El ordenanza le entregó el sobre con una sonrisita ambigua y Tununa leyó, en el anverso: “Para la Srta. Tununa”, más abajo la dirección del Banco y todavía más abajo, en el ángulo inferior izquierdo, “Estrictamente personal”. Las señas del remitente, en el dorso del sobre, la intrigaron: “D.C. Pichincha 2110 piso 2’ departamento 12 Buenos Aires”. No recordaba conocer a nadie que viviese en ha calle Pichincha y cuyo nombre coincidiera con las iniciales D.C.

Durante toda la mañana tuvo tanto trabajo que no encontró un minuto para leer esa carta que le enviaba no sabía quién, por lo visto alguien que no estaba al tanto de su apellido ni de su domicilio. La leyó al mediodía, en el café de la esquina, mientras almorzaba un té con leche y un sándwich tostado.

En un primer momento no entendió nada y debió leer dos veces esa hoja de papel de estraza toda cubierta por una caligrafía prolija y diminuta. Quien le escribía era Donald Corey. Donald Corey le escribía desde dónde, desde la cárcel. Donald Corey le escribía desde la cárcel para decirle qué. Que estaba preso. Pero no le decía por qué estaba preso. Y entonces para qué le escribía, qué quería. Tununa se sintió aturdida y vagamente alarmada.

Hacía un año que Donald Corey había dejado de ser cliente del Banco, pero apenas Tununa leyó su nombre lo recordó. Era un inglés que no parecía Inglés porque era bajo y rechoncho, sin pezcuezo, con la cabeza redonda y rapada de marinero hundida entre hombros de boxeador. Además los ingleses se visten como ingleses y tienen un carácter que combine la cortesía y la indiferencia. En cambio Corey tenía el temperamento sanguíneo y extrovertido de un italiano y se vestía como un porteño enriquecido de golpe: telas brillosas, colores fuertes, oro en los puños de la camisa, en la corbata, en las muñecas, en los dedos y se perfumaba hasta apestar. Ni siquiera chapurreaba el español: hablaba como un porteño y usaba palabras del lunfardo. En cuanto a la educación, tenía la de un ex marinero que ahora se dedica a negocios en los que ha prosperado.

Pero era un tipo muy popular en el Banco, muy simpático, y manejaba gruesas sumas de dinero. Venía todos los días, con varios cheques. Saludaba a todo el mundo, buscaba conversación, hacía bromas en voz alta (por lo general demasiado alta) que él era el primero en festejar con grandes risotadas que terminaban en acceso de tos. A fin de año les traía regalitos. Cuando canceló la cuenta corriente y dejó de hacerse ver, su desaparición fue muy comentada. Después lo olvidaron. Y ahora ese Donald Corey resucitaba para escribirle una carta, justamente a ella, desde la cárcel.

Por qué a mí  se preguntó Tununa con aquel vago malestar. Al fin y al cabo no había habido entre los dos ninguna amistad. Buenos días, buenas tardes, cómo le va, hace frío, hace calor, diálogos triviales sin ninguna importancia entre una cajera y un cliente que no podía estar callado. 

Cierto, pero a fin de año Corey no le obsequiaba, como a las demás empleadas, un frasquito de perfume. Para Tununa había un libro en encuadernación de lujo, con una dedicatoria cuyo laconismo trasuntaba un gran respeto “A la Srta. Tununa de su agradecido servidor Donald Corey”. Ella leía el libro, siempre algún best seller norteamericano y después, si se presentaba la oportunidad, lo comentaba con Corey. Pero se daba cuenta de que a él no le interesaban los libros, no leía libros. De todos modos que le regalase un libro, y que antes lo hiciera encuadernar en cuero de Rusia o en piel de nonato, era un especia de homenaje. Tununa se sentía halagada aunque no le hubiese disgustado un frasco de perfume.

Y ahora ese Donald Corey le escribía desde la cárcel. No le revelaba por qué estaba preso pero dejaba entender que sería por muchos años. O tal vez exagerase, porque agregaba: “Aquí un día no pasa nunca, un mes es una eternidad”. 

A la tercer lectura Tununa pescó con qué intenciones Corey le dirigía aquella carta: “No tengo familia, ya no tengo amigos, no recibo visitas ni correspondencia. Soy lo que aquí llaman un paria, despreciado por todos”. Estaba bien claro: ese individuo pretendía cartearse con alguien (a quien, más adelante, le pediría que lo visitase) y la elegía a ella. ¿Con qué derecho? Tununa experimentó una mezcla de temor, alarma e irritación. Si Corey estaba preso, por algo sería. Porque había cometido algún crimen, un robo, una estafa o porque era un terrorista. Que se aguantase ahora las consecuencias pero que no la comprometiese a ella. Ella no era su amiga ni nada por el estilo. De modo que no le contestaría. Bueno fuera cartearse con un delincuente.

Durante el resto del día se sintió disgustada, intranquila y como bajo una amenaza de extorsión. No podía quitarse de la cabeza la idea de que Corey, desde la cárcel, se había propuesto envolverla en alguna matufia tenebrosa. Pero a la noche, en su departamento, volvió a leer la carta y se sorprendió de lo bien escrita que estaba. Era una carta delicadamente redactada, en un tono y con un vocabulario que costaba asociar al Donald Corey de un año atrás. El infortunio lo había mejorado.

“Señorita Tununa: No tengo la esperanza de que se acuerde de mí, ni merezco que me recuerde. En cambio yo nunca la he olvidado, y ahora menos que nunca porque ahora no dispongo de otra felicidad que la que puedan proporcionarme los recuerdos. Y entre mis recuerdos el más hermoso es el que guardo de usted”. Tununa sospechó, en  un relámpago, que esa frase lisonjera escondía una trampa. Y en seguida, en otro relámpago, que Corey siempre había estado enamorado de ella.

El párrafo final la conmovió: “Lo terrible de mi situación no consiste en estar privado de libertad. Lo realmente insoportable es que mi desgracia ocurra ante la indiferencia total de los hombres, del universo y acaso de Dios. Cuanto a mi me sucede no le quita el sueño a nadie. No tengo familia, ya no tengo amigos, no recibo visitas ni correspondencia. Soy lo que aquí llaman un paria, despreciado por todos. Y usted no se imagina qué suplicio espantoso puede ser, en una prisión el desprecio de los que están adentro, guardiacárceles y reclusos, sin que nada ni nadie venga desde afuera a decirnos que todavía somos un ser humano”.

A Tununa los ojos se le llenaron de lágrimas. Sí, podía imaginarse al pobre Donald Corey, antes tan alegre, tan vital, tan conversador, tan generoso, encerrado ahora en una celda desnuda, vestido con el traje a rayas del Penado 14, quizá con grillos en los pies, condenado a no hablar con nadie, a sufrir las burlas y las humillaciones de los demás presos y de los guardianes, que le harían la vida imposible. No me importa lo que haya hecho, pensó Tununa. Un hombre que es capaz de escribir una carta así quizás haya cometido algún desliz en sus negocios pero no es ningún delincuente. Donald Corey no podía ser un asesino, un sujeto de avería. Y ni hablar de terrorismo tratándose de un inglés de cincuenta años.

Le contestaría la carta. Después de todo ella no corría ningún peligro: Corey estaba entre rejas por mucho tiempo y desde su encierro en qué podía perjudicarla, en nada. Se sentó y escribió durante un largo rato en una hoja de papel azul que tenía impresas sus iniciales artísticamente entrelazadas: T.M. Una especie de  repentina abnegación, el deber de mostrarse magnánima con un pobre desdichado, las ganas de probar que el mundo no se ensañaba con él, le dictaron el encabezamiento: “Mi querido Donald”. Después, a medida que se internaba en la carta, la conmiseración por Corey se le entusiasmó: “No sabe la inmensa alegría y al mismo tiempo el hondo pesar que me causó su atenta del 18 del corriente mes. Alegría de que se haya acordado de mí, que tanto lo he estimado siempre. Pesar por su actual situación, que espero se solucione pronto y de la manera más feliz”.

No se daba cuenta, pero escribirle a un preso le producía un vago placer voluptuoso: Corey, preso, se había revestido de una especie de virilidad temible y violenta. Cuando iba por la mitad de la carta ya se había olvidado del Donald Corey pelirrojo, de hombros de boxeador y un metro y medio de estatura, y le escribía a un personaje imaginario, novelesco, a una suerte de bandido romántico injustamente encerrado dentro de una mazmorra. En la despedida se desató: “Contésteme lo más rápido que le sea posible, querido Donald. No sabe con cuánta impaciencia estaré aguardando unas líneas suyas. Y si necesita algo de mísi hay algo que yo pueda hacer por usted, dígamelo y lo complaceré volando. Su amiga, Tununa”. En el dorso del sobre estampó su nombre y apellido y las señas de su domicilio particular. Lo que no conseguía entender era que la carta de un recluso no consignase el número de calabozo sino tan campante, piso 2’ departamento 12, como si la prisión fuese una casa de departamentos. Varios días después, para salir de dudas, pasó por Pichincha y Caseros y comprobó que la dirección correspondía nomás a la cárcel y que el edificio no tenía nada de lúgubre.

Corey parecía haber tenido preparada su segunda carta, porque Tununa la recibió por correo expreso (vaya, pensó, dispone de un dinero para gastar) dos días después de haber despachado la suya. El “Querida Tununa” le cayó confianzudo. Una cosa era que ella lo llamase Donald a secas o querido Donald, porque eso formaba parte de la caridad que hay que tenerle a un preso, y otra cosa es que un hombre alzado contra la ley y contra la sociedad se dirija a una mujer decente como de igual a igual. Pero el resto de la carta conservaba el tono respetuoso de la anterior, aunque un poco más animado y decididamente más optimista.

Después de deshacerse en agradecimiento, Corey le proponía mantener entre ambos una “asidua correspondencia, así, como si conversáramos todas las tardes mientras tomamos el té juntos, porque la prevengo, Tununa, que nadie más que yo leerá sus cartas. En mi actual situación procesal mi correspondencia no está sometida a censura y puedo enviar y recibir cartas con absoluta libertad, de modo que por ese lado esté tranquila”. En el último párrafo le hacía un inesperado pedido: que le mandara un libro, “pero no novelas, no tengo paciencia  para leer novelas, sino algún libro de cuentos”. Tununa leyó asombrada: “Si fuese posible, cuentos de Maupassant”. 

Le envió un grueso volumen de Cuentos escogidos  de Maupassant, en edición rústica (le habría gustado hacerlo encuardernar, pero tampoco quería hacer esperar a Corey) con una larga dedicatoria. Junto con los cuentos le mandó una carta en la que, para distraerlo, le contaba algunos chismes del Banco, noticias periodísticas y cosas así, en tono desenvuelto como si le escribiese a un amigo de toda la vida. Hubiese querido preguntarle, sin dar mayor importancia al asunto, por qué estaba preso. Pero Corey jamás rozó el tema (salvo en una oportunidad en que Tununa no sacó nada en limpio) y ella, por discreción, tampoco. En cuanto al otro punto delicado (que él le pidiese que lo visitara) no hubo nunca la menor insinuación. Por suerte, porque Tununa se habría muerto antes que entrar en una cárcel de hombres.

Corey le comentó los cuentos de Maupassant en una forma que la desconcertó: “Los que más me gustaron son Dos Amigos, La Señorita Perla y El Collar de perlas. Parece mentira que un hombre tan dominado por la más baja sensualidad haya sabido expresar sentimientos tan finos, tan puros”. El libro no llevaba ningún prólogo. ¿De dónde sacaba Corey ese dato sobre Maupassari?. El Donald Corey cliente del Banco daba la impresión de no haber leído un libro en toda su vida y, por lo pronto, a ella le regalaba esa clase de novelas que compra la gente que no sabe nada de literatura. Y ahora, en la cárcel, se le daba por Maupassant, dejaba traslucir ciertos conocimientos previos.

También le decía: “No se moleste, Tununa querida, en tenerme al tanto de la actualidad. Aquí podemos leer diarios y toda clase de revistas”. Vaya, pensó Tununa, no lo pasa tan mal que digamos.

Varias líneas más abajo se topó con una frase que la sobresaltó: “Si usted me viese no me reconocería. Antes pesaba cerca de cien kilos. No se me notaba porque soy alto. Ahora peso a gatas setenta kilos. Claro que así, delgado y con mi estatura, parezco todavía más joven. Dentro de todo algo tengo que agradecerle a la cárcel”. Tununa no podía creer lo que leía. ¿Alto Donald Corey? ¿Desde cuando era alto aquel enano? ¿Y qué quería significar con eso de que “parezco todavía más joven”? Cómo, todavía más joven, un hombre de cincuenta años. ¿Se burlaba de ella? ¿O se había vuelto loco? De golpe Tununa tuvo la sensación de que el Corey que le escribía no era el mismo Corey que ella había conocido. Y entonces ¿quién era? Corrió a cotejar la carta con las dedicatorias estampadas en los best sellers: la caligrafía coincidía.

Durante un par de semanas hubo un intercambio de correspondencia que puede resumirse así:

Tununaelo color sangre cortado al rape, nada de buen mozo ni siquiera de cara y en cuanto a la edad, cincuentón. Tununa, que había empezado a dudar de su memoria, ya no dudó más: Corey le había mentido deliberadamente. Y si no le había mentido, disparataba en pleno desorden mental.

Transcurrieron veinte días sin que llegase ninguna carta. Tununa rogaba a Dios que Corey se diese por aludido e interrumpiera definitivamente la correspondencia. Pero sospechaba que no se libraría de él con tanta facilidad. Dicho y hecho: llegó un nuevo sobre. Estuvo todo el día vacilando entre abrirlo y no abrirlo (y devolvérselo cerrado, metido dentro de otro sobre sin señas del remitente). Al fin lo abrió. La carta era breve pero embebida en melancolía y mortificación. El estilo volvía a ser el de la primera carta, humilde, casi avergonzado.

“Señorita Tununa: Su silencio quizás obedezca a otra causa, enfermedad, un viaje, pero yo no puedo evitar atribuirlo a que usted se ha hartado de mí. No se lo reprocho. Más bien me sorprende que no haya ocurrido antes. Tanta felicidad no podía ni debía continuar. Pretender lo contrario implicaría, en mí. una audacia rayana en la insolencia. Perdóneme si estos renglones parecen garabatos y si la tinta está corrida. Es que casi no veo lo que escribo porque estoy llorando como una criatura. No la molestaré más. Rece por mí. Donald Corey”

Tununa se sentó a la mesa y de un tirón, arrebatada por un impulso ciego como un ataque de cólera, llenó tres pliegos de papel azul. Las mejillas le ardían. Otra vez aquel espasmo voluptuoso le manoteaba las entrañas, pero ahora el placer iba unido a una sensación de superioridad, de discrecionalidad. El Donald Corey loco o mafioso se le esfumó y reapareció el bandido romántico y de virilidad temible. Pero ahora el bandido lloraba, pedía perdón, se había convertido en una especie de esclavo, de vasallo que quizás haya estrangulado a alguna pérfida Violeta pero que arrepentido, abandonado, vencido, se rinde a los pies de una reina y está dispuesto a obedecer todo lo que ella le ordene.

Con una letra como deflagrada por la impaciencia y por la ira Tununa escribió: “Le prohíbo en forma terminante que, porque estuve dos semanas sin escribirle, se ponga a pensar disparates. ¿O se cree que no tengo otra cosa que hacer?”. De media carilla en ese tono despótico pasó a toda una página atravesada por vagas tristezas neuróticas: “No se queje, señor Corey, nada más que porque está privado momentáneamente de la libertad. Yo estoy libre y sin embargo mi corazón rebosa de amargura. Me he desvivido por usted, le he prestado toda la ayuda que me pidió, pero usted jamás me preguntó si soy feliz, jamás se interesó por lo que me pasa a mí en esta otra cárcel que es el mundo. Sépalo: como en el verso de Darío, a veces lloro sin querer. Siento una angustia, no sé, unas tremendas ganas de morirme“. En el último pliego azul con las iniciales entrelazadas la inundó una especie de desesperado apasionamiento: “Escríbame, Donald Querido. Escríbame lodos los días y hasta todas las horas. Si estuve dos semanas sin contestarle fue para ponerlo a prueba. Y le confieso que esas dos semanas de silencio me hicieron sufrir no menos que a usted y acaso más. También yo he llorado porque creí que era usted el que estaba harto de mis cartas”. En la despedida recobró el despotismo: “Entérese, señor Corey: si no me escribe más, no seré yo quien envíe una esquela mojada por lágrimas. Ahora la iniciativa es suya. Adiós. Tununa”.

La respuesta de Corey nose hizo esperar. Del principio al fin, desde el “Mi queridísima, mi maravillosa, mi admirable Tununa, santa mía” del encabezamiento hasta el “Me arrodillo, Tununa querida delante de usted” que precedía a la firma, toda la carta estaba como envuelta en una música de cascabeles, en trinos, en campanillas, en tintineos de triángulo y salpicaduras de celesta. Por ahí le decía siempre en aquel tono jubiloso: “Yo, a mi vez, le prohíbo que esté triste. No, usted no puede estar triste. Pícara, ¿cree que no me di cuenta? Quiere hacerme creer que está triste para solidarizarse conmigo. Pero yo no estoy de ninguna manera triste. Desde que recibí su carta estoy más alegre que unas castañuelas. Canto todo el día y me río por cualquier motivo. Los guardias y los reclusos ahora me respetan. Gracias a usted he dejado de ser un paria”. Le decía, también: “¿Cómo pudo imaginar, cabecita loca, que no me intereso por su vida? Lo que ocurre es que no me atrevía a pedirle que me hiciera confidencias. Pero ahora la conmino, ¿me oye?, la conmino a que me cuente con lujo de detalles todo lo que quiera contarme de usted”.

A partir de entonces las cartas fueron un ir y venir de informes minuciosos de lo que cada uno hacía desde que se levantaba hasta que se acostaba, de lo que cada uno sentía, pensaba, imaginaba y soñaba. Pero en una de las cartas Corey escribió: “Tununa, de ahora en adelante vamos a tener que tuteamos y hacer ver que somos novios. Las autoridades del penal han decidido que los reclusos sin manga” – ¿qué quería decir con eso de los reclusos sin manga?- “sólo podemos recibir correspondencia de parientes o a lo sumo de alguna novia. Yo sin sus cartas, me suicidaría”. También le pedía otro libro de cuentos, esta vez de Jack London, de Hemingway o de un tal O’Henry.

Tununa le satisfizo todos esos deseos. Tutearlo, hacerse pasar por su novia, por una novia tan enamorada que no le importaba “todo lo sucedido” y tan fiel que lo esperaba con el ajuar de bodas listo para el día en que él saliese en libertad (pero que, curiosamente, no iba nunca a visitarlo, ¿las autoridades del penal no desconfiarían?), redactar una carta así, aunque todo fuese una farsa, le produjo una sensación de irrealidad, pero de una irrealidad irresponsable y excitante como la del teatro.

La respuesta de Corey le hizo temblar las manos. No satisfecho con tutearla le daba apodos cariñosos, en diminutivo, y le arrojaba a la cara un vocabulario tan íntimo que Tununa se sofocó y debió interrumpir varias veces la lectura para que se le aquietase el latido de las sienes. La despedida era audaz: “Te besa, tu Donald Corey”. Cuando terminó de leer se le figuró que cartearse con Corey ya no era una temeridad, como había creído alguna vez. Ahora se transformaba en un pecado, en una inmoralidad. Pero una inmoralidad de la que nadie se enteraría. Un pecado clandestino, secreto, terriblemente tentador porque sólo ellos dos lo conocían y no debían rendir cuentas a nadie.


Razonó que a Corey no le revisaban la correspondencia que él enviaba. De lo contrario no habría puesto al descubierto, en la carta anterior, la impostura del noviazgo entre ambos. Corey no tenía necesidad de fingir nada. Y si fingía. ¿Sí, fingía? Quizá tampoco le revisaban la correspondencia que recibía y todo era una excusa para poder escribirle esas cartas ardorosas sin que ella protestase, para que ella le respondiese como una novia enamorada y hacerse así la ilusión de que su amor era correspondido. A la encomienda con los libros la había dedicado cuatro palabritas distraídas. El resto era una catarata de frases demasiado vehementes como para haber sido escritas nada más que para guardar las apariencias. Me ama, pensó Tununa, siempre me amó y ahora encuentra por fin la posibilidad de confesármelo. O acaso Corey, así como fabulaba consigo mismo, soy joven, soy alto, soy buen mozo, también quería fabular con ella, inventarse un idilio y refregárselo por las narices a los demás reclusos. A mí qué me importa, pensó Tununa. En cualquiera de las dos alternativas, la del amor verdadero y la del amor simulado, ella no perdía nada con secundar ese juego después de todo bastante inocente.

Tres meses después la carpeta donde Tununa guardaba las cartas de Corey estaba colmada de epístolas amorosas, tan ardientes que más de una vez tuvo que pedirle un poco de moderación. A menudo, por la noche, las releía y siempre le provocaban un vacío en el estómago, como de vértigo o de hambre. ¿Qué haría él con las que ella le mandaba? ¿Las guardaría, también, en algún escondite a cubierto de miradas indiscretas? Tununa no se cansaba de recomendarle: “Por Dios, Donald querido, que ningún otro ponga sus ojos en lo que voy escribirte”. A continuación, le escribía las frases tiernas que se le soltaban, casi sin proponérselo, en un especie de vahído, de alucinación, o como si entonces dejara de ser ella y se transformara en otra, en esa novia separada del hombre a quien amaba tan apasionadamente y a quien seguía amando a través de los muros y de las rejas de la cárcel. 

Cada tanto Corey le escribía: “Para que no te olvides de mí: mido un metro ochenta de estatura; tengo el pelo negro y ondulado; los ojos grises. AdelgacéEstoy flaco pero todavía conservo mis anchas espaldas. Estoy, también, pálido”. Tununa comprendió, por fin: Corey no saldría nunca en libertad. Por eso fabulaba: para que ella, olvidándose del ridículo y grosero Donald Corey real, consintiese en cartearse con ese otro Donald Corey ficticio, alto, buen mozo, moreno, esbelto, de ojos grises y espaldas de Marlon Brando. Sí, al fin comprendía la razón de un simulacro que hasta entonces le había parecido inexplicable. Y quizá también él necesitaba fantasear con ella. “Donald mío, el viernes es mi cumpleaños. Veintisiete años, ya. ¿No te pareceré una vieja, cuando vuelvas a verme? ¿No te desilusionarás? Por las dudas me cuido. Los otros días me encontré la primera cana. Aunque con el pelo tan rubio no se me notaba, igual me la teñí, no te rías ¿Debo recordarte, también yo, cómo soy? Rubia, alta, de ojos verdes”. Él, cómo si tal cosa, señal de que el engaño le gustaba, contestó: “Tununa mía, felicitaciones. ¿Veintisiete años? Yo creí que ibas a cumplir veinticinco. ¿No te habrás agregado uno o dos añitos para emparejar tu edad con la mía? Adorada, no necesito que te describas, llevo imagen tan grabada en mi corazón que cierro los ojos y te veo. Te veo como el día en que nos conocimos en el Banco y ahí no más te dije que me habías flechado”

Cuando se cumplieron diez meses desde la llegada de la primera carta, Tununa ya no le escribía a ningún inglés maduro, pelirrojo, rasurado, bajito y charlatán. Se había olvidado de ese Donald Corey nada seductor y en su lugar ponía al hombre alto, delgado, de pelo negro y ojos grises que alguna vez, en algún sueño, había aparecido en el Banco y le había declarado su amor instantáneo y fogoso. A nadie más que a él le mandaba las cartas, nadie sino él le inspiraba esas frases desatadas, esos desvaríos, hasta esa impudicia de escribirle “te beso, te beso, te beso y no me canso de besarte y soy tuya y no seré de ningún otro”. Y cuando Cárdenas, el jefe de la sección Depósitos a plazo fijo, la acompañó hasta el subterráneo y empezó a decir: “Mendicuete, hace años que nos conocemos, tengo por usted el mejor de los conceptos y pienso que también yo le merezco alguna consideración, así que me he tomado el atrevimiento de aspirar a que lleguemos a ser algo más que simples amigos y compañeros de trabajo”, Tununa se sobresaltó como pillada en falta y balbuceó en un tono seco, casi ofendido: “Perdone, pero tengo novio”.

Hasta que llegó una carta muy escueta, una especie de telegrama en un estilo casi burocrático: “Tununa: creo que el lunes me sueltan. Ese mismo día iré a visitarte en tu departamento. Saludos, Donald”. Por primera vez la caligrafía no era diminuta y prolija sino unos nerviosos ganchos trazados por una mano sacudida por la emoción.

Ese día, lunes, Tununa llamó por teléfono al Banco y dijo que no iría a trabajar porque se sentía indispuesta. Como nunca había sucedido antes, le creyeron. Después fue a la peluquería de donde dos horas más tarde salió rubia y con un peinado que la rejuvenecía. Después hizo algunas compras. A las doce ya estaba maquillada con todos aquellos productos caros que le avivaron el rostro y se lo volvieron casi irreconocible. Se puso el trajecito juvenil, un poco atrevido. Se calzó los audaces zapatos de taco tan alto que le aumentaron la estatura en diez centímetros. Se perfumó con una gotas de labyrinthe legítimo. Y sin  probar bocado, sin poder pensar en nada, se sentó en uno de los sillones de cretona del minúsculo living y esperó. 

Debió esperar hasta la noche. A las nueve de la noche oyó la chicharra del portero eléctrico, oyó en el auricular una voz masculina: ¿Tununa?, sin responder oprimió el timbre y regresó al living, encendió las dos lámparas con pantalla de seda rosada, hizo brotar del tocadiscos la música melosa de Extraños en la noche por Mauriat y se apostó tras la puerta de entrada. Desde ahí oyó el ruido del ascensor, en seguida el  timbre. 

Tununa abrió la puerta. Donald Corey la miraba y le sonreía. Era joven, alto, esbelto, muy pálido, con el pelo negro y ondulado y los ojos grises. Tununa, rubia y maquillada, no pudo contenerse: le tendió  los brazos

A la mañana siguiente el encargado le trajo la carta. Decía: “Tununa, ángel mío: malas noticias El abogado no me consiguió la excarcelación. Paciencia. Debernos seguir esperando un tiempo más y, mientras tanto, nos cartearemos como hasta ahora. Tuyo, Donlad”.

Tununa permaneció un buen rato con ese papel en la mano. Lo releyó varias veces. Hasta que volvió al dormitorio donde el hombre de pelo negro y ojos grises dormía despatarrado, sin una cobija que le cubriese la espléndida desnudez.  

Entonces Tununa rompió la carta en pedacitos y la arrojó por la ventana a la calle, cuidando de no hacer ruido para no despertar a Donald Corey. 

(1981)

Marco Denevi

Publicado en Cartas peligrosas y otros cuentos, Diario Popular, Buenos Aires, 1993.

Categorías: Cartas de ficción

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