Desde hace algún tiempo tengo la Costumbre de pasarme todas las tardes un par de horas apoyado en el buzón de cierta esquina que yo me sé. Es posible que el curioso lector se pregunte por qué elijo el buzón y no el árbol, el poste del teléfono, la columna del alumbrado a la vidriera del almacén; voy a responder francamente. Se trata de un barrio muy favorecido por la naturaleza en el renglón de niñas casaderas, y cuando llegué a montar la guardia esquinera ya estaban ocupados árbol, poste, columna y vidriera por otros tantos galanes. Comprendí en seguida que mi sitio era el buzón y lo ocupé con cierta familiaridad, pues tengo un hermano filatelista.


La verdad es que mi deseo es estrechar cada día más mis relaciones con la que ha de ser mi eterna compañera como ella dice, pero debido a la influencia del cinematógrafo me veo obligado a intimar con el buzón. No, no me estoy haciendo un lío. Lo que pasa es que mi novia tiene cierta inseguridad respecto al de qué actriz de cine corresponde su tipo y cada tarde ensaya un peinado diferente a ver si acierta con el suyo, y, como ella dice muy razonablemente no se puede saltar de Verónica Lake a Ginger Rogers sin tomarse el tiempo necesario, y este tiempo son las horas que me tiene de plantón junto al recipiente postal.


-¿Por qué no te dejas de todos esos complejos de rulos y contrarrulos? -le dije al principio de nuestras relaciones.


-Un hogar -me respondió ella- no puede fundarse sobre improvisaciones sino sobre bases sólidas.


Tan prudentes palabras ahogaron todos mis reproches y decidí no reparar en pelillos más o menos lentamente rulados pues, como decía mi abuela, una mujer de su casa vale un Perú. Y ahora los tres nos llevamos muy bien: el buzón, mi novia y yo. Cierto es que al principio de nuestras relaciones tuve algunos desencuentros y malosentendidos con el buzón. Bueno, desencuentros no hubo más que uno, y fue aquel día en que al ir a apoyarme no lo encontré y caí sentado en la canasta de un pescador y tuve que comprarle las tres corvinas magulladas. Confieso que la culpa fue mía, pues él estaba en su lugar y fui yo quien calculó mal y puso el codo en el aire y lo demás donde se ha dicho. En cuanto a los pescados, como no sabía cómo deshacerme de ellos, les puse unas estampillas y los eché al buzón. Pero no llegaron a casa, creo que porque escribí la dirección con lápiz de tinta y con la humedad se habrá borrado. Pero no importa porque creo que no estaban muy frescos. 
Lo de la pintura fue peor. Una tarde, sin reparar en un cartelito que daba la voz de alarma, me apoyé en el buzón recién pintado, y el traje blanco, porque era en verano, me quedó inservible. Pero lo peor no fue eso, sino que mi novia, que es muy celosa, se empeñó en que aquellas manchas lo eran de «rouge» y quiso romper inmediatamente el compromiso.


-Te juro que es el buzón -insistía yo.


-¡Buena soy yo para venirme con buzones! ¡Te crees que no te vi la otra tarde mirando a esa rubia teñida del swaeter a lo Paulette Goddard -me recriminaba injustamente.


Para convencerla no se me ocurrió cosa mejor que apoderarme violentamente de la orla de su vestido, como vulgarmente se dice en poesía, y refregarlo fuertemente por el flanco culpable del buzón. Se convenció, pero siguió enojada. Las mujeres son incomprensibles.


El día que se peinó por primera vez a lo Verónica Lake o a lo Mae West, porque yo en eso no estoy muy fuerte, tardó tanto que me quedé dormido sobre el pecho generoso de mi compañero de guardia. Tanto nos parecíamos sin duda, inmóviles los dos y con la boca abierta, que una señora un tanto corta de vista se confundió y me echó en la boca una tarjeta postal. 
Me desperté con un extraño gusto a paisaje en la boca y una rara incomodidad en el paladar. Me saqué la tarjeta, que representaba las Cataratas del Iguazú y decía, creo que en verso:


Cuenta el orbe con muchas cataratas, 
mas ninguna se iguala al Iguazú 
Cuento yo con amigas harto gratas 
mas ninguna tan grata como tú.


Se la eché al buzón, pensando que cada palo aguante su vela. Pero con todo, la sensación desagradable en el paladar persistía. Al hablar con mi novia, que allá a las cansadas apareció luciendo su nuevo tipo, me atraganté varias veces. Pero eso no importa porque le hice creer que era de emoción. Para abreviar, el médico me diagnosticó difteria y me inyectó el suero de práctica. Y a los tres días se me desprendió la estampilla de la postal del Iguazú que se me había pegado al paladar. ¡Y después de esto seguirá habiendo seres protervos que no crean en los milagros de la ciencia y en los triunfos de la medicina!


En fin, pequeñas contrariedades aparte, nos llevamos muy bien los tres, como ya he dicho, y si voy demorando tanto mi matrimonio es porque no puedo concebir la luna de miel sin mi inseparable compañero, el buzón de la esquina.

Chamico

Publicado en El muerto profesional , Buenos Aires, Centro editor de América Latina, 1992


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