Buenos Aires, editorial Norma, 2003
Por Lorenzo Corbetto
Virginia Woolf se dirigió al río. Ha empezado otra guerra,
nos advierte el narrador. Aún se encuentra en Richmond, Inglaterra, en
1941. La famosa novelista ya hacía tiempo había abandonado Londres para
mudarse a los suburbios debido a los problemas ocasionados por su
trastorno. Necesitaba escaparse de los dolores de cabeza (sería demasiado melodramático llamarlos de otra manera)
que le impedían disponer de su destino. Ese día final con el cual
comienza la novela de Cunningham, ella había dejado prolijamente dos
notas, una para su marido Leonard y otra para su hermana, Vannesa, y,
como se sabe, caminó con rumbo fijo, acomodó una piedra en el bolsillo
de su vestido y se arrojó al río para que éste la arrastrara hasta lo
hondo y terminar de una buena vez con su vida.
Con esta escena recortada del universo luctuoso y
factual, comienza el relato ficcional de la afamada novela Las horas.
Y ahí mismo se transcribe su carta de suicidio que anuda, de alguna
manera, la serie de acontecimientos que se irán desencadenando en la
narración.
La
novela cuenta tres historias entrelazadas: la de Woolf, la de Clarissa
Vaughan o La Señora Dalloway; y la de la señora Laura Brown, la madre de
Richard. Éste es el que elige el sobrenombre de “Señora Dalloway” para
Clarissa, por el personaje homónimo de la novela de Virginia Woolf. Y a
lo largo de la novela, se expone cómo escribe dicho libro. La señora
Brown se encuentra en un período de inseguridad. Aunque quiere a su
familia, su esposo, su hijo Richie y su futuro hijo, no encuentra su
plenitud. La idea de irse, de abandonarlos, está muy presente en ella, a
tal punto de coquetear con el suicidio. El único momento en donde
siente un disfrute es cuando se recuesta a leer la novela de Woolf.
Clarissa debe organizar una fiesta para Richard, su amigo de la
juventud, por haber ganado un premio por sus poemas. Richard tiene HIV,
se encuentra solo y aislado en su departamento, y recibe solamente las
visitas de su amiga Clarissa. No muestra interés en el premio o la
fiesta, y parecería por momentos que es una necesidad personal de
Clarissa que Richard siga viviendo, ya que él se encuentra solo,
sufriendo el aislamiento por su enfermedad, similar a la situación en la
que se encuentra Woolf. Antes de arrojarse por la ventana para terminar
con su vida, Richard habla con Clarissa, y culmina el diálogo con la
misma frase que usa Woolf en su carta. Ambas personajes, la señora Brown
y Clarissa, estarán conectadas con este personaje de Woolf. En el
relato, estos hechos parecen desarrollarse simultáneamente: aunque las
historias son consecutivas en cuanto a su temporalidad, son narradas de
forma intercalada.
La carta es el único elemento discursivo en la
novela que posee relación inmediata con la realidad, es el nexo entre
los aspectos ficticios y los verídicos de la misma. Los últimos días de
Woolf son contados a partir de su última carta, y toda la posterior
construcción de los personajes tiene también este punto de partida. La
novela absorbe este género simple y le otorga contenido dramático a
este segundo género más complejo. De esta manera, a partir de la última
misiva de Woolf, como también de su novela, La señora Dalloway, Cunnningham
realiza un abordaje de estos textos reales, para luego conformar una
nueva escritura de los hechos que pudieron suceder.
Las voces están aquí, el dolor de cabeza se
acerca y si ella vuelve a someterse al cuidado de Leonard y de Vanessa,
no la dejarán ir jamás. Decide insistir en que la dejen ir. Se adentra
torpemente (el fondo es lodoso) hasta que el agua le llega a la
cintura. Mira río arriba hacia el pescador, que lleva puesto un saco
rojo y que no la ve. La superficie amarilla del río (más amarilla que
carmelita cuando se la examina de esta distancia) refleja turbiamente
el cielo. He aquí, pues, el último momento de percepción real, un
hombre que pesca con un saco rojo y un cielo nublado que se refleja en
el agua opaca. Casi involuntariamente (ella lo siente así) da un paso o
se tropieza y la piedra la jala hacia adentro. Por un instante, sin
embargo, no pasa nada; parece un nuevo fracaso; nada más que agua fría
de la que puede salir nadando; pero después la corriente la abraza y se
la lleva con una fuerza tan repentina y tan muscular que parece como
si un hombre muy fuerte se hubiera levantado del fondo, le hubiera
agarrado las piernas y las sostuviera contra su pecho. Se siente como
algo personal.
Más de una hora después, su esposo regresa desde el jardín.
-Madame salió –dice la sirvienta mientras golpea
una almohada vieja, liberando una minúscula tormenta de pelusa-. Dijo
que regresaría pronto.
Leonard sube a la sala de noticias. Encuentra un
sobre azul, dirigido a él, sobre la mesa. Adentro hay una carta.