Buenos Aires, ediciones Salim, 2011
Por María Trombetta
El tío de Rosita cultiva rosas como pasatiempo. La más novedosa de su invernadero es la rosa mutabile,
que “es roja por la mañana, a la tarde se pone blanca, y se deshoja
por la noche”. Ése es el paralelismo que plantea la obra para el
personaje de la mujer que, en los tres actos en que está estructurada
la obra, ve pasar su vida mientras espera noticias de aquel amor de
juventud que sólo envía alguna promesa de vez en cuando.
Son tres, también, las cartas que impulsan la acción: la primera es
apenas una alusión a la orden paterna que hace que el joven novio deba
viajar a Tucumán dejando a Rosita en España, con la promesa de reunirse
apenas puedan. El primo debe cumplir con su deber de hijo, y Rosita
cumplirá con su deber de novia, bordando su ajuar y esperando la
llegada del correo con novedades.
En Doña Rosita la soltera todos hablan mucho, y
hasta las flores tienen su propio lenguaje, pero las palabras siempre
dejan lugar a silencios elocuentes, que permiten sospechar motivaciones
y sucesos relevantes que rara vez se hacen explícitos. El silencio
protege de la verdad, todo aquello que se calla parece que no
existiera.
En el segundo acto, luego de un salto temporal de quince
años, Rosita y un enjambre de mujeres esperan al cartero en el día de
su santo. Están reunidas para celebrar, pero también las reúne la
espera de la carta del novio, que cuando llega viene con la propuesta
de un casamiento por poder. Las mujeres hablan y opinan sin decir
aquello que no se puede mencionar: sólo el Ama es capaz de manifestar
lo insignificante que resulta la noticia. Es que la historia de Rosita
no la cuenta ella: la cuentan las mujeres que la rodean, amigas, tía,
ama. Con palabras, pero sobre todo con silencios, evitando decir
aquello que saben le causará dolor.
Rosita seguirá esperando, y luego de otros diez años, su
vestido siempre rosado ahora es de un rosa pálido, casi blanco. El
tercer acto se desarrolla cuando la última carta importante ya llegó.
Otra vez el lector se entera de las novedades por lo que comentan los
otros personajes. Rosita no quiere que los otros hablen de lo que ella
ya conoce, porque comprende que las palabras esta vez van a repetir el
lenguaje de las flores.
TÍA. – ¿Estás contenta?
ROSITA. – No sé.
TÍA. – ¿Y eso?
ROSITA. – Cuando no veo a la gente estoy contenta, pero como la tengo que ver…
TÍA. – ¡Claro! No me gusta la vida que llevas. Tu novio no te exige que seas hurona. Siempre me dice en las
cartas que salgas.
ROSITA. – Pero es que en la calle noto cómo pasa el tiempo y no quiero perder las ilusiones. Ya han hecho
otra casa nueva en la placeta. No quiero enterarme de cómo pasa el tiempo.
TÍA. – ¡Claro! Muchas veces te he aconsejado que escribas a tu primo y te cases aquí con otro. Tú eres
alegre. Yo sé que hay muchachos y hombres maduros enamorados de ti.
ROSITA. – ¡Pero tía! Tengo las raíces muy hondas, muy bien hincadas en mi sentimiento. Si no viera a la
gente, me creería que hace una semana que se marchó. Yo espero como el primer día. Además, ¿qué es
un año, ni dos, ni cinco? (Suena una campanilla.) El correo.
TÍA. – ¿Qué te habrá mandado?
AMA. – (Entrando en escena.) Ahí están las solteronas cursilonas.
TÍA. – ¡María Santísima!
ROSITA. – Que pasen.
AMA. – La madre y las tres niñas. Lujo por fuera y para la boca unas malas migas de maíz. ¡Qué azotazo en
el… les daba…!