Entre líneas.

Intimidad de correspondencia

Nicolás Rosa

Charles Sanders Peirce intercambia cartas con Lady Viola Welby, curiosa mujer que siempre me pareció un personaje de Jane Austen, dedicada a la filosofía y cruel crítica de Bertrand Russell. Entre ambos exponían sus diversas opiniones sobre «el estudio de los signos», esperando proféticamente algún eco en el futuro. Esas cartas me parecieron siempre otra cosa, algo entre las cartas de amor y las cartas eróticas. Son cartas aburridas, lejos del ingenio brillante y burlón de Voltaire (Cartas Filosóficas) y del protocolo de Descartes cuando discurre en clásica prosa, tan clara y distintiva, con la reina de Suecia a través de sus cartas. Por momentos, un destello de cierto hálito íntimo se desprende de las premisas semióticas. 

De las improbables cartas de Platón hasta las panglósicas cartas de Voltaire pasando por las cartas de amor de Derrida («Podríamos rechazar a priori las cartas de Platón bajo pretexto de que una masa de apócrifos fue compuesta y provocada en una época tardía», dice precisamente Derrida de Platón), podríamos sostener que estas cartas, por contaminación, son cartas de amor, contaminan el amor del Banquete y la filosofía queda contaminada desde el inicio de una falsedad retórica como presupuesto de un ambicioso espíritu: traicionar el espacio público y adueñarse del espacio privado: el espacio de una carta, de una cartografía imaginaria que reúne los bordes del territorio que llamamos humano. Sade genera el interregno entre la filosofía como discurso público y la filosofía interior, la filosofía en el «boudoir». Las cartas de Sade a su suegra, personaje casi arltiano por su energía falsificadora en el remedo de la constitución de una pareja, presupone que la filosofía, más allá de sus ecos redentoristas, se traslada a un espacio íntimo del cual ya no será desalojada: invasión del campo de la dramaturgia más acerante, la de la literatura. 

Entre las cartas de Rousseau y la gestación del género epistolar, entre el Werther de Goethe (la novela lacrimógena, las lágrimas que tanto deslumbraban a Barthes en el Fragmento) Julia o La Nueva Heioísa , sobreviene un nuevo espacio de la comunicación. Madame de Sevigné escribía, desde su retiro de pobreza, las cartas «privadas» a su hija Mde. de Grignon, para que fuesen leídas en el entorno cortesano; eran cartas de una privacidad extendida -fraguada- por el hombre de corte que necesariamente era público. La lenta evolución del espacio público cortesano a la interioridad burguesa y a la publicidad de los actos populares y populacheros -el sexo como efracción y dialéctica de lo privado y lo público-, hecho que todavía subsiste. Las cartas-libros de Sarmiento-Alberdi eran una muestra pública de la carta política: una lógica sórdida en donde lo oculto es la base de la legalidad del insulto. Entre el amor filial y el odio político se entremezclan todos los tratados de la pasión. Pero Rousseau coloca entre Julia y Saint-Preux todas las inflexiones de la pasión moderna (romántica) que va desde la fingida indiferencia hasta la lamentación, desde el alterado erotismo hasta la súplica retórica estableciendo una verdadera fenomenología de la carta-misiva moderna. La carta-misiva engendra todos los registros disciplinarios de la emisión y de la recepción, de la carta que se emite y de la carta que se recibe: en este intervalo se fraguan los deslices eróticos de la carta. 

Una fenomenología de la carta nos revelaría su despropósito. La corresponsabilidad de la carta como discurso es falsa, todo se invierte en el circuito comunicativo, la carta es corta-circuito. La suspensión del tiempo en la espera de una carta, de esa carta -la espera individualiza al destinador y desdibuja al destinatario-, y al particularizarlo lo desubica del género, lo hace femenino. Toda carta feminiza al destinatario invadido por el suspenso, por la suspensión que genera la expectación Si pensamos que contar una experiencia sexual a través de una carta es modificarla de acuerdo con el deseo del correspondiente, por lo que si realmente no hay -y realmente no la hay- una correspondencia que permita la interlocución del emitente y del esperante, entonces todo cobra una única figura: la desesperación melancólica de las cartas del noviazgo de Kierkegaard. En 1953, William Burroughs, en una carta fecha da en el Hotel Nueva Regis de Bogotá, le escribe a Allen Ginsberg: «A un sudamericano se le puede asomar el culo por los pantalones pero seguirá con la corbata puesta». Más allá de esta futileza sociológica, me place esa tranquila mortalidad que exhalan las Cartas del Yagé.

Publicado en Primer plano , suplemento de cultura del diario Página/12 , el 8 de noviembre de 1992