Laura era pechugona, pelirroja e ingeniera informática, en ese particular orden de las cosas, y había sido novia de Fernández durante dos meses de 1978. Luego cultivaron una larga amistad de bajas intensidades. Cuando se encontraron a cenar en un restaurante de la Costanera y él vio que ella venía ceñida, escotada y un poco alegre, y que pedía dos daiquiris para empezar, y que le elogiaba el saco, Fernández le dijo:

–Laura, dejate de joder, ¿qué te pasa? –Y entonces ella se largó a llorar. 
–Se me nota desesperada, ¿no? –dijo entrecortadamente, con la cara mojada–. Perdoname; busco a cualquiera. Estoy tratando de borrar y escribir arriba. Estoy tratando de olvidar y no puedo. ¡Te juro que no puedo!

Fue una noche de llantos, y después Fernández la llevó a su casa y la llamó por teléfono cada vez que pudo para ver cómo estaba y para darle ánimo. Laura no le había contado a nadie, hasta entonces, que había salido seis meses con un hombre casado. Aunque salir era un verbo un tanto benigno. La verdad es que habían tenido un romance visceral y absorbente, una suerte de doble vida vivida minuto a minuto en la clandestinidad, a la hora de la siesta, y con llamadas, cartas, e-mails y señales de humo. De lunes a viernes, desde la mañana hasta la noche, los dos se arreglaban para encontrarse, seguirse y mantenerse en esa cuarta dimensión que siempre forma el amor prohibido. El se llamaba Carlos y era contador público nacional; decía que su matrimonio se estaba yendo a pique. Ella venía de una vieja separación y se enamoró rápidamente de aquel hombre bueno. Carlos la acompañaba en el sentimiento, y la pasión lo nublaba todo. Como decía Nietzsche, el amor es el estado en el que el hombre ve más las cosas como no son. Creyeron ambos que el barco llegaría a buen puerto y que estaban construyendo algo serio, pero un día Carlos se dio cuenta de que no tenía reproches para hacerle a su esposa y que, antes de cometer un «error imperdonable», debía darle una última oportunidad. Laura se quebró al saberlo. Le dijo, con bronca contenida, que no podía haber esperanza alguna entre los dos y que ella no podía esperarlo en el banco de suplentes; le pidió que no la llamara ni le escribiera jamás un e-mail. No quería aferrarse de una palabra, por mínima que fuera, y hacerse ilusiones. Se despidieron con un beso en la mejilla, y Laura estuvo dos días llorando, sin ir a trabajar y revisando una y otra vez el correo electrónico en busca de un mensaje de Carlos. Un mensaje que dijera, aunque más no fuera, te extraño o comprendo tu dolor. Pero él se había tomado seriamente el pedido de ella, y sólo había silencio.

Al volver a la oficina, Laura sintió por primera vez el síndrome de abstinencia. Carlos se había transformado en una adicción, y su ausencia le colocaba un obelisco en el estómago y un temblor en la boca. Miraba a cada rato el reloj y, como conocía tan al detalle la rutina del contador, lo imaginaba momento a momento; tenía que atarse las manos para no escribirle ni para marcar su número. No podía sacárselo de la cabeza. Creía verlo cruzando una calle o viniendo por un pasillo. Revisaba obsesivamente el correo de su computadora, en el trabajo y en casa, y atendía el celular y el directo con gran apremio, esperando escuchar su voz. Ni su figura, ni sus líneas ni su voz llegaban, y ella pasaba el día penando y la noche en vela. A veces imaginaba que Carlos había cerrado con llave y que ella había quedado en la intemperie de la calle, dudando entre tocar el timbre o tirar la puerta abajo. Su terapeuta le explicó que nada de eso servía:

–Sólo sirve que Carlos, sin la menor influencia, abra la puerta desde adentro y te pida que pases. Y eso puede no ocurrir nunca, o a lo mejor ocurre cuando vos ya estás en otro lugar. Vos, Laura, tenés que estar en otro lugar, no podés quedarte esperando en el umbral, muriéndote de frío. Despertate, Laura. Te dejaron. ¡Se acabó! Aceptalo.

Laura lo admitía con la mente, pero no lograba que esa idea monstruosa le bajara al cuerpo. No podía aceptar que sólo quedaba el dolor, y que debía hacer el duelo, y que debía caminar descalza sobre esos vidrios molidos hasta olvidar. No pienses en un canguro a lunares y medias de lana rojas, le decían de chica. Claro, era imposible no pensar en eso. Y entonces pensaba y pensaba, y revisaba lo que había salido mal. Una y otra vez hasta el insomnio y hasta el infinito. La terapeuta le dijo: Vas a ver que un día se van a ir los fantasmas y que el dolor va a pasar a ser una herida, y después una lesión, y al final una molestia en días de humedad. Lo que queda entonces es el resplandor de lo que viviste. Los momentos maravillosos. Ese resplandor no muere nunca. Te lo llevás con vos para siempre.

Una amiga, más pragmática, le soltó: El corazón es un recipiente, sólo un nuevo amor puede desplazar a un viejo amor, Laurita. Es física pura. Salí y empezá a circular. Usá la pechuga, teñite de rojo. ¡Y levantate a un tipo, por el amor de Dios!

La amiga de Fernández usó la pechuga varias veces, pero siempre volvía a su computadora, siempre se encontraba a sí misma frente a su correo electrónico esperando patéticamente un milagro. Pero el milagro no se producía, y así iban pasando los días, las semanas y los meses. Laura trató de volver a la universidad y tomó clases de pintura y de danza, y practicó tai chi para recuperar energías y body combat para descargar adrenalina: quería ocupar hasta el último minuto de su escaso tiempo libre. Intentó, en el camino, odiar sinceramente a Carlos, pero nunca pudo conseguirlo, y buscó otros hombres que se le parecieran. Como no encontraba a ninguno, se conformó con un empresario de pompas fúnebres que resultó estar muerto, y luego con un oficial de Caballería a quien le gustaba usar la fusta. Y más tarde con un odontólogo que coleccionaba bonsáis y llaveros. Ninguno daba con la talla de Carlos. Cuando estaba con ellos, Laura los oía pero no los escuchaba. Sólo escuchaba aquella vieja música de su voz, y recordaba la tersura de sus manos y el suave aleteo de sus besos.

En un momento, sin embargo, sus amigas, que la rodeaban como deudos, le presentaron a un pediatra poco agraciado, pero de una sinceridad conmovedora: se reía de sí mismo y la hacía reír mucho a ella. Hacía siete meses que la ingeniera informática no se reía con todo el cuerpo. En la tercera cita, el pediatra le pidió perdón por el exabrupto y le confesó que estaba completamente enamorado. La amiga de Fernández tenía las defensas altísimas, después de tantos sufrimientos, así que lo mantuvo a raya todo lo que pudo. Pero pudo poco porque el pediatra le enumeró un día los hilarantes defectos de ella, y le explicó al final que esos defectos eran majestuosos. Que la amaba por los defectos también, y Laura no pudo menos que entregarse. ¿Cómo no iba a hacerlo?

Experimentaron sesenta días increíbles, apenas ensombrecidos porque la pelirroja no se atrevía a ponerle un nombre a ese sentimiento pasional. Ese sentimiento se parecía tanto pero tanto al amor que sólo un experto podría notar las diferencias. Ese arrobamiento la mantuvo alejada de su hiriente memoria, y una mañana advirtió, con asombro, que no extrañaba más a Carlos. Era un sábado luminoso y tuvo una sensación de plenitud inenarrable. El sábado siguiente, al volver despreocupadamente de un paseo, se encontró con un mail del contador. Decía simplemente: Te extraño.

Fernández


Publicado en el diario La Nación de Buenos Aires el domingo 29 de enero de 2006


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