Buenos Aires, Clarín-Alfaguara, 2007

La novela se abre con el anclaje del espacio y del tiempo de la historia: Villa del Carmen, Jujuy, enero de 1977. A este pequeñísimo pueblo de provincia, con el calor que cala los huesos, llega un tal Ferroni, enviado por el aparato represivo de la dictadura argentina, para buscar un dato, un solo dato: lo que quiere es saber dónde está Matilde, que un día se fue a vivir a Buenos Aires y se enamoró perdidamente de José Luis, ferroviario, gremialista. El enigma de la novela ganadora del Premio que otorga el diario Clarín de Buenos Aires es ése: si Ferroni lo conseguirá o no lo conseguirá. Marita, amiga de siempre de Matilde, es su señuelo, y mucho más considerando que en pocos días será el cumpleaños. Matilde, desde donde esté, se acordará de saludar en forma de carta a su amiga, la que se quedó en el pueblo perdido de provincia, la que no conoció varón.

Ferroni quiere la carta que va a llegar, la necesita, es su tarea indigna. Pero más que la carta, quiere el sobre, aquel garabato para-epistolar que le permita dar cuenta de dónde está Matilde y, a través de eso, saber dónde está su amante.

El tiempo en la provincia parece no pasar en la novela, sobre todo cuando pone el foco en Ferroni que no tiene nada que hacer más que eso ocurra, que el tiempo pase («No voy a mirar el reloj, dijo, bajando la voz, deben ser las tres y media, como hace un rato»). Pero hasta tanto aquello suceda, ganar tiempo sería que le entregara las otras cartas, las anteriores de la serie, las que Matilde le fue escribiendo desde que dejó Villa del Carmen, desde que llegó a Buenos Aires y conoció al tal José Luis, desde que se enamoró cuando él la vio subida a uno de esos puentes que cruza las vías, desde que se besaron por primera vez y luego siempre, desde que hicieron a quien será el hijo de los dos. Todo eso Ferroni no lo sabe, ni le importa siquiera, y a Marita sí, a Marita es lo único que le importa conservar con el secreto más puro de amiga. Ahí mismo radica el conflicto más intenso: Ferroni quiere algo que Marita conserva no por la misma razón que lleva a Ferroni quererlo.

Esa letanía, quiero las cartas , quiero las cartas, gotea en toda la novela de Norma Huidobro, mientras el indeseable se limpia los zapatos obstinadamente por el polvo que levanta el calor de ese pueblo perdido, y Marita añora leer, una vez más, el mundo inalcanzable hecho misiva.

(M. N.)

Y había que ver la soberbia de la chica. Todas son de carne. Como si él fuera imbécil, como si fuera un pobre analfabeto al que hay que explicarle todo paso a paso. Ella es la imbécil. Vamos a ver qué hace con la soberbia cuando llegue el momento de poner las cartas sobre la mesa. Las cartas sobre la mesa, repitió Ferroni, ahora no sólo con el pensamiento, sino en una especie de chapoteo de palabras, algo así como un chasquido rumoroso. Las cartas sobre la mesa, si de eso se trata. Las cartas. Primero, el cumpleaños, después, las cartas para saber algo de Matilde Trigo, para llegar hasta José Luis Benetti. Las cartas sobre la mesa, volvió a murmurar y sonrió. No, pensó, las cartas sobre la mesa, no; ellos sobre la mesa, y otra vez sonrió por lo que se le acababa de ocurrir. Los dos hijos de puta sobre la mesa en un interrogatorio doble. De golpe se le fue la sonrisa; se acordó de sus zapatos. Desde que salió de la pensión que no los miraba. Sus zapatos lustrados la noche anterior, blancos de polvo. Asquerosamente ásperos, pensó, mientras los limpiaba con el pantalón.

Categorías: Libros