Quito, editorial Libresa, 2010

Prichi tiene 16 años recién cumplidos, vive en Lima y tiene una madre argentina y un papá peruano. Prichi (Priscila, según su documento de identidad) viaja a Buenos Aires para acompañar a su padre y para conocer a un amor platónico, o virtual, que, a esta altura de los acontecimientos, es casi decir lo mismo.

De todo esto el lector se entera de manera fragmentada: por un narrador que sólo sabe de Prichi; por el diario íntimo que decide escribir en la computadora la misma protagonista a partir de que supo que su madre llevaba uno en su edad moza; o por las cartas electrónicas que Prichi le manda a sus amigas Majo y Mili que están en Lima, mientras ella en Buenos Aires cimienta un romance con el Pablo ya de verdad, el de carne y hueso, el que se puede tocar.

Las cartas de Priscila son las que llevan las reflexiones más compinches, las que alientan la comprensión o el consejo. Las entradas del diario íntimo, más bien, traen las reflexiones paradojales, las cuestiones que muchas veces no tienen respuesta. Pero sea por una cosa o por la otra es ella la que se refiere a su propio registro: “No sé por que necesita anotarse todo lo que pasa.” Y también al que se responde, de alguna manera: “Escribo para no olvidar.”

Tres elementos son fundamentales para que el registro íntimo (el epistolar, sobre todo) tenga una funcionalidad determinante para la novela de Eduardo Dayan: el amor, la adolescencia y la distancia. Los tres guardan la melancólica condición de lo efímero, y la fatalidad de colisionar con el carácter inmortal de la carta. Hasta que el desdichado efecto Y2K resucite de su papelón y haga lo que tenga que hacer con las huellas íntimas virtuales, los mails.  

(Por M. N.)

Prichi planea escribirle a Milagros. ¿Le confiaría que estaba viviendo en una superproducción, un desfile de modas, un show? ¿Que soñaba con se la flor de la canela, una peruanita que caminaba deslumbrante con jazmines en el pelo y rosas en la cara, como cantaba Chabuca Granda? ¿Que soñaba con borrarse un romance cortado de un tajo con quien las dos sabían? ¿Que quería distraerse, divertirse, disfrutar esa semana distinta de su adolescencia? ¿Que le cansó que su tan amigo ¡pretendiera tener poderes y permisos! sobre ella? Eso nunca iba a tolerar que sucediera; jamás se permitiría ser una dominada como tantas chicas… y grandes… Y ahora lo nerviosa que se notaba, a minutos de la cita, de la gloria o del desengaño

“Exagero. Tal vez”, espera, “se me aclaren las cosas mientras las tipeo…”. Le comentaría sobre la llegada al hotel y cómo casi se le va la mano al depilarse las cejas que odia ver superpobladas… Y Mili, que siempre quiere saber los detalles… Le contaría cómo eligió no enchastrarse la frente para eliminar los granitos y si se veían que se vieran. Prefirió esfumar con la yema de los dedos algo de crema sobre la piel, no delinearse los labios y casi ni usar labial, ni resaltar demasiado los ojos… Después echar un vistazo a la escena del crimen donde él ya estaba… ¿Qué le diría?

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