Sudamericana, Buenos Aires, 1999
La cl ásica novela de la autora belga es una extensísima
carta del emperador Adriano a su querido sobrino, Marco Aurelio.
Publicada originalmente en 1951, luego de extravíos de manuscritos y
discontinuadas investigaciones, se transformó en un éxito editorial y
en texto canónico de la literatura histórica. En esta construcción, la
traducción al español de Julio Cortázar aportó lo suyo en
hispanoamérica.
Se trata, básicamente, de un relato de vida en primera
persona, una autobiografía ficcional del emperador Adriano, cuyo
encabezado es éste: “Querido Marco:”. Este procedimiento epistolar
subyace de una forma indefinida en las casi trescientas páginas y se
explicita en algunos párrafos con apelativos a esa segunda persona.
Adriano, cuando escribe esta carta, se está muriendo.
En ésta, como en tantas ediciones de la novela, se incluyen
notas de la autora que cuentan el proceso engorroso de escritura y las
fuentes de las que se nutrió. Y es en estas notas donde da cuenta de
sus seguridades y dudas en las decisiones de los procedimientos
narrativos. Lo que tenía claro era que deseaba retratar una voz, la del
propio Adriano. Era importante para ella que no hubiesen
intermediarios. Los primeros intentos, dice Yourcenar, fueron construir
un gran diálogo, pero la voz de Adriano se perdía en todos esos
gritos. El diario personal se presentaba como otra opción, pero, “un
hombre de acción pocas veces lleva un diario”. Las memorias, por fin,
le permitían una visión panorámica del grande hombre; la carta, una
inclinación a lo íntimo.
Pero, hay que saberlo, la primera persona como mecanismo de
construcción de biografías –sean reales o ficcionales, sean memorias,
epístolas o diarios- imposibilitan el relato de un mojón trascendental
de cada una de esas vidas: la de la propia muerte. Nadie, ni el
extrovertido suicida, puede narrar el rato después.
En diciembre de 1948 recibí de Suiza, donde la había dejado durante la guerra, una maleta llena de papeles familiares y cartas de más de diez años de antigüedad. Me senté junto al fuego para acabar con esa especie de horrible inventario de cosas muertas; me pasé varias noches en soledad ocupada en eso. Deshacía atados de cartas; releía, antes de destruirlo, ese montón de correspondencia con personas olvidadas y que me habían olvidado, algunas vivas, otras muertas. Algunos de esos papeles databan de una generación anterior a la mía; los nombres mismos no me decían nada. Arrojaba mecánicamente al fuego ese intercambio de frases muertas con Marías, Franciscos y Pablos desaparecidos. Desplegué cuatro o cinco hojas dactilografiadas; el papel estaba amarillento. Leí el encabezamiento: “Querido Marco”… Marco… ¿De qué amigo, de qué amante, de qué pariente lejano se trataba? No advertí de inmediato a quién se refería el nombre. Al cabo de unos instantes, recordé de pronto que ese Marco no era otro que Marco Aurelio, y supe que tenía en mis manos un fragmento del manuscrito perdido. Desde ese momento, me propuse reescribir ese libro costara lo que costare.