Buenos Aires, Losada, 1995
La clásica obra dramática de Alejandro Casona presenta una
ficción dentro de otra. Y la ficción, sobre todo la encajada, puede
nombrarse con un naturalizado oxímoron: la mentira piadosa. Una abuela
en los estertores de su vida recibe cartas de su nieto Mauricio
contándole que ya no era un rufián y que se había convertido en un
hombre hecho y derecho, un arquitecto exitoso casado con una adorada
esposa. Pero todo esto ha sido creado a través de la pluma de Balboa,
su marido, para darle un devenir digno a su última existencia.
Las cartas permiten de una manera extrema la mentira, ya desde el
referente –la redención no es redención- y, por supuesto, con el
disloque entre autor y enunciador –Mauricio es, en realidad, Balboa.
Esto es plausible por varias razones, pero por sobre todas las cosas,
por la ausencia del receptor y el diferimiento entre emisión y
percepción.
En Los árboles mueren de pie, la crisis es, una vez más, entre
las palabras y las cosas, cuando Mauricio, el verdadero Mauricio,
anuncia que va a regresar. Mejor dicho, cuando regresa.
MAURICIO.- ¿Tuvo noticias de él?
BALBOA.- Ojalá no las hubiera tenido. De la trampa del juego pasó al
contrabando y a la estafa; de la pelea de barrio a los papeles falsos y
la pistola en el bolsillo. Un canalla profesional. Naturalmente, la
abuela sigue sin saber nada de esto, pero nuestra casa estaba
destruida. Nunca me dijo una palabra de reproche, pero aquel piano
cerrado, aquel sillón vuelto de espaldas a la ventana y aquel silencio
tenso de años y años eran la peor de las acusaciones; como si yo fuera
el culpable. Al fin, un día llegó a sus manos una carta de Canadá.
MAURICIO (impaciente) .- ¿Pero en qué estaba usted pensando? ¿No pudo
impedir que cayera en sus manos una carta así, podía matarla?
BALBOA.- Al contrario; era la carta de la reconciliación. Mi nieto
pedía perdón y llenaba tres páginas de hermosas promesas y buenos
recuerdos.
MAURICIO.- Disculpe; me había adelantado estúpidamente.
BALBOA.- No, ahora es cuando se está adelantando. Aquella carta era falsa; la había escrito yo mismo.
MAURICIO.- ¿Usted?
BALBOA.– ¿Qué otra cosa podía yo hacer? La pobre vieja se me iba
muriendo en silencio día a día. Y con aquellas tres páginas el piano
volvió a abrirse y el sillón volvió a mirar otra vez hacia el jardín.