Buenos Aires, editorial Anagrama, 2008.

Por Mario Méndez.

La historia de El lector, de Bernhard Schlink, novela que fue un éxito internacional de ventas y fue llevada al cine, es una historia extraña. Comienza siendo un típico romance entre una mujer mayor y un adolescente y después, cuando uno menos lo espera, se transforma. Los amantes se separan y, por un lado queda Michael Berg, narrador protagonista de una vida algo mediocre, y por el otro, ella, la verdadera protagonista, Hanna Schmitz, sorprendentemente involucrada con el nazismo y los campos de concentración, sorprendentemente analfabeta. Quizás esa sea la gran metáfora del libro: una explicación posible (claro que no la única) del apoyo masivo que tuvo Hitler se centra en la ignorancia, en la incapacidad de leer lo que estaba pasando.
Hanna Schmitz, victimaria y víctima, se pasa media vida en la cárcel. Ya anciana, un día antes de ser liberada, se ahorca. Deja una carta, que por fuerza tiene que ser muy significativa, puesto que si de algo esa mujer se ha sentido orgullosa es de haber aprendido, tarde y encerrada, a leer y a escribir. Pero sabiamente el relato la escamotea. La jefa de la prisión le dice a Berg, que la ha ido a buscar y se ha topado con el suicidio, que frau Schmitz dejó una especie de carta testamentaria, pero que solo le leerá lo que a él le compete: apenas un párrafo con cuatro oraciones. Las primeras tres pidiéndole que entregue sus ahorros a una de las sobrevivientes del Holocausto. La última, como una puñalada, para despedirse: “A él dele recuerdos de mi parte”. Berg, desolado, se queda pensando en que Hanna no le ha dejado ni una nota. Se pregunta si lo ha hecho para herirlo, para castigarlo o simplemente “porque tenía el alma tan cansada que ya sólo podía hacer lo mínimo imprescindible”. Berg no sabe la respuesta. Schlink deja que los lectores encuentren la que mejor les parezca.

-Me ha dejado una carta, una especie de testamento. Le leo lo que le afecta a usted.
Desplegó el papel.
-«En el bote de té de color lila hay más dinero. Déselo a Michael Berg para que él se lo entregue, junto con los siete mil marcos de mi libreta de ahorro, a la hija de la superviviente del incendio. Que haga con el dinero lo que quiera. Y a él déle recuerdos de mi parte.»
Así que no me había dejado una nota. ¿Lo había hecho para herirme? ¿Para castigarme? ¿O quizá porque tenía el alma tan cansada que ya sólo podía hacer lo mínimo imprescindible?

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