Amigo Aldo Pellegrini:

Apuesto a que colaboradores y lectores de «Letra y línea» se han sentido incómodos ante esa notita insustancial con que Latorre, en el número 3, sepultó bajo su desprecio a toda la literatura italiana (y de paso a la española). El desenfado me parece muy bien (aunque allí no veo la gracia traviesa que es su tono natural, sino la perorata de un señor que se toma en demasiado en serio). Pero no confundamos el desenfado con la ignorancia temeraria y la estrechez de espíritu. Alguien tenía que señalarle a la simpática hueste que usted anima el peligro de que su combatividad se degrade en el mero ejercicio del pasquinismo literario; como esa inepcia trivial me ha dolido (no por la literatura italiana sino por «Letra y Línea») ese alguien seré yo. 
Latorre imagina a los italianos de hoy «nutridos por el esteticismo de Croce, la grandielocuencia (sic) y el decadentismo de D’Annunzio». No podía yo suponer en nuestro vehemente amigo tamaña afición al lugar común. Sólo a un presuroso gacetillero de 5ª edición podía ocurrírsele caracterizar la moderna literatura italiana con esos dos nombres que forman parte de la erudición de mi peluquero. En Italia han pasado ya por las tres fases póstumas de la gloria literaria: aversión (excesiva) de las nuevas generaciones; olvido (primero voluntario y después sinceramente indiferente); inserción objetiva en la historia de la literatura. Ya ni siquiera se reacciona contra esos nombres, que son nombres de calles y plazas. Las letras italianas de hoy se han rebelado contra Ungaretti y Moravia, que ya habían arreglado sus cuentas con Croce y D’Annunzio cuando nosotros nacimos. Las grandes sombras que estorban hoy a los jóvenes se llaman, en filosofía Carabellese, Varisco, Banfi, Calogero; poetas como Luzi, Montale, Gatto, Penna; críticos como Serra, Cecchi, Apobulo, Bo. Que conocieron el surrealismo en su fase activa y no como Latorre, el que hoy se sobrevive penosamente. 
Y aquí hemos llegado al punto donde usted y yo, Pellegrini, debíamos explicarnos cordialmente, lejos de los cachorros de tigre que usted ha criado y que ahora, ¿no es cierto?, le intimidan un poco, no vayan a acusarle de herejía, de blasfemar contra el dogma surrealista. Nada más desgarrador que el asombrado silencio de los jóvenes a quienes hemos revelado una verdad pura y ardiente, cuando descubren que esa verdad no nos interesaba sino como medio de interesarlos. No era insinceridad, era un malentendido: ellos buscaban una certeza en nuestro saber y nosotros en su entusiasmo. 
Forman ustedes un grupo iconoclasta que, en este clima de repugnante conformismo, tardaba demasiado en manifestarse. Otro tanto hizo el movimiento Martín Fierro, pero aquellos muchachos tenían el don del gracejo y así su ironía era saludable e intempestiva, como el ozono que purifica la atmósfera después de la tormenta. Quite usted el ingenio, tendrá la ironía forzada, malévola, y podrá leer en ella toda una gama de feas pasiones (no he dicho perversas, sino algo peor: inelegantes). Por lo demás, no puedo comprender que ustedes se interesen tanto por arruinar la reputación de Bernárdez, Molinari, González Lanuza, Wilcock, Silvina Ocampo, Julio Payró. Esas gentes aún explotan su modesta gloriola literaria, pero sólo entre unos cuantos papanatas, y ustedes no escriben para ellos, se supone. ¿Le parece a usted realmente una hazaña hendir puertas abiertas? 
La guerrilla en que se regodea «Letra y Línea» es faena secundaria, y debería ser ingrata. La función de la crítica, ya se sabe, consiste en discernir valores, ayudar al artista a tomar conciencia de sí mismo, como he visto en el leal artículo de Molina sobre Guibert. Pero Molina, en ese caso, era infiel (enhorabuena) a la mentalidad que podríamos llamar «a partir de cero». Yo no creo que sólo la que hace tabla rasa con toda la cultura precedente merezca el nombre de nueva generación, o de vanguardia literaria. A mi me gustan los jóvenes que empiezan por sentirse responsables del patrimonio literario de su patria, o de su lengua. (Perdamos el horror a las palabras, que es un prejuicio estúpido, y hablemos como hablaban los hombres que buscaban la grandeza en sí mismos en vez de ridiculizarla en los demás). Me gustan los jóvenes que dicen: amo la gloria, la mía si ustedes quieren, pero no puedo evitar que mi gloria sea también la de los míos; aspiro a que un día viva en mis nietos algo más que mi sangre, pero yo también he recibido una herencia; todo lo bello y fuerte y noble que se ha hecho (o se hace) en este país, es mío; yo lo amo, lo defiendo, lo enriquezco. 
Ustedes le han tomado el pelo a Rojas. Convenido, don Ricardo es un personaje anacrónico, no se distingue por una fina sensibilidad ni por el «voltaje» de su espíritu. Pero ha hecho en la Argentina la obra de varias generaciones, como en España la escuela de Menéndez Pidal. Aquí no tenemos una «escuela», sólo tenemos a este hombre de ideas confusas y de triunfante energía. ¿Por qué le niegan ustedes el placer senil de un Premio Nobel, si el Premio Nobel no significa nada sino para el que lo recibe? Cuando uno de ustedes habló de su «incalificable» Historia, me convencí de que no la había leído. 
¿Como van a hacer ustedes algo vivo, perdurable, cargado de calor y de temblor, si sólo piensan en su tertulia de café? ¿Cómo van a incorporarse a una comunidad histórica, a derramarse en su sistema circulatorio, si no empiezan por descifrar -y por quebrantar, desde luego- las tablas de valores de su comunidad y de su tiempo? El concepto de nueva generación debe entenderse en un sentido funcional: eso lo comprende hasta Guillermo de Torre a pesar de sus prolijas y enfadosas digresiones sobre el tema. Una nueva generación es el eco de un nuevo consenso y, a su vez, rehace la historia literaria. Los Surrealistas franceses, en su insurrección contra toda una literatura en la que veían la amable máscara de una sociedad horrorosa, resucitaban a Lautréamont, buscaban en el macabro O’Neddy, en el opiómano Rabbe, en Borel el licántropo las voces amigas que respondiesen a su desborde vital y a su desesperación. A partir de cero no se va a ninguna parte, se queda uno en cero. 
No pretendo que Brascó, para hacer una crítica eficiente del hermoso libro de Guibert, no tuviera otro medio que escribir un libro mejor, podía también, aunque la maleza le estorbara el paso, meterse en ella, dejarla a sus espaldas e ir en busca del corazón del poema. Sartre se inclina con fervor sobre la obra de Giacometti, de Césaire, y escribe la más voluminosa de sus obras para sacar de la oscuridad a Genet; su fervor encendido hace más bella, más comunicativa su prosa; la generosidad, la nobleza, si tibias, extravían el juicio; si exaltadas, lo iluminan, son virtudes esencialmente críticas. Si usted me permite, Pellegrini, lo mejor que ha publicado su revista (aparte los poemas de Girando, muestra prepotente de capacidad inventiva y de voluntad poética) ha sido el sencillo articulo de Vanasco sobre Arlt, porque concedía talento y autenticidad a un réprobo (todo aquél a quien le importan un comino el surrealismo y el arte abstracto es un réprobo) y porque hablaba bien de un mal escritor. Me explicaré: había centenares de frases huecas, pueriles, y decenas de páginas incongruentes, para demostrar que Arlt padecía una incultura casi salvaje y tenía un caos en la cabeza. Hubiera sido más fácil poner en ridículo a Roberto Arlt que a César Rosales. Pero Vanasco desdeñó la oportunidad de probar su agudeza a expensas del prójimo: proclamó -y eso es lo esencial- que su instinto narrativo era una fuerza natural, un torrente, y que fue si no el único novelista argentino, el único que no vino de la burguesía, por lo que supo ver la vida a lo ancho, sin las limitaciones de la óptica de clase, y por menos convencional más bella. 
¡Cuánto mal hacen las revistas literarias, Pellegrini! (No a los pocos que las leen sino a los muchos que las escriben). Cultivan una literatura de entrenamiento. Crean una vecindad propicia entre el lector y el autor, pero con la condición de que éste se resigne al menor esfuerzo, a la ligereza, a la frivolidad. Imprimen a los colaboradores el sello de «la casa». La personalidad que cada autor cobra en la revista se sobrepone, domina a la suya propia. Obligan a hacer política literaria. Degeneran en asociaciones de bombo mutuo. Y así salen los Ernesto Sábato. A veces, la madera es buena: Murena, por ejemplo, que no pertenecía a la secta de los solemnes ni a la de los Delicados. Su sinceridad vibrante y descomedida, las resonancias catilinarias de su seudónimo importaban un desafío. ¿Cómo harían para neutralizarlo? El hecho mismo de que ambas sectas le acogieran con los brazos abiertos le despojaba de lo más valioso que todos tenemos: el derecho a ser odiados por quienes uno odia. (Shaw, durante un siglo, le dijo al burgués provocativamente, mirándole a, los ojos: Eres una carroña. Pero el burgués se levantó de su asiento y gritó: ¡Qué bueno! G. E.S. tiene razón. ¡Muera la burguesía! Contra esta jugarreta no hay defensa, mi viejo amigo). Un día Murena descubrió América, todos los celebraron, ya no habla de otra cosa y he venido a ser inocuo. 
Pero volvamos al surrealismo. 
La poesía y la crítica que ustedes proponen, la música y la pintura que les gusta son las de la primera posguerra. Mira uno la fecha de los cuadros y siempre es 1915, 1919, 1924. Tengo la impresión de entrar en una de esas salas antiguas con los sillones enfundados y con una claraboya que difunde su tristeza. Todo eso está muerto, y pertenece al buen tiempo viejo; el de Cocteau, el de Satie, el del Bateau-Lavoir; cuando Francia aún prestaba dinero (por entonces, esperaba cobrar los empréstitos rusos) y cuando las rentas de la burguesía alcanzaban para la dote de la chica y las extravagancias del hijo varón. Era la época de las «conversiones»: se convertía uno al catolicismo, al comunismo, a la pederastia (o todo a la vez). 
¿Valdrá la pena referir una vez más esa carrera hacia la libertad desenfrenada, que no tardó, como es natural, en tener su dogma, sus concilios, sus herejías, sus luchas a mano armada? Todos los que hoy significan algo en las letras francesas tienen un origen surrealista. Todos, fieles al espíritu del movimiento, han seguido transformándose, vivido distintas aventuras, abandonando los excesos que suscitaba la polémica misma, elaborado su propio lenguaje, a veces de una pureza y desnudez franciscanas (como el de Eluard). Todos, menos uno. Mientras aquellos ahondaban en su Lautréamont y en la poesía viva del pasado, y se entregaban a la necesaria ilusión de transformar el mundo que Rimbaud compartía con Marx, uno, prisionero de su papel de pontífice implacable, siguió proponiéndose a la admiración de los árabes y sudamericanos que visitaban París. Lo que había en el surrealismo de gozosa mistificación (y éste es un elemento precioso en el arte, pero amalgamado con otros de más recónditas virtudes) se polarizó en Breton; lo que en él había de dilettante (reivindiquemos el noble epíteto con que se designa a todo espíritu abierto a lo nuevo) se enquistó en una mentalidad de militante, en una frecuente psicología de faccioso autoritario. El, que se quedó en la taberna donde el grupo juvenil había estado de paso para echar un trago, es ahora el dueño del negocio, esta detrás del mostrador, se dedica sobre todo a la pretendida exportación de pretendidos alcaloides; y desde ese puesto mezquino y confortable persigue con sus sarcasmos y con su odio tenaz a los que se embarcaron. Su incompetencia filosófica (nunca he comprendido por qué desdeña Sartre, por ejemplo, dispararle el tiro de gracia) su psicoanálisis mal digerido, su fondo de anarquismo vulgar y su típico resentimiento intelectual, le condenaban a vivir de su pasado, a mantenerse en una actitud extremista que sólo acompaña a la irresponsabilidad. 
Y he aquí que treinta años después, en una ciudad con un horrible obelisco y unos cementerios sin nobleza alguna, aparece un surrealismo a destiempo, Y es el surrealismo de Breton. ¿Dónde está el buen tiempo de la vida barata y las esperanzas fáciles, donde los soldados vuelven del frente con ganas de cobrarse su cuenta pero se distraen en la bacanal que paga el profiteur, dónde la industria del libro que imprima plaquetas de lujo para exportarlas con potiches y bibelots? Ahora y aquí hacemos una revolución industrial (demorada, tímida); los sindicatos están con ganas de transformarse en Estado; comemos, vestimos, viajamos y habitamos mal (pero comemos todos); y como nuestra patria es chica para tener una política mundial y a nosotros nos repugna la política pequeña, hemos recordado que tenemos otra patria mayor, la de todos los que hablan nuestra lengua, y vamos a rehacerla con el trabajo de varias generaciones. En medio de esta vida rica, fecunda, ambiciosa, ¡qué anacrónica y qué exótica es una literatura que se veda los grandes temas de la filosofía, la política, la religión, (el existencialismo, el marxismo, el catolicismo han sabido, en cambio, identificarse con la hora presente), una literatura que desprecia los clásicos e ignora el mundo moderno! 
El vanguardismo por principio es un nuevo academicismo: importa una beata inactualidad y la suspensión del espíritu crítico. No puede uno declarar que tal artículo critico de Kandinsky es de una desoladora inanidad, que Picabia era un bon viveur y nada más. Hay que jurar que Mondrián nunca ha dicho una estupidez y reunir los catálogos de las exposiciones que se hicieron en Budapest o La Ha ya en 1920. El surrealismo argentino, para colmo, rinde tributo a los consagrados cuando son extranjeros y aquí se muestra intratable, es oficialista en Europa y aquí opositor. Nos ayuda a liberarnos de la literatura de tema único que se practicaba hasta ahora, esa vulgaridad trasnochada del individualismo, del apartamiento melancólico y despectivo, pero no cae en la cuenta de que está haciendo la poesía dominical de 1960. Acepta a Char sin comprender que es un clásico, y exonera a Césaire porque no accede a disociar en sí el poeta del político. Retar da la hora en que descubriremos a Tardieu, Guillevic, Audiberti, porque han enriquecido la estética surrealista. Ejecuta sumariamente a libros, autores y países enteros, porque, piensa que todo lo que no es surrealista es detestable (criterio faccioso que le ha trasmitido Breton, en quien se da, insisto, la paradoja ridícula de una ideología de dilettante en una psicología de militante, seca e imperativa). Y no se le ocurre pensar que su juicio sobre la nueva literatura italiana, conocida a través del número es pecial de una revista, es tan aventurado como el de los surrealistas italianos que escribieran sobre nuestra poesía sin conocer a Latorre, Svanascini o Vasco. 
Querido Pellegrini: nuestras charlas de café, siempre gratas, no siempre permiten ser sinceros; la perfecta comunicación se resiste al lenguaje sumario, tosco y brutal de todos los días. Bástele con saber que mi amistad por usted, por los muchachos de «Letra y Línea», ella sí es sincera. Usted no estará de acuerdo conmigo, pero excusará mi vehemencia. Tengo mis razones: es preciso destruir el provincialismo de nuestra literatura, la poesía bonita, el mero lujo verbal. Estamos maduros para esa obra. Va a inaugurarse la gran poesía, que busca sus temas en la conciencia, en la vida moral del individuo, que cavila y se debate entre el bien y el mal, que azota a los fariseos en paz consigo mismos, que no consuela sino que atormenta. Ese tormento es necesario y es precioso: aquellos a quienes toque no se sumarán al abyecto hedonismo de masas que degrada a nuestra civilización y que, desde el norte cretinizado y frenético, amenaza también a nuestro país. Ya lo ve usted, nos hace falta no sólo una revolución en nuestra poesía, sino también una Poesía y una Revolución. Aunque las dos palabras apareadas constituyen una redundancia: una y otra nos proyectan hacia una vida más bella. Y una revolución se hace con todos, aun con aquellos que, separados de nosotros por una cortina de malentendidos y ofuscaciones, convienen en que es necesario hacerla, y que vale la pena. 
Hasta siempre


Osiris Troiani


Publicado en Capricornio, número 5, Año II, de 1954, Buenos Aires.