Amelia contempla la ligera capa de niebla que en la lejanía está cayendo sobre el tejado de la casa y piensa: es tarde, tenemos que apresurarnos. El sendero es empinado y sinuoso, enlosado de granito cortado ancho, con la humedad del atardecer parece un arroyuelo petrificado por el tiempo, lo flanquean matorrales de romero y de salvia, el aire es fresco y el aroma intenso, manchas amarillas alfombran de nuevo la ladera de la colina: otra vez octubre, piensa Amelia, puede que mañana tengamos el primer día de lluvia. Amelia se habla siempre a sí misma en plural, es una costumbre que adquirió hace años, si lo pensara no sabría decir cuándo comenzó. Se ha entretenido en el órgano más de lo debido, y esto le hace sentir una ligera inquietud. Pero no ha sabido resistirse, le gustaba ensayar Pergolesi en la iglesia desierta, las vísperas habían concluido, las viejecitas se habían ido y el párroco siempre deja que sea ella la última en cruzar la portezuela lateral que se cierra de golpe; la rectoría está al lado y tiene ya las ventanas encendidas, la luz sobre el campo está adquiriendo el azulado de la noche inminente. Lo hemos tocado muy bien, piensa Amelia, y aprieta el paso.

Desde la plaza de la iglesia, apenas se divisan el tejado y las ventanas del piso superior de su casa; hay una enredadera que trepa hasta los antepechos de las ventanas, está ya semidesnuda por el otoño; la ventana de Guido tiene una luz débilla lamparilla con pantalla de la mesita de noche. Junto a la lámpara de latón, sobre el tapete de encaje amarillo, un Dante con la encuadernación dorada como un libro de horas, el frasco de cristal graduado con los polvos para la poción durante las crisis más suaves, una cajita de marfil con un rosario de madreperla, un cuerno rojo de coral. Amelia, mientras camina, pasa revista de memoria a los objetos como puede hacerlo quien conoce la minuciosa geografía de una habitación. El armario de nogal ocupa la pared del fondo. Su madre guardaba en él los linos y los cáñamos, también ella los conserva todavía: sábanas gordas y amarillentas que han albergado durante generaciones los sueños de la familia; tiempo atrás el armario tenía una gran llave que destacaba en el mazo colgado del clavo del guardarropa donde estaban colgadas las llaves de toda la casa con letreritos escritos con tinta marrón: despensa, lencería, arcón despensa, armario habitaciones. A la derecha del armario, debajo de la ventana, hay una mesita con un tablero de mármol, cuando Guido aún era capaz de levantarse escribía allí, contemplando por el recuadro de la ventana las copas de los árboles las laderas de la colina. En el cajón de la derecha, oculto en un pequeño tablero de ajedrez plegable, guardaba su diario que ella ha leído puntualmente cada mañana, durante años, comparando su impresión del día transcurrido con la descripción realizada por su hermano. Piensa en cuán falsa es la escritura, con su implacable prepotencia hecha de palabras, de verbos, de adjetivos que aprisionan las cosas, que las blanquean en una fijeza vítrea al igual que una libélula que ha permanecido en una piedra durante siglos mantiene la apariencia de la libélula pero ya no es una libélula. Asíes la escritura, que tiene la capacidad de separarnos varios siglos del presente y del pasado próximo: fijándolos. Pero las cosas son difusas, piensa Amelia, y por eso están vivas, porque son difusas y sin perfiles y no se dejan aprisionar por las palabras.

Sobre la mesita de Guido están alineados los libros de su vida; algunos de ellos tienen encuadernaciones de piel antigua, otros una encuadernación de cartón que parece un mármol oscuro, con venas color cenizalos Evangelios, una Eneida del siglo XVIII impresa en Paris con tipos de los hermanos Michaud, la Aminta de Tasso, la vida de Alfieri, Petrarca, Shelley, los poemas de Goethe, Adelchi de Manzoni. En la página en blanco antes del frontispicio, arriba a la derecha, el ex libris de Guido, un cuadradito color sepia con un faro que despide un haz de luz sobre un mar nocturno y debajo, en cursivas, guido, con la inicial minúscula.

En el cajón izquierdo, atadas con cintas de diversos colores, están las cartas que Guido ha recibido en su vida. Ella las ha ordenado durante años, catalogándolas por orden de importancia: la Academia, la Universidad, los literatos italianos y extranjeros, los editores, las revistas, los pedigüeños. Algunas de ellas comienzan así: Querido Maestro y amigo; otras sólo dicen: Excelencia, y tienen caligrafías pomposas y escurridizas. En los últimos meses de la enfermedad han llegado unas pocas cartas de los pocos amigos verdaderos y una carta formal de la Academia, que expresaba su preocupación por el estado de salud del Maestro y deseaba un pronto restablecimiento. Amelia contestó con una nota cortés y breve«Mi hermano no se halla en estado de responder, por el momento; aprecio mucho Su generosa atención.»

En la cómoda con espejo, al lado de la ventana, están los retratos. Casi todos son retratos de Guido y de ella, y uno de mamá cuando niña; los de mamá y papá juntos ha querido tenerlos ella en su dormitorio, sobre su cómoda. Mientras camina, Amelia contempla aquellos retratos y piensa en cómo pasa el tiempo. Cómo pasa el tiempo. En el primer retrato Guido tiene doce años, viste una chaqueta de hombre, los pantalones de terciopelo le llegan a media pierna, abrochados al final por tres botones laterales. Lleva unas botitas altas, con hebillas, y el pie derecho está apoyado en un tronco de cartón piedra que el fotógrafo ha colocado en el estudio para crear un ambiente rústico. Sobre el fondo de tela hay pintada una balaustrada absurda que da sobre una especie de golfo de Nápoles, pero sin pinos y sin Vesubio. En el ángulo derecho, transversalmente, la caligrafía del autor ha dejado su nombre: Estudio Savinelli, Fotógrafo. 

Amelia contempla la fotografía contigua y ya han pasado diez años. Está enmarcada en un marco de plata; la humedad, que tal vez ha reaccionado con el metal, ha dibujado en los bordes una mancha sinuosa como la orla dejada por las olas en una playa. Guido está a la izquierda de Amelia y le ofrece el brazo derecho en el cual ella se apoya graciosamente, como una esposa. Guido lleva un traje oscuro y una corbata ancha y, a la altura de las caderas, sostiene el sombrero por el ala. Ella tiene un vestido blanco,  ligeramente vaporoso, con una cinta en el talle. En la cabeza lleva un sombrero de paja que le oscurece la cara, la línea oscura le corta la frente hasta los ojos, que apenas se adivinan: pero el resto de la cara está inundado de luz yuna sonrisa ingenua y quizá feliz deja al descubierto sus blanquísimos dientes. Es verano. Detrás de ellos, una parra dibuja charcos de sombra sobre el patio. En la mesita de hierro forjado hay un jarrón que alguien ha llenado flores. Parecen realmente dos esposos, como si la ceremonia estuviera recién terminada. Es el día en que Guido se ha doctorado, ha habido, en efecto, un almuerzo debajo de la parra, Amelia lo recuerda perfectamente: mamá y papa todavía no han muerto, papá se ha excedido con la comida y con el vino, ahora está sentado a la sombra del porche, la cara reluciente, el chaleco desabrochado sobre la camisa debajo de la cual se ve subir y bajar, al compás de la respiración, su grueso vientre. Papá, piensa Amelia con una nostalgia terrible. Por mamá no, no siente esa nostalgia: piensa en ella casi sin dolor, apenas con una leve pena desvaída por la memoria lejana; era una mujer silenciosa y pálida, diminuta, caminaba por las habitaciones de puntillas, pasó la vida de puntillas. Murió de pronto, antes de que Amelia entendiera qué es el auténtico dolor, dejando una huella casi imperceptible: el recuerdo de sus faldas crujientes y de sus manos pálidas, su modo de cepillarse el largo cabello que luego disfrazaba en una trenza enrollada en la nuca. Papá en cambio tenía un vozarrón, su paso por las habitaciones era sonoro, y llenaba la casa con su presencia. Y tenía un abrazo vigoroso que le daba seguridad y un extraño calor que le hacia sonrojarse.

Amelia sabe que odia aquella fotografía. Ha aprendido a odiarla muchos años después, cuando odiarla ya no tenía sentido. Lo sabe y prefiere desconocer el auténtico motivo. Prefiere que de aquel lejano momento que la placa capturó, le molesten detalles insignificantes: su sonrisa tan infantil y casi estúpida, el hombro derecho de Guido ligeramente caído que denota tal vez un embarazo; cosas así, insignificantes. Y después vienen las otras dos fotografías junto a ésta, pero éstas no las odia, forman parte de su vida auténtica, cuando las decisiones ya estaban tomadas. Las decisiones.

¿Qué decisiones?, piensa Amelia mientras camina y aparta con el bastón un matojo de moras que desde el borde ha invadido el sendero. Hace poco que usa bastón, no porque sea ya tan vieja, anda muy bien y no necesita apoyos: pero le gusta salir el domingo por la tarde con el bastón que perteneció a su padre; es una caña de Indias elegante y fina, con un puño de plata en forma de cabecita de perro. Qué decisiones.

En la tercera fotografía Guido tiene una expresión solemne, como requiere la ocasión: lleva toga, sostiene en la mano un pergamino enrollado y con la otra mano se apoya en el borde de una fuente sin agua, en el claustro de la Universidad. La última fotografía es un banquete oficial, el homenajeado es Guido, que está sentado en el centro de la mesa. Les han fotografiado al final del banquete, cuando las libaciones han disuelto en los rostros la prosopopeya del acontecimiento, haciéndolos disponibles e indefensos. Hay literatos y artistas, el flacucho al fondo de la mesa es un famoso músico al que ella siempre ha encontrado tan insípido como sus composiciones. Ella está sentada a la derecha de su hermano, en sus ojos se lee satisfacción y complacencia, pero los labios se le han adelgazado respecto a la fotografía de sus dieciocho años: han perdido generosidad y ofrecimiento, son labios avaros, precavidos, vigilan las palabras, los pensamientos, la vida.

Qué extraño es el tiempo.

El señor Guido ha sufrido una crisis, le dice Cesarina en voz baja, el dolor debía de ser insoportable porque se mordía las manos para no gritar, luego ha comenzado a quejarse en voz baja como un animal, ahora tal vez se ha adormecido, ya no puede más.

Cesarina es una esposa con las mejillas blancas y rojas y un pecho enorme, toda ella leche y sangre, lleva consigo su ultimo niño, al que hace dormir en un cesto de paja sobre la artesa, es un mocoso pacífico que sólo se despierta para reclamar su comida, ella lo amamanta sentada en un taburete de la cocina. Ha ocupado en el servicio el lugar de su madre, su madre se llamaba Fanny, sirvió en casa durante toda la vida, era coetánea de Amelia y de niñas juraban juntas, si Amelia se hubiera casado tendría ahora una hija de su edad, a veces lo piensa, y dos o tres nietos.

Le contesta que ahora ya se ocupará de ella, gracias, le está ocurriendo eso últimamente; yahora váyase casa, se ha hecho tarde y el camino hacia el pueblo es oscuro ylleno de baches. Le devuelve las buenas noches y coge la botella de agua; la sopa está preparada, sigue diciendo Cesarina, he hecho un consomé ligero. Mientras sube las escaleras oye el ruido de la puerta que se abre y se cierra; ahora en la casa sólo queda el leve rumor de sus pasos, de la habitación de Guido se filtra una rendija de luz, al pasar percibe su respiración pausada y lúgubre: duerme. Abre con precaución la puerta contigua, su dormitorio, yla cierra con no menor cautela, apenas un chirrido de la vieja madera; se quita el abrigo a oscuras y lo cuelga del perchero de tres pies que está junto a la puerta; sobre la cómoda arde una lamparilla perenne delante de la fotografía de papá y mamá: son dos rostros antiguos en un óvalo desenfocado que sonríen a la nada. En la semioscuridad busca la bata y abre la ventana. El aire es punzante y la luna que asoma por la colina difunde en el cielo un halo roto por los árboles. Amelia se tiende en la cama y mira hacia fuera, la noche. Aquella cama era de sus padres, es allí donde dos personas, hace tantos años, la concibieron. La pared en la que esté apoyada su cama la separa de la cama de Guido. Así, separados por una pared, durante tanto tiempo. Amelia piensa en esto y piensa de nuevo en el tiempo. Casi le parece sentirlo pasar, ahora que el campo duerme y el silencio es grande: es como un zumbido, el ruido de un río subterráneo. Piensa en cuantas noches ha dormido en aquella cama pensando en la persona que dormía al otro lado de la pared. Y piensa en el odio. También el odio es algo difuso, no se deja aprisionar por las palabras, tiene múltiples formas de vivir, matices, franjas, claroscuros imperceptibles, flujos, movimientos. Consigue que se llegue a desear realmente la muerte de una persona. Ella ha sentido este deseo tanto tiempo, secretamente. Pero no sabría decir cuando empezó: el odio tiene una concreción especial y extraña, cuando se convierte en definido y formulable ya había nacido en nosotros, preexistía en silencio agazapado en un pliegue del ánimo. Y además, quizá, no era odio. Amelia piensa en esta expresión: los pliegues del ánimo. Y piensa en su verdad, porque el ánimo tiene muchos pliegues.

Le llega un gemido agudo, como un silbido. Así es corno se despierta Guido cuando comienzan los dolores. Después el lamento se hace desgarrador, un aullido, y a veces un único grito inmenso y horroroso en la noche. Se levanta y enciende la luz. Sobre el paño de lino tendido sobre el lavabo está preparada la cauta de metal, con la jeringuilla hervida, el alcohol, el algodón, la ampolla. Ahora Guido se ha despertado, araña la pared con un dedo, arriba y abajo, su uña ha excavado un profundo surco en la pintura de la pared encima de su cama. Amelia coge la sierrecilla de hierro yrasca rápidamente la ampolla, saca la jeringuilla del estuche, expulsa el agua que ha quedado en la aguja, aspira el líquido de la ampolla, gira la jeringuilla hacia arriba y mueve hábilmente el émbolo para expulsar las últimas burbujas de aire, sumerge un trozo de algodón en el frasco de alcohol, lo estruja. Voy en seguida, Guido, dice a su vez. Piensa en lo que significa la piedad y sabe que sus manos la están administrando. Dentro del pecho siente un vacío, como un túnel gélido. Pero las manos que sostienen la jeringuilla están firmes sin un estremecimiento, sin un temblor.

Antonio Tabucchi


Publicado en Pequeños equívocos sin importancia, Barcelona, Anagrama, 1987. Traducción de Joaquín Jordá


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