese humano. Así, el oxidado dicho del elefante en un bazar podrá mutar esta vez por la variante de mono en un buzón.

Alertada la familia del acontecimiento comenzó la búsqueda. Organizamos batidas en grupos de tres, requisamos los baldíos, los canales desde San Isidro hasta el Tigre. Pedimos permiso en las casas altas para subir a las terrazas y revisar cada centímetro de San Fernando. No localizamos a Martín. Pero en cambio, logramos que todo el barro supiera que en algún sitio no lejano se hallaba un mono con una inquietante pila de cartas de amor. Los vecinos nos aseguraron que estarían pendientes del rastro de Martín, sospecho que no tanto por solidaridad como por la secreta esperanza de leer las líneas apasionadas que un muchacho le dirigía a una chica. Yo lloraba desconsoladamente y mi hermana trataba de tranquilizarme prometiéndome que lo hallaríamos a tiempo.

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