Cortázar, el género epistolar y lo fantástico 

Adam Gai 

La escritura es, originalmente, el lenguaje del ausente
S. Freud


Este artículo se propone examinar cómo el empleo del género epistolar en los cuentos de Cortázar contribuye a la expansión de lo fantástico. Las cartas permiten que la figura imaginaria que cada uno de los interrelacionados se traza del otro cobre una vigencia más intensa de lo que ocurriría en un enfrentamiento «aquí y ahora» de las partes. El escribiente y su lector están respectivamente relacionados con la misiva a un ausente y la misiva de un ausente. Esto redunda en una mayor facilidad en la elaboración de la fantasía, la cual adquiere en Cortázar consistencia de real y puede convertirse en lo real. 

En «Cartas de mamá», el fantasma del hermano muerto, que acosa al protagonista en sus pensamientos de culpa, va haciéndose cada vez más ineludible por causa de las cartas de la madre, en las que se otorga al difunto status de persona viva: «Esta mañana Nico preguntó por ustedes» (1, 181). Las apuradas atribuciones de error o senilidad que el destinatario imputa a la remitente, no lo liberan de la preocupación de que lo rechazado pueda ser real. Cada carta de la madre acrecienta el peligro y las pruebas decisivas se despliegan cuando se anuncian fechas de viaje y lugares de desembarco que coinciden con los de la realidad: «El barco llegaba a El Havre el viernes 17 por la mañana, y el tren especial entraba en Saint-Lazare a las 11:45» (1, 190). Finalmente, el protagonista y su mujer se confirmarán uno al otro la presencia de lo imposible. 

En «La salud de los enfermos», la carta es primero una invención ingeniosa para ocultar a la madre, enferma crónica, la muerte de uno de sus hijos en un accidente automovilístico. La madre, al principio, acepta las cartas que en verdad escriben sus otros hijos, aunque siente que algo no es auténtico, que el hijo no se dirige a ella con el apelativo que era un secreto entre los dos. Este detalle desconocido hace temer a los escribientes el descubrimiento del engaño. Con el tiempo, la destinataria va perdiendo interés por lo que dicen las cartas, como si no respondieran a su imagen del presunto remitente. La madre muere y una de sus hijas se pregunta cómo anunciarle al hermano la noticia, como si la rutina de escribir la carta del muerto se impusiera sobre la verdad indiscutida de su desaparición, como si la serie de cartas con mentiras piadosas puesta en circulación exigiera una continuidad por mandato de la fantasía y por la mediación del género epistolar. La carta como mensaje de ausentes subsiste, irónicamente, por la implícita fantasmalidad de una de las partes. Poder siniestro de la ausencia, paradójica capacidad de perdurabi- lidad, por las relecturas potenciales y las múltiples interpretaciones a que pueda dar lugar. 

La detallada cuenta de un proceso de destrucción, como en «Carta a una señorita en París», cuyo redactor se habrá de suicidar apenas le dé término, arrojándose por el balcón con los conejitos que compulsivamente ha vomitado, se tornará más sobrecogedora cuando se revele, en las últimas líneas, que el remitente se habrá suicidado antes de ser leído: «No creo que les sea difícil juntar once conejitos salpicados sobre los adoquines, tal vez ni se fijen en ellos, atareados con el otro cuerpo que conviene llevarse pronto, antes de que pasen los primeros colegiales» (1, 118). La desaparición definitiva concede otro sentido al mensaje. 

En «Cambio de luces», los personajes se encontrarán de resultas de un intercambio epistolar. Un actor que interpreta a los villanos de radioteatro recibe una carta de una admiradora, hecho inusitado para quien sólo ha provocado la antipatía de los radioescuchas, que no disciernen entre la persona y su máscara teatral. A través del medio tradicional de la carta amorosa se manifiestan dos fantasías. Las cartas tienen fecha, dirección, corresponsales. La escrituración del pensamiento transforma la fantasía en un acto, avalado por el uso de la hoja, de la tinta, del sobre, del sello del correo, de la mediación del cartero. Ya no se trata de un imaginario fugaz que dura lo que su especulación. Sin embargo, las cartas ejecutan un acto contrario a su propósito declarado. Destinatario y remitente, seres de carne y hueso, sirven de pretexto para la escritura. Como luego ha de comprobarse, el remitente está enviando un mensaje a un fantasma de su imaginación, al que recrea con mayor o menor conciencia a medida que escribe. El destinatario, a su vez, puede omitir al escribiente real y acomodarlo a la imagen que se ha forjado de él. 

En el mismo relato, la admiradora recrea a su destinatario, ayudándose con la imaginación que le ha producido su voz por la radio: «No necesito ver una foto de usted (…) tampoco me importa que digan que es antipático y villano, no me importa que sus papeles engañen a todo el mundo, al contrario, porque me hago la ilusión de ser la sola que sabe la verdad» (11, 119). Luciana se desentiende de las palabras de los otros, y hasta puede prescindir de la voz del admirado: «me gustaría ser la única que sabe pasar al otro lado de sus papeles y de su voz, que está segura de conocerlo de veras» (11, 120). Antes del encuentro concreto, Luciana cree no equivocarse respecto a las características de su objeto de admiración. Por su parte, al leer la carta, Tito imagina a la mujer como «más bien chiquita y triste y de pelo castaño con ojos claros» (Ib.). Tito no se conforma con la imagen de ella, sino que agrega su recreación de lo que debía ser su entorno, la casa, y hasta la supuesta silla de mimbre, sentada en la cual le escribiría las cartas. A diferencia de las coincidencias realidad-fantasía típicas del radioteatro, la mujer real que Tito encuentra en la cita es distinta a la labrada por su imaginación: «Luciana es una mujer de más de treinta años, bastante menos menuda que la mujer de las cartas de la galería y con un precioso pelo negro» (11, 122). Por su parte, Luciana le confiesa en la entrevista que lo había imaginado distinto: «más alto, con pelo crespo y ojos grises» (11, 123). Tito va a intentar hacer coincidir realidad y fantasía, le pide a Luciana que se tiña el pelo, que modifique su peinado. Luciana accede. Y cuando Tito cree que el ajuste ha llegado a la perfección, descubre que Luciana sale con un hombre que se parece al imaginado cuando escuchaba la voz de Tito en el radioteatro: «un hombre más alto que yo, un hombre que se inclinaba un poco para besarla en la oreja, para frotar su pelo crespo contra el pelo castaño de Luciana» (11, 126). 

En el combate de la realidad y la fantasía se produce una fisura que Luciana puede superar, no por «un cambio de luces», sino por la búsqueda en el territorio de la realidad de alguien que se parezca al hombre que ha imaginado y que no debe ser, parece saber, el destinatario real de sus cartas. Tito, en cambio, ha querido mantenerse sujeto a las leyes de la carta, las cuales no tienen suficiente asidero en la realidad extraepistolar. Tito no ha querido dar crédito a ciertas señales que vaticinaban que se estaba equivocando: «la plenitud era tan grande que no quería pensar en su vago silencio, en una distracción que no le había conocido antes, en una manera de mirarme por momentos como si buscara algo» (11, 125). La carta como catalizador de la fantasía sostiene el peso de ésta y las fantasías divergentes de Luciana y Tito se mantienen mientras no se pase de la carta al mundo real de sus corresponsales. 

En «Final del juego», el primer mensaje arrojado desde el tren por el muchacho admirador de las adolescentes que están jugando a las estatuas, dice: «La más linda es la más haragana» (1, 397). El remitente no parece darse cuenta de que Leticia es lisiada. Cuando se concierta la cita, Leticia se negará a asistir a ella, porque se provocaría un careo desdichado entre la fantasía y la realidad. Leticia escribirá una carta cuyo contenido no conocerán sus hermanas ni los lectores del cuento. Puede presumirse que dirá en ella su triste verdad. Si Ariel estará dispuesto a ver la última exhibición de Leticia, esa que las hermanas calificarán de excepcional: «Nos pareció maravillosa, la estatua más regia que había hecho nunca» (1, 401), se deberá quizás a la necesaria distancia que la representación requiere, a su carácter repetitivo de la situación anterior al mensaje de la realidad. Cuando la realidad se impone, la correspondencia termina y también el vínculo nacido de un fantaseo. La carta no puede renunciar a lo imaginario, exige una verdad distinta a la del mundo extraepistolar; si se intenta reproducir éste, la comunicación se interrumpe: «Cuando llegó el tren vimos sin ninguna sorpresa la tercera ventanilla vacía, y mientras nos sonreíamos entre aliviadas y furiosas, imaginamos a Ariel viajando del otro lado del coche, quieto en su asiento, mirando hacia el río con sus ojos grises» (Ib.). 

La carta permite a su escritor decir, por ejemplo, lo que no se atrevería a decir; permite jugar a lo que no se es, a lo que se desea ser. Falso y verdadero en la carta tienden a identificarse. La escritura es una autenticidad por sí misma. 

En «Sobremesa», la carta del doctor Rojas contesta a una carta que su amigo Moraes no terminó de escribir, aun más, no envió nunca. La carta de respuesta genera un incidente que afecta una amistad de años entre los corresponsales. La carta de Rojas comenta una cena que parece no haber tenido lugar, pero que lo ocurrido en ella ha influido tanto que produce la muerte de uno de los comensales. Como en «Cartas de mamá», la fantasía invade la realidad. La escritura crea la realidad. Es como si los hechos ocurrieran porque alguien los escribió, como si se produjera en lo cotidiano un retorno del carácter mágico de la palabra de los antiguos. La ficción crea la realidad por el simple (o complicado) hecho de describirla. El mundo se configura porque alguien lo dijo. Este mito primordial de la historia del mundo encuentra sus microcosmos en las epístolas. 

Una carta que no se envía, una carta-respuesta, escrita un día antes de aquella a la que aparentemente contesta, lleva a un primer plano las operaciones de lo fantástico, como si las cartas se generaran unas a otras, y hasta en sentido reversible. La respuesta del doctor Rojas tiene como fecha: «Lobos, 14 de julio de 1958» (1, 342), y la lógicamente primera del doctor Moraes: «Buenos Aires, martes 15 de julio de 1958» (Ib.). Las cartas, fantásticamente, parecen intercomunicarse por sí mismas, logrando «triunfos epistolares» (1, 346), según palabras de los corresponsales reales, y haciendo caso omiso de las normas cronológicas. Las cartas, no obstante, exigen la existencia, al menos formal, de un contexto, del circuito que contribuye a conferirles visos de realidad (escribientes, correo, etc.). Requieren un colectivo, por lo menos potencial. La carta no enviada por el personaje de » Carta a una señorita en París» no se desentiende de ese contexto: «Dejaré esta carta esperándola, sería sórdido que el correo se la entregara alguna clara mañana de París» (1, 117). Por una parte, el supuesto respeto del remitente por la sensibilidad de la señorita cuyo departamento ha destrozado justificaría que la carta no fuera finalmente enviada. Por otra parte, la carta es el único medio que el personaje se permite para hacer conocer su secreto, protegiéndose en la comunicación diferida que caracteriza al género. 

Las cartas implican un destinatario, que es también un remitente potencial. Se establece un diálogo virtual. La necesidad de ser leído por el otro y la necesidad de leer a otro se satisfacen en la correspondencia, cuya virtud y defecto es la distancia temporal y espacial, defecto por el contacto diferido, virtud por la manifestación de la bifurcación de cada sujeto. El sujeto de la escritura será otro en el momento en que la carta llegue a destino, el destinatario será otro en el momento de leerla, otro del que era cuando la carta iba siendo escrita. Concreción de la pluralidad de los sujetos, de su perenne no-coincidencia. La carta enviada o no, leída o no, no pierde su cualidad comunicativa. Esta relación que se crea, a costa del sentido común, da testimonio de la naturaleza fantástica de la escritura. 

En el cuento «Botella al mar», Cortázar, ficcionalizándose a sí mismo como remitente de una presunta carta dirigida a Glenda Jackson, pone nuevamente en juego el mecanismo de la carta que no necesita llegar a su destinatario real para cumplir su función comunicativa: «Si a mi manera le estoy escribiendo este mensaje, usted que acaso no lo leerá jamás es la que me está obligando, la que tal vez me está pidiendo que se lo escriba» (11, 422). Con fecha 29 de septiembre de 1980, y desde Berkeley, California, el escritor revela la casualidad fantástica que lo ha puesto en contacto con la actriz. Llega a San Francisco para dictar un cursillo sobre su novela Rayuela, trayendo en su equipaje su recién editada colección de cuentos Queremos tanto a Glenda, y se topa con la novedad que se está dando una película protagonizada por Glenda Jackson, titulada Hopscotch, equivalente en inglés de la palabra rayuela: «Haber llegado de México trayendo un libro que se anuncia con su nombre, y encontrar su nombre en una película que se anuncia con el título de uno de mis libros, valía ya como una bonita jugada del azar que tantas veces me ha hecho jugadas así» (11, 424). Pero las perturbadoras coincidencias no terminan allí, como se cuenta en el relato «Queremos tanto a Glenda», que sirve de título al libro que lo incluye. Los personajes que constituyen el grupo de admiradores de la estrella, enmascarada bajo el nombre de Glenda Garson, hacen todo lo posible para que las películas de ella se ajusten a sus deseos, llegando incluso al extremó de comprarlas y modificarlas si no responden a sus expectativas estéticas. Cuando la actriz sigue actuando en filmes que no son del gusto de sus adictos, éstos deciden matarla, para conservar en el pedestal de la veneración la figura ideal que de ella se han forjado. Por otro lado, la Glenda Jackson de la realidad, que nunca al parecer ha leído un cuento de Cortázar, es la protagonista de una película de espionaje titulada Hopscotch, que nada tiene que ver con la Rayuela de Cortázar. En el filme, ella ayuda a un amigo -ex espía, autor de un libro que también se llama Hopscotch, en donde denuncia «los sucios manejos de la CIA, del FBI, y del KGB» (11, 424)- a fraguar la muerte de éste y así salvarlo de los agentes que lo persiguen. Resulta que en el vértigo de una casualidad fantástica, Cortázar y Jackson se conectan y se eliminan mutuamente para perpetuarse: «En el cuento que acaba de salir en México yo la maté simbólicamente, Glenda Jackson, y en esta película usted colabora en la eliminación igualmente simbólica del autor de Hopscotch» (11, 425). 

La actriz no conoce a Cortázar y participa en una película en que parece responder a ese relato del autor que seguramente tampoco ha leído. Los dos textos: el relato («Queremos tanto a Glenda») y el filme (Hopscotch) parecen responderse sin haber sido «realmente» pergeñados para tal efecto. La carta que constituye el cuento «Botella al rnar» hace explícito el contacto. El remitente considera que el filme es un mensaje cifrado: «que fuera una comedia de espionaje apenas divertida, me forzaba a pensar en lo obvio, en esas cifras o escrituras secretas que en una página de cualquier periódico o libro previamente convenidos remiten a las palabras que transmitirán el mensaje a quien conozca la clave» (11, 424). 

Ingenioso juego de intertextualidad, que fortalece la concepción de que las obras artísticas se responden unas a otras sin necesidad de una voluntad consciente, de que la comunicación verdadera es siempre indirecta, y emisores y receptores se unen a través de una corriente subterránea que sobrepasa sus designios: «Es así, pienso, que se operan las comunicaciones profundas, lentas botellas errando en lentos mares, tal como lentamente se abrirá camino esta carta que la busca a usted» (II, 421). El correo pasará por otras manos antes de arribar. eventualmente a su destinatario: «esta carta toma la forma de un texto que será leído por terceros y acaso jamás por usted, o tal vez por usted, pero sólo en algún lejano día, de la misma manera que su respuesta ya ha sido conocida por terceros mientras que yo acabo de recibirla hace apenas tres días y por un mero azar de viaje» (1I, 422). 

Como en «Sobremesa», la respuesta ha llegado antes que el mensaje al que pretende contestar. La carta enmascara ante su propio ejecutor designios escondidos, reprimidos, los guarda para que en algún avatar de lectura se pongan en acción los efectos velados del mensaje. Este está oculto, se insinúa, seduce por su insinuación. La carta es «una invitación a un viaje que sólo puede cumplirse en territorios fuera de todo territorio» (11, 424). Por otra parte, requiere el teatro de la institucionalidad y sus convenciones. Más que en otros géneros afines (diario personal, memorias, autobiografía), la intimidad se combina con lo institucional. Toda carta se ajusta a preámbulos y finales normalizados, y hasta los agregados deben escudarse bajo el rótulo justificado de la posdata. Esta obediencia a las convenciones no será sino un lugar de amarras sobre el flujo inaprensible de los deseos. El rito de la comunicación se mantiene, pero ese rito llena su intrínseca vanidad, convirtiendo la epístola en un mundo autónomo, con una verdad propia, que se deshace cuando se pretende reproducir la del mundo extraepistolar. Ambos mundos, sin embargo, están interrelacionados. Si uno de ellos pasa a primer plano, el otro debe brillar por su ausencia. 

En los relatos examinados, lo fantástico se hace más evidente en aquéllos constituidos totalmente por un discurso epistolar («Carta a una señorita en París», «Sobremesa», «Botella al mar»). En cambio, en los que las cartas no constituyen un discurso exclusivo, se dan dos posibilidades: o la fantasía de los personajes no se complementa con una irrupción de lo fantástico, aunque no deja de sugerirla («Cartas de mamá», «La salud de los enfermos»), o la realidad se impone sobre la fantasía y lo fantástico no tiene lugar. 

Es así que en estos cuentos de Cortázar opera una relación singular: cuanto mayor es la presencia de las cartas, mayor es la vigencia de lo fantástico.

Notas

1. Adopto como definición de lo fantástico, la propuesta por Rosalba Campra. Para esta autora, en el texto fantástico se produce una superposición de órdenes inconciliables como, por ejemplo, el de lo concreto y lo abstracto, lo animado y lo inanimado, el yo y el otro, el pasado, el presente y el futuro, el aquí y el allí (véase bibliografia).

2. Las citas remiten a Julio Cortázar, Cuentos Completos, Madrid, Alfaguara, 1994. Los números romanos refieren a los volúmenes; los arábigos, a las páginas.

3. La primera edición de Queremos tanto a Glenda se imprimió en México, en 1980.

Bibliografía

Alazraki, Jaime, «Los últimos cuentos de Julio Cortázar», Revista Iberoamericana, LI, 130-1 (1985), pp. 21-46. 
Campra, Rosalba, «Il fantastico: una isotopia della trasgressione», Strumenti Critici, No. 2 (1981), pp. 199-231. 
Laplanche, Jean et J. B. Pontalis, «Fantasme originaire, fantasmes des origines, origine du fantasme», Les Tempes Modernes, XIX, No. 215, pp. 1832-1868.

Publicada en www.tau.ac.il