Barcelona, Bruguera, 2008.

Por Tomás Proe

En este futuro cercano y para nada estimulante, las estadísticas sobre la cantidad de suicidios en un año son escalofriantes: ciento cincuenta mil intentos, tan sólo doce mil muertes.

Si de suicidarse (y no fallar) se trata, entonces, en este negocio se encontrará todo: desde las formas más elementales (sogas y revólveres de una sola bala) hasta brebajes de lo más complejos logran, desde hace muchísimo tiempo, que cada persona que atraviesa la persiana metálica de “La tienda de los suicidas”, se dirija hacia una muerte segura. Los productos que venden los Tuvache nunca fallan.

Todos los integrantes de la familia participan del negocio, salvo Alan, el más pequeño, el alegre y, por lo tanto, el rebelde, el problemático. Además, como dato ¿anecdótico?, todos llevan el nombre de algún suicida famoso: Mishima, Lucréce, Vincent y Marilyn (Alan incluido). De hecho, hasta el novio de la única hija mujer es aceptado por tener uno, Ernest.

Y si se habla de suicidios, se trata, inevitablemente, de cartas. Esta ínfima relación se pone de manifiesto, por ejemplo, en una las historias de locura, desesperación y tristeza que cuenta la madre a su hija antes de dormir, el suicidio de Cleopatra. En ella, la última palabra fue central, remite a la grandeza y a la valentía, según dichos del propio Octavio. Se puede sostener que fue, entonces, la pieza que acomodó la muerte, es decir, la que la puso en cauce, la delimitó y marcó su futuro: la reina quería ser enterrada junto a su amado, Marco Antonio. A su vez, se narran, entre otras, la historia de Hemingway y el misterio suicida que enmarca a la manzana mordida del logo de Apple.

Sobre estas ideas, una de las principales aspiraciones del padre es colocar en el local un buzón que permita a cada uno de los potenciales suicidas dejar su carta para ser entregada, posteriormente, a sus familiares.

En fin, como le dice Lucrèce a una clienta, la fórmula magistral para un suicidio perfecto no es sino dejando una carta que lo explique. Y es eso, tal vez, lo que distinga al suicidio de todas las otras muertes insignificantes.

-A muchas mujeres les atrae la idea de recrearse en su pena mientras preparan su muerte. Por ejemplo, digitalina: machaca en un mortero unos pétalos de digital que tenemos en la sección de productos frescos. Ya sabe, son esos manojos de flores en forma de dedos caídos que parecen manos sin energía de personas abatidas. Cuando haya obtenido un polvo fino, sumérjalo en agua y lleve la mezcla a ebullición. Déjela enfriar…, eso le dará tiempo para sonarse y escribir una carta explicando su acto… y después filtre la solución. De este modo, obtendrá una sal cristalina blanca que es lo que debe ingerir. –

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