Ofrecerse y replegarse.

Epístolas conventuales 

Victoria Cohen Imach* 

Este estudio se interroga por los sentidos implicados en el gesto de la composición, entre los muros, de cartas de tipo familiar o personal, al que adscriben (con algunos matices en el caso de la forjada por María Rosalía de San Agustín) las series epistolares reunidas. ¿Qué significa para las monjas diseñar pequeños cuerpos de papel destinados a sortear vallas y llegar a manos de corresponsales situados en el «siglo»? ¿Cómo se configura su discurso cuando se disponen a referirse al yo o a los interlocutores, sin la interposición de las rejas del locutorio, ese ámbito dispuesto en los conventos para el contacto con personas ajenas a la comunidad? ¿Cuáles son las fuerzas constrictivas en el interior de las cuales emerge su escritura?

Un conjunto de hipótesis, planteadas en respuesta a tales preguntas, subtiende el análisis. Ellas han surgido de la lectura del corpus aquí presentado, en contraste con una trama de fuentes: por una parte, un más amplio conjunto de cartas tanto de religiosas (editadas e inéditas) como de mujeres seglares de la época colonial y el siglo XIX; por otra, un repertorio bibliográfico que incluye, de acuerdo a lo indicado, estudios coloniales, conventuales, de género, historia de las mujeres, análisis sobre la constitución del sujeto en la modernidad, trabajos dedicados a lo que podría denominarse, tomando el título de un artículo de Ana María Barrenechea, la «naturaleza genérica» de la epístola. (1) Respecto al primer interrogante delineado sostengo, por una parte, y de manera general, que la carta, «comunicación escrita de uno o más remitentes a uno o más destinatarios alejados en tiempo y espacio», según la definición operativa propuesta por Barrenechea (58-59), neutraliza las limitaciones impuestas a las monjas por la clausura perpetua, obligatoria a partir del Concilio de Trento (1545-1563). (2) En sus distintos tipos, brinda a quienes habitan los conventos un medio para intervenir en acontecimientos ocurridos en el exterior, solicitar licencia del prelado a la hora de realizar instancias del ritual o de tomar decisiones ligadas a la vida cotidiana en el claustro (cumpliendo así con el voto de obediencia) y en ocasiones para exponer al confesor o al director espiritual el estado del propio camino de perfección. También, para mantener un intercambio con integrantes de la familia biológica, amigos o conocidos laicos, como en el caso aquí estudiado, o con monjas pertenecientes a otras comunidades y con religiosos. (3) Esta función «pragmática comunicativa» (Barrenechea 51) parece explicar que las cartas se redacten, al menos en los conventos novohispanos, de acuerdo a Lavrin, posiblemente por millares («De su puño y letra…» 43). (4)

Desde otra perspectiva, propongo aquí que la vigencia de esa práctica nace quizás del modo de intercambio que ella posibilita, en particular cuando se escribe a parientes o amistades. Fundada sobre la ausencia del interlocutor, la epístola se caracteriza, según Patrizia Violi, por su «colocación en el ambiguo punto límite que separa la interacción, el intercambio dialógico con el otro, de la soledad autosuficiente de la escritura» (87). Implica una «dialéctica de proximidad y distancia, de presencia y ausencia», que «evoca la presencia del otro y al mismo tiempo lo coloca en un lugar que es, por definición, inalcanzable: si escribo es porque el otro no está aquí o, si lo está, es precisamente para alejarlo» (96). En la medida en que corporiza el hiato que separa a los corresponsales, en que expone su carácter insalvable o lo instaura, la carta resulta capaz de suavizar y al mismo tiempo preservar los rigores de la vida conventual: el relativo aislamiento respecto de la ciudad circundante, el encierro, la soledad. Al escribir, la religiosa simultáneamente niega y afirma la clausura, vive y muere al mundo, se ofrece y se repliega. Desde ese punto de mira postulo, al mismo tiempo, que la carta constituye para las monjas un espacio en el cual es posible forjar, ensayar, su condición de Esposas de Cristo. La bibliografía ha llamado la atención sobre la fractura que implica para las mujeres el ingreso al convento. Sus vidas deben configurarse según los paradigmas vigentes de ejemplaridad al menos en cuanto a la espiritualidad (surgida de los «modelos de perfección religiosa» y de las vías prescriptas contemporáneamente para alcanzarlos) y a la religiosidad (formas concretas de practicar la fe, «conducta que expresa la espiritualidad») (Lavrin, «Vida conventual…» 83 ss). El objetivo es hacer de sí mismas, de acuerdo a la metáfora propuesta por Carlos de Sigüenza y Góngora y analizada por Margo Glantz, flores virginales de un paraíso terrenal. (5) Este pasaje desde unas condiciones de existencia en el mundo a las que rigen entre los muros, el imperativo de asumir el estatuto obtenido, son pensados en las páginas siguientes como el proceso de adquisición de una nueva identidad, y las cartas, como lugar donde ese proceso puede ejercerse. Es necesario aclarar que empleo el concepto de identidad en el marco de las aportaciones teóricas planteadas por Judith Butler en El género en disputa . El feminismo y la subversión de la identidad . (6) Butler acuerda con la postura sostenida por Michel Foucault, según la cual es «un principio culturalmente restringido de orden y jerarquía, una ficción reglamentadora» (57). La identidad de género, objeto específico de análisis de la autora, cuyos atributos tienen un carácter performativo, constitutivo de «la identidad que se dice que expresan o revelan», se alcanza mediante la repetición de una serie de actos que estilizan el cuerpo e «intentan aproximarse al ideal de una base sustancial de identidad» (172). Butler establece que la adscripción a un determinado género no se da habitualmente como una elección en tanto «el yo que podría entrar ya está adentro siempre» y «no hay posibilidad de que el agente actúe ni de realidad fuera de las prácticas discursivas» (178-179). En relación con el problema aquí tratado puede decirse que las monjas adquieren su condición de tales a través de la reiteración, de la puesta en práctica de las ficciones reglamentadoras. Esa adquisición implica en ellas, sin embargo, una deliberación previa y por lo tanto un acto consciente, rodeado de una elaborada puesta en escena.

Pero el análisis delinea a las cartas reunidas no sólo como territorio de ejercicio del «ideal normativo» (Butler 50). Las muestra también, en semejanza con las de sor Juana Inés de la Cruz , en tanto espacios de disputa, de puesta en juego de «sistemas de atribuciones encontradas» (Domínguez, «Extraños consorcios…» 35). A diferencia, no obstante, de un texto como la «Respuesta a sor Filotea de la Cruz «, que cuestiona «los términos de una atribución y del error sustentado por ella» (Domínguez, «Extraños consorcios…» 35), estas epístolas no llegan a polemizar de modo explícito con el ideal formulado en torno a la identidad de las monjas, ni con las asignaciones de género dominantes en la época. Las autoras utilizan en cambio ciertos roles aceptados, como el de consejera espiritual, cumplido de manera visible entre otras figuras, por santa Teresa de Jesús o por la hija de Lope de Vega, Marcela de San Félix, (7) para ejercer una autoridad que paradójicamente contrasta con uno de los mandatos básicos dirigidos a las religiosas, esto es, la humildad o difuminación del yo y con una pauta fijada ya en el Nuevo Testamento para el comportamiento femenino: el silencio. Exponen además una tensión frente a los requerimientos de borrar de sí mismas el pasado biográfico y de acallar los malestares del propio cuerpo.

El presente estudio rastrea ese sistema de atribuciones encontradas tanto en el conjunto de las posiciones de subjetividad como en las representaciones desplegadas por las epistológrafas. Utilizo el primero de estos conceptos en el marco de la propuesta desarrollada por Foucault en La arqueología del saber, aunque con algunos matices. Para el autor las modalidades enunciativas que puede ejercer el sujeto portador de un discurso se definen, como se sabe, por un cruce de condiciones: las pautas que legitiman su derecho a pronunciarlo, los ámbitos de los que extrae sus enunciados, las posiciones que le es factible ocupar «en cuanto a los diversos dominios o grupos de objetos» (85). En concordancia, no debe verse en el discurso un «fenómeno de expresión» ni «la traducción verbal de una síntesis efectuada en otra parte» sino, antes bien, un «campo de regularidad para diversas posiciones de subjetividad», «un espacio de exterioridad donde se despliega una red de ámbitos distintos» (90). (8)

¿Qué lugar se otorga en La arqueolo gía del saber al empleo de ciertas posiciones con un sentido diferente al establecido (corrosivo en última instancia respecto al orden vigente) o al uso o eventualmente a la introducción de posiciones alternativas? Foucault alude a la posibilidad de que existan tensiones en la utilización del discurso: sin embargo, al plantear la cuestión privilegia sobre todo lo que ocurre en relación con el campo enunciativo y no tanto con el sujeto, en la medida en que rechaza visualizar a éste como fuente de aquello que dice. (9) El enunciado, «materialidad repetible», «sirve, se sustrae, permite o impide realizar un deseo, es dócil o rebelde a unos intereses, entra en el orden de las contiendas y de las luchas, se convierte en tema de apropiación o rivalidad» (177). (10) En la misma línea, observa además que una determinada formación discursiva puede estar atravesada por contradicciones que poseen distintas funciones y deben mostrarse en su aspereza y discontinuidad: el desarrollo adicional del campo (a través de la aparición, por ejemplo, de nuevas modalidades enunciativas), su reorganización, la crítica o puesta en juego de su existencia; constituye, en consecuencia, «un espacio de disensiones múltiples», «un conjunto de oposiciones cuyos niveles y cometidos es preciso describir» (260-262). (11)  En la conclusión de su libro Foucault se refiere, por otra parte, al problema de los márgenes de libertad de los que disponen los individuos para operar en los límites trazados. No niega que les resulte viable producir modificaciones pero cree que no poseen el «derecho exclusivo e instantáneo» para efectuarlas: su accionar está inserto en un tejido que funciona de acuerdo a determinadas reglas y relaciones. Agregar, así, un enunciado a una serie dada se torna un «gesto complicado y costoso» (351). Considero que el concepto de discurso definido como campo de regularidad para diversas posiciones de subjetividad, situado en el interior de unas condiciones precisas, resulta pertinente para comprender los textos reunidos. La letra se configura en ellos dentro de una institución, la Iglesia, que a partir del movimiento de Contrarreforma intensifica la subordinación de las mujeres a la jerarquía masculina y marca particularmente en su caso, trazos nítidos respecto de lo que les está permitido decir, (12) de un «código de lo decible «. (13) En ese marco, próximo a la propuesta ofrecida por La arqueología del saber, el análisis quiere focalizar, no obstante, no sólo la dimensión del enunciado sino también la del sujeto que lo pronuncia, (14) explorando la ambivalencia que atraviesa a las autoras cuando despliegan los roles asignados. (15) Pues, de acuerdo a lo antes expuesto, si los acatan y ponen en práctica, también ejercen consciente o inconscientemente a través de su uso, un poder o autonomía relativos (16) que instaura una tensión en el seno de su escritura. Por otro lado, en algunos casos ciertas formulaciones exponen las dificultades inherentes al proceso de conversión en Esposas de Cristo: así lo dejan ver la supervivencia de perspectivas de clase o el ejercicio de posiciones y la presencia de sentimientos ligados a la vida en el «siglo». Tal ambivalencia, sin embargo, no es pensada aquí como simulación, como doblez, sino como la busca desgarrada de un lugar desde donde hablar, ejercer una autoridad o reflexionar sobre sí. (17)

Para Electa Arenal y Stacey Schlau, la presencia de este tipo de tensiones caracteriza los textos producidos por monjas o mujeres entregadas a un modo religioso de existencia. En su estudio ponen de relevancia el hecho de que las fórmulas de obediencia, autodepreciación, respeto o gratitud significan «más que conformidad». Pueden ser utilizadas de manera irónica o como apoyo para la estructuración de una determinada obra, y frecuentemente implican la afirmación de un poder en la medida en que remiten a las palabras usadas por Cristo en los Evangelios (15-16). Un punto de vista semejante es sostenido, en relación con los casos de santa Teresa de Jesús y de la novohispana María de San José, por Alison Weber y Kathleen Myers respectivamente. Tanto esta última como Arenal y Schlau han destacado, por otra parte, la lucha entre dos polos ya mencionados en páginas precedentes -lo ideal y lo real- e incluso entre modelos textuales y experiencia vital, que las autoras deben afrontar cuando toman la pluma para trazar sus escritos (Arenal y Schlau 14-15, Myers 20-31). Apoyarse en la perspectiva sostenida por Foucault implica, como se desprende de lo señalado, delimitar una posición acerca del concepto de subjetividad. Entiendo aquí que ella se configura, al igual que la identidad, a partir de modelos o normas imperantes en el interior de una determinada formación discursiva y, más ampliamente, en la sociedad. De acuerdo con esta línea, Nancy Armstrong ha llamado la atención sobre el papel ejercido por el lenguaje y en particular por la escritura en esa configuración. De manera convincente argumenta que tanto los libros destinados a imponer modelos de conducta femenina como la «ficción doméstica» elaborada por Samuel Richardson, Jane Austen o las hermanas Brontë representan en la Gran Bretaña de los siglos XVIII y XIX formas de subjetividad basadas en el género sexual que llegan a incorporarse al sentido común, y por lo tanto al modo según el cual «la gente se entendía a sí misma y entendía lo que deseaba en otros» (27). Armstrong propone así una hipótesis «productiva» respecto a la letra, que busca mostrar «la forma en la que la ficción doméstica ayudó a producir un sujeto femenino que se entendía en los términos psicológicos que habían dado forma a la ficción» (39).

Tal hipótesis, considerada en términos relativamente flexibles, resulta iluminadora para describir el objeto analizado en este estudio. Las series epistolares aparecen como territorio en el que las autoras construyen su propia subjetividad como Esposas de Cristo (para sí mismas y para otros), en su caso a partir de mandatos preexistentes y establecidos con frecuencia asimismo a través de la palabra escrita, como en la obra de santa Teresa. La perspectiva que sostengo postula, sin embargo, y de manera simultánea, que el referido proceso de configuración se alimenta también de la experiencia. En su indagación sobre las representaciones de la mujer en México, Jean Franco advierte acerca de la necesidad de complementar las formulaciones de Foucault con ese nivel del análisis, constituido por «las disposiciones y actitudes que cristalizan con la experiencia vital» (23). (19) Aun cuando las monjas aceptan desprenderse de las ataduras terrenales al ingresar al convento, en la práctica los mandatos se actualizan en mujeres dotadas de un cuerpo, recuerdos, afectos, modos de entender la educación, una particular procedencia familiar y regional, e incluso por rasgos que toman la forma de una manera de ser.

Por su parte, el examen de las representaciones tiene en cuenta en las páginas siguientes la perspectiva brindada por Antonio Cornejo Polar con motivo de su reflexión sobre la heterogeneidad característica de las literaturas andinas. El crítico utiliza en tal sentido el concepto de mímesis, entendiendo por él no sólo la representación del mundo sino una operación en la que «el sujeto se define en la misma medida en que propone como mundo objetivo un orden de cosas que evoca en términos de realidad independiente del sujeto y que, sin embargo, no existe más que como el sujeto la dice». En consecuencia, considera que «no hay mímesis sin sujeto pero no hay sujeto que se constituya al margen de la mímesis del mundo» (22). (20) Es importante evaluar esta cuestión a la luz de los estudios centrados en las mujeres. Históricamente ellas han sido, como señalan Georges Duby y Michelle Perrot, objeto de múltiples representaciones tanto en las artes plásticas y la literatura como en una variedad de discursos escritos por filósofos, moralistas, juristas. Esa abundancia contrasta con la «debilidad de las informaciones concretas y circunstanciadas» así como con la falta de textos donde se inscriba directamente su voz. «Las diosas», observan, «pueblan el Olimpo de ciudades sin ciudadanas; la Virgen reina en altares donde ofician los sacerdotes; Marianne encarna a la República Francesa , cuestión viril. Todo lo inunda la mujer imaginada, imaginaria, incluso fantasmal» (22). ¿Qué ocurre, no obstante, cuando las mujeres toman la palabra? ¿Qué dicen esas representaciones? ¿Resultan liberadoras? En su estudio sobre la «ficción doméstica» británica, Armstrong establece (al igual que, en otros términos en el texto citado, Duby y Perrot) que las representaciones forjadas por mujeres pueden contribuir a la contención de la resistencia y al fortalecimiento de un orden económico, social y político que les resulta opresivo. Por ello su propósito al elaborar una historia de las formas femeninas de poder no es visualizar la resistencia, sino, por el contrario, «revelar las operaciones de una sexualidad de clase» (41), las «formas en las que el género colabora con la clase para contener formas de resistencia política dentro del marco del discurso liberal» (42).

Las cartas reunidas ofrecen al análisis la posibilidad de indagar en representaciones delineadas por mujeres. De acuerdo con la perspectiva descripta, se examina en las páginas siguientes no sólo en qué medida las religiosas disputan con las asignaciones dominantes, sino también, y puesto que se trata de un proceso de configuración de la identidad entendida como ideal normativo, cuándo dichas construcciones ayudan a reforzar esas asignaciones así como el orden social vigente.

Cabe indicar, además, respecto de las funciones cumplidas por la composición epistolar, que en el marco de las tres ya referidas -comunicación, atemperación y fortalecimiento simultáneos de las condiciones de la vida conventual, participación en el curso de construcción identitaria- este estudio delimita en cada caso otras más específicas. Encargar, informar, mantener lazos, suturar ausencias, dialogar a partir de una conciencia sobre el entendimiento mutuo , son los motivos que dan, a grandes rasgos, impulso a la escritura del corpus. La formulación de estos motivos ha partido del análisis de los textos y de las definiciones que en algunos casos ellos ofrecen sobre el gesto de tomar la pluma. Las cartas son, en esas ocasiones, cuerpos donde se deja registro del proceso de su elaboración y del cometido que los guía.

Lo planteado hasta ahora enlaza, por su parte, con las hipótesis sostenidas aquí en relación con los interrogantes acerca del modo de configuración del discurso de las autoras. Considero que las epístolas reunidas surgen en el cruce de un conjunto de fuerzas de gravitación, algunas de las cuales han sido mencionadas más arriba: los requerimientos fijados para el camino de perfección espiritual y las atribuciones de género características de la época; las restricciones imperantes en torno a la «palabra» de las mujeres en general y de las enclaustradas en especial; la censura ejercida entre los muros respecto al envío o la recepción de cartas; las pautas que rigen en la época su composición. El acto de escribir una epístola familiar, o de una que combina asuntos ligados a la administración del convento con notas personales, no es, en consecuencia, un gesto desplegado sin presiones. Las monjas conocen las imágenes circulantes y los límites discursivos impuestos, saben de los controles materiales que el texto deberá sortear antes de lanzarse al mundo, parecen ser conscientes del lenguaje, de las reglas establecidas para su trazado.

Entre estas líneas de fuerza, abordo en la segunda parte del estudio, una en profundidad: el mandato de desasimiento, de fuga mundi , formulado por santa Teresa de Jesús con extraordinaria claridad a fin de que las carmelitas descalzas alcancen una vida perfecta en la clausura así como la ambivalencia que opera en las religiosas, incluida la propia Teresa, cuando ese requisito es puesto a funcionar en la práctica. La atención prestada a la reformadora del Carmelo se fundamenta tanto en el hecho de que tres de las cuatro autoras estudiadas pertenecen a esa orden, como en la influencia que en general su figura y sus escritos ejercen sobre las monjas de siglos posteriores en el área hispánica. (21) Es necesario aclarar además que, aunque me refiero a continuación a algunos elementos que atañen a las restantes líneas mencionadas, dejo para un futuro trabajo un desarrollo in extenso al respecto.

La circulación de cartas está, entre los muros, fuertemente sometida a fiscalización. Al menos las constituciones impartidas para las carmelitas descalzas hacia 1562 y en 1581 y las que rigen a las capuchinas porteñas establecen que toda epístola que entra o sale del claustro tiene que someterse al control de la prelada. Las primeras señalan que tanto el envío como la recepción han de contar con la licencia de la priora, y califican la no observancia de esta norma como falta «de más grave culpa»; las segundas indican que la abadesa o la vicaria deben leer las cartas antes de que partan al mundo exterior o de que sean recibidas por las monjas. El texto que contiene formulaciones indebidas no puede seguir su curso y si ha salido de la pluma de una integrante de la comunidad, es necesario castigar a ésta gravemente. (22) Durante el período de la Colonia , y en un plano más amplio, pende además sobre ellas, como sobre la escritura conventual en general, la amenaza de eventuales sanciones por parte de la Inquisición. En el caso del objeto considerado aquí debe tenerse en cuenta que ese fantasma se desvanece en marzo de 1813 en las Provincias Unidas del Río de la Plata , cuando la Asamblea General Constituyente anula la jurisdicción del tribunal del Santo Oficio de Lima, poco después de que las Cortes tomaran en la península una medida similar para el conjunto de los dominios españoles. Es decir, que mientras parte del corpus se compone todavía a la sombra de su amenaza latente, la otra surge cuando ella ha desaparecido de la escena. Roberto Di Stefano y Loris Zanatta observan que la revocación establecida por la Asamblea posee sobre todo, sin embargo, un carácter simbólico, que deja su huella en especial en el imaginario colectivo. En el territorio de la actual Argentina, durante la época colonial y hasta 1813, la Inquisición, por distintas razones sobre las cuales, de acuerdo a los autores, es necesario aún indagar, tiene «una actuación más bien débil» (79); la mayor parte de los procesos desplegados en sus límites, como en el resto de América, no tratan asuntos de índole religiosa o ideológica sino infracciones de tipo sexual. En la práctica, la represión moral o la ligada a la esfera de la fe queda a cargo de los párrocos, y en ocasiones de la justicia civil (79-84). Si desde mediados del siglo XVII, una vez finalizadas las guerras de religión, la fragilidad de las instancias represivas en estas tierras no preocupa demasiado a la Corona, durante la centuria siguiente, las figuras «ilustradas», laicas o eclesiásticas, «mirarán a las instituciones y a los mecanismos de represión religiosa con mayor indiferencia, cuando no con manifiesto desdén, lo que acelerará su debilitamiento» (84). (22)

Es posible suponer que la vigilancia estipulada para la circulación epistolar surge de la voluntad de examinar, entre otros aspectos, la ortodoxia de las mujeres consagradas en el dominio de la espiritualidad y de la conducta ligada a ésta. Aunque debe todavía investigarse la especificidad que ello adquiere en el ámbito hoy argentino, la bibliografía sobre la vida conventual tanto en la metrópoli como en el Nuevo Mundo en general, muestra el control que el clero ejerce sobre las monjas a fin de evaluar su camino hacia la perfección, pero también de asegurarse de que no incurran en posiciones heréticas.(23) Distintas autobiografías escritas por orden del confesor durante el siglo XVII y la primera mitad del XVIII en puntos tan distantes como Nueva España, Nueva Granada o Chile, dan cuenta de la fiscalización a la que son sometidas sus autoras.(24) Como observa Weber, en la medida en que el misticismo propone una experiencia no intelectual y por lo tanto no jerárquica y antiinstitucional de la divinidad, su alianza con la Iglesia a lo largo de la historia resultó a menudo difícil (35). En el caso de México, la preocupación que la Inquisición revela durante el siglo XVII frente a las falsas beatas y los falsos milagros o a la deformación del dogma (Lavrin, «La vida femenina…» 30), (25) no se ha desvanecido aún en las últimas décadas de la centuria siguiente; (26) y todavía en 1801, según expone Jean Franco, cuando «empezaban a aparecer nuevas configuraciones del discurso y ya no existía sólo un marco de interpretación aceptado universalmente» (90), el Santo Oficio juzga a una seglar a la que se acusa de «ilusa». (27)  

Cabe pensar que otro de los dominios sujetos al control de las autoridades del claustro y de las exteriores a él en las cartas escritas por monjas, lo constituye el cumplimiento del voto de castidad y de la guarda de la clausura. Ello puede explicarse si se piensa a este último mandato en relación con la vigencia del principio de la honestidad femenina, punta del iceberg por el cual en la época barroca, pero también durante el siglo XVIII en el ámbito del virreinato rioplatense, corre riesgo de quebrarse el honor masculino. (28) La permanencia en el ámbito conventual, más aún que en el doméstico, asegura que ese preciado valor de la mujer, la castidad, quede firmemente custodiado. La obligatoriedad para las Esposas de Cristo de permanecer entre los muros establecida por el Concilio tridentino, no es ajena a ese clima de ideas, aun cuando el éxito de su implantación se haya debido, de acuerdo a José Luis Sánchez Lora, a que coincide en el tiempo con un movimiento de renovación espiritual sostenido, entre otras figuras, por santa Teresa, según el cual la estrechez física del convento puede obviarse una vez que se ha alcanzado la «clausura interior». (29)

Durante el siglo XIX la circulación de textos de escritoras pertenecientes al mundo secular, como muestra el caso de Juana Manuela Gorriti, se produce todavía en el marco de la vigencia de los postulados referidos. Según ha observado Domínguez, el honor aparece entonces en relación con las mujeres como una «clavija» que vincula la esfera de lo privado con la de lo público. Gorriti es consciente de que lo formulado en la obra literaria puede ser atribuido a la biografía de la autora y por eso considera necesarios ciertos procedimientos como el de seleccionar aquello que va a decirse («Historia literaria…» 24-25).

En las cartas reunidas no hay manifestaciones, veladas o explícitas, de un temor a relatar determinados sucesos capaces de atraer una sanción de cualquiera de las instancias de control descriptas. Sin embargo, es posible pensar que la apelación a ciertas posiciones discursivas preestablecidas como, en algunas de las series, la tendencia a eludir al yo más histórico o singular, están acaso y de algún modo, vinculadas con una conciencia respecto al peligro vigente.

Tal cuestión remite, por su parte, a la pregunta por la existencia de las esferas de la privacidad y de la intimidad en las cartas conventuales. A la luz del cúmulo de presiones analizadas, parece pertinente señalar no tanto que la privacidad, entendida como escenario donde las actuaciones se protegen de injerencias de terceros (Castilla del Pino 19-20), se desarticula en el momento del control efectivo, sino que más bien no llega a configurarse en la instancia de la composición. (30) Partiendo de estas premisas considero, sin embargo, que la intimidad, definida en el sentido propuesto por José Luis Pardo, en tanto espacio creado por la «resonancia interior de las palabras dichas», en tanto lugar que los íntimos habitan y recorren reconociendo sus » figuras características», y que no se liga de manera necesaria a la confidencia (56, 161-162 et passim ), (31) puede llegar a desplegarse. (32) Así lo muestran en particular las epístolas de María Jacinta y, en un plano de menor complejidad, también las de María Thadea de la Concepción. Las destinadas por Theresa Antonia de Jesús a su hermano sólo en algunos momentos dibujan ese territorio compartido: cuando su voz se quiebra frente a las desventuras o a las muertes familiares. Las de María Rosalía de San Agustín, en cambio, y como se verá, centradas sobre todo en gestionar encargos para un eficiente funcionamiento conventual, se cierran casi a esta inscripción.

Respecto a la línea de fuerza ejercida por las pautas de redacción epistolar, debe indicarse que en la época de escritura del corpus reunido, la carta familiar, entendida en la Antigüedad latina por Cicerón como «intercambio personal entre amigos», (33) aparece como una práctica crecientemente sometida a reglas. Es posible encontrar lineamientos para su elaboración en al menos algunos de los libros de preceptiva epistolar surgidos en la esfera de la cultura española tanto renacentista como barroca. Jacques Lafaye distingue en este sentido dos grupos de textos. Por una parte, los tratados o manuales que, forjados sobre todo hasta mediados del siglo XVI en el escenario trazado por el humanismo, aspiran a formar a los letrados de manera amplia y flexible teniendo presente el ideal del perfecto secretario. Por otra, los «manuales de secretarios» y «formularios de cartas» aparecidos en la segunda mitad de esa centuria y a lo largo de la siguiente, que brindan en cambio herramientas precisas para operar adecuadamente en una sociedad que empieza a verse dominada por la moderna etiqueta y las jerarquías sociales. (34) En las últimas décadas del siglo XVIII puede reconocerse en la península la presencia de una obra destinada a ofrecer instrumentos para cubrir ya las necesidades cotidianas de comunicación de un público más amplio. (35) En un ámbito más general, y durante el XIX, la correspondencia privada se torna, como observa Cristina Iglesia, «una necesidad social» (204). La redacción de cartas o esquelas dirigidas a parientes y amigos «se aprende en manuales ejemplificadores de lectura obligatoria y se articula en figuras retóricas que sostienen la apariencia de la sinceridad o de la ingenuidad, en un marco de enunciación que organiza el contrato epistolar entre los interlocutores constituidos y definidos en el mismo acto de la escritura» (204). Aunque la impronta dejada eventualmente por manuales de este tipo en el corpus al que hace referencia este estudio deba aún ser objeto de exploración, lo que puede afirmarse por el momento es que la composición de las cartas que lo integran aparece, para decirlo en términos de Roger Chartier, como objeto de un disciplinamiento que incluye a quien lo ejerce en la órbita de la cultura: la de aquellos que, en cuanto «respetan naturalmente las convenciones exigidas por la civilidad», se distinguen de los «torpes», de los que «hacen un uso salvaje de la escritura» (313-314). (36) La adecuación a las normas resulta visible en ellas en distintos trazos: el empleo de fórmulas de tratamiento; la apelación a ciertos giros lingüísticos en la salutación, la introducción, la conclusión, la despedida; la destreza en el manejo de las distintas funciones cumplidas por las cartas personales, presentes ya en Ad familiares de Cicerón o en el epistolario conservado de santa Teresa: informar, encargar, consolar, felicitar, mantener lazos de amistad, que lleva a las autoras a combinar algunas de éstas o a privilegiar una o dos respecto a las demás. En ciertos casos, como en las series escritas por Theresa Antonia de Jesús y María Rosalía de San Agustín, se hace visible un mayor apego a fórmulas que es posible encontrar en otras cartas de la época, y por ello a una «retórica» epistolar. En la de esta última religiosa es ya perceptible la solvencia en la utilización de códigos atribuidos a lo que en la segunda mitad del siglo XIX un manual, la Nueva retórica epistolar … de Antonio Marqués y Espejo, considerará como epístolas «de negocios y encargos»: textos en los cuales, aun cuando se privilegia el tratamiento conciso de la comisión o negocio que pone en marcha la escritura, se recurre a elementos propios del intercambio personal entre amigos o conocidos. (37) Ya las cartas teresianas revelan, de acuerdo a Jamile Trueba Lawand, la yuxtaposición entre asuntos privados y de «negocios», referidos en su caso sobre todo a la labor de reforma del Carmelo (115).

En el interior de las constricciones señaladas, y en diálogo con ellas, las monjas logran imprimir sin embargo en sus escritos algunas marcas particularizadoras que provienen de distintos niveles: los asuntos abordados, el grado de proximidad establecido con relación al interlocutor, la intensidad de la exposición del yo y los sentidos impresos al uso de la primera persona del singular, cierto empleo del lenguaje, una determinada expresividad.

*La autora es docente en la Universidad Nacional de Tucumán e investigadora del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas. El texto presentado forma parte del «Estudio preliminar» incluido en su libro Redes de papel. Epístolas conventuales. San Miguel de Tucumán: Instituto Interdisciplinario de Estudios Latinoamericanos, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad Nacional de Tucumán, 2004 (18-41). Sólo se han modificado el título dado allí al apartado y algunas expresiones y referencias bibliográficas. Dado que en el volumen se transcriben veintisiete cartas personales de monjas pertenecientes a conventos de Córdoba, Potosí y Buenos Aires (fines del siglo XVIII a primeras décadas del XIX), el estudio preliminar hace referencia a ellas. Las religiosas son las carmelitas descalzas Theresa Antonia de Jesús, María Rosalía de San Agustín (Córdoba) y María Thadea de la Concepción (Potosí) y la capuchina María Jacinta (Buenos Aires).


Notas

(1) Una parte significativa de estas fuentes son citadas en detalle en este estudio. Hago mención a las cartas inéditas que pude revisar, infra. El artículo referido de Barrenechea lleva por título «La epístola y su naturaleza genérica». Cabe aclarar que a lo largo de este estudio considero a la epístola en los términos amplios de práctica y no de género, dado el debate existente en torno a ese punto, señalado en su trabajo por Barrenechea.

(2) María José Arana rscj. ofrece datos para visualizar el proceso histórico de reglamentación de la clausura femenina. Entre los antecedentes de lo establecido por el Concilio tridentino menciona la conocida decretal emitida en 1298 por Bonifacio VIII, denominada » Periculoso «; ésta instaura la «clausura papal», de alcance universal, aunque en la práctica no llega a imponerse.

(3) Autoras como Asunción Lavrin e Íride María Rossi de Fiori y Rosanna Caramella de Gamarra han delineado propuestas de tipología de las cartas conventuales. La primera distingue entre las espirituales y las centradas en asuntos cotidianos («De su puño y letra…»). Las segundas reconocen las de carácter familiar y afectivo-espiritual, las de carácter protocolar, las de carácter literario (que incluyen textos como los considerados en el primer grupo por Lavrin) (61-65). Por mi parte, estudié en trabajos previos distintos tipos procedentes de los únicos dos claustros existentes en Córdoba durante el período de dominación hispánica y de la comunidad docente y piadosa rectora del Colegio de Educandas de Salta fundado en 1824: las dirigidas en tono formulario a la autoridad eclesiástica (Córdoba, siglos XVIII y XIX), las escritas al prelado en lenguaje coloquial y tono familiar (Córdoba, siglo XVIII), las enviadas a las autoridades civiles y de la Iglesia para sostener posiciones comunitarias (Salta, segunda mitad del siglo XIX); ver respectivamente «Relecturas: epístolas oficiales y conventos femeninos», «De las hijas al padre. Cartas de monjas a su prelado» y «Epístolas en busca de un lugar. Las maestras del Colegio de Educandas de Salta ante el proceso secularizador (segunda mitad del siglo XIX)». Las cartas de los conventos cordobeses están depositadas en los legajos 8 y 9 del Archivo del Arzobispado de Córdoba, en adelante AAC; las del establecimiento salteño, en el archivo de la institución.

(4) En su artículo «La celda y el siglo: epístolas conventuales», dedicado también al tema, Lavrin indica que no puede darse una respuesta precisa a la pregunta acerca de cuán comunes son las epístolas provenientes de conventos femeninos novohispanos en tanto se trata de un objeto aún por explorar, aunque sí puede afirmarse que «no siendo frecuentes, tampoco son raras». Observa que «corrieron regularmente entre prelados y religiosas» pero muchas desaparecieron debido a su fragilidad (141).

(5) Carlos de Sigüenza y Góngora despliega esta imagen en su crónica del convento de Jesús María de México, Parayso Occidental . Ver el estudio introductorio a la edición facsimilar de esa obra, a cargo de Glantz, «Introducción. Un paraíso occidental: el huerto cerrado de la virginidad». Junto a los trabajos de Glantz y de Lavrin que tratan dicho aspecto, puede mencionarse el de Rossi de Fiori y Caramella de Gamarra. Las autoras se refieren a una «imagen ideal de la vida conventual», en contraposición a la realidad vivida en tales ámbitos (23-32). El tema será retomado más adelante.

(6) Para establecer esta relación entre las posiciones teóricas de Butler y la construcción de la identidad de las religiosas ha sido iluminador el trabajo de Mariselle Meléndez, «El perfil económico de la identidad racial en los Apuntes de las indias caciques del convento de Corpus Christi». Cito en adelante el libro de Butler, publicado en inglés en 1990, por la traducción al castellano (única versión por mí consultada), Buenos Aires: Paidós, 2001. María Luisa Femenías señala que su obra posterior, Cuerpos que importan (editada en inglés en 1993) representa una inflexión distinta respecto de El género … En la presente indagación sólo hago referencia, como se indicó, a este libro.

(7) Electa Arenal y Georgina Sabat de Rivers señalan que en su convento trinitario de Madrid, Marcela de San Félix adopta frente a su padre el papel de «madre-monja» y puede así aliviar sus pesares (19). Ella «se convirtió en una suerte de madre, confidente y consejera para su padre anciano: lo consoló en sus penas y pérdidas familiares al mismo tiempo que lo regañaría por su donjuanismo» (11). «Una de las más repetidas funciones de las monjas enclaustradas ejemplares», de acuerdo a Arenal y Sabat de Rivers, «era la de servir de consejeras animadoras de la fe y de intermediarias con Dios y la Virgen «. La primera de estas funciones se cumple tanto en el locutorio como en los escritos de las religiosas (81).

(8) Foucault desarrolla tales ideas en el capítulo IV de la segunda parte, «La formación de las modalidades enunciativas». En él se encuentran los fragmentos transcriptos en el texto. Cito por la traducción al castellano de este libro publicado originalmente en francés en 1969 (la única versión que he consultado), México: Siglo XXI, 1997. La primera edición en Siglo XXI es de 1970.

(9) Hubert L. Dreyfus y Paul Rabinow plantean que Foucault mantiene al referirse a las modalidades enunciativas en La arqueología del saber , un «estructuralismo modificado que atribuye eficacia autónoma al campo discursivo». En función de su elección, «Foucault se ve obligado a fundar su descripción de las modalidades enunciativas en una ‘ley de todas estas enunciaciones diversas’ (…) -una ley que evita la referencia a los objetos o sujetos, pero a costa de dejar de lado toda característica específica a las prácticas sociales corrientes, cualesquiera que ellas fueran-» (96).

(10) Tales observaciones pertenecen al capítulo II de la tercera parte. La definición citada de enunciado se encuentra en la página 176.

(11) Estos señalamientos están tomados del capítulo III de la cuarta parte . En su análisis del valor del pensamiento de Foucault para el feminismo, Femenías llama la atención al respecto (62). Cabe indicar que el autor entiende por formación discursiva un sistema constituido por un conjunto de enunciados vinculados por reglas acerca de la formación de los objetos, los tipos de enunciación, los conceptos, las elecciones temáticas (62 et passim cap. II, segunda parte). Las modalidades enunciativas pueden definirse, según se establece en el capítulo IV de la segunda parte, como distintas «formas de enunciados» (82).

(12) Ver el análisis de los cambios en la actitud de la Iglesia frente a la religiosidad y el saber de las mujeres en la España del siglo XVI articulado por Alison Weber en relación con la figura y la obra de santa Teresa de Jesús. Debo el conocimiento del estudio de Weber, y el haber podido consultarlo, a Alicia Fraschina.

(13) Octavio Paz observa acerca de sor Juana Inés de la Cruz : «Su obra nos dice algo pero para entender ese algo debemos darnos cuenta de que es un decir rodeado de silencio: lo que no se puede decir «. Más adelante indica: «(…) con frecuencia el autor comparte el sistema de prohibiciones -tácitas pero imperativas- que forman el código de lo decible en cada época y en cada sociedad. Sin embargo, no pocas veces y casi siempre a pesar suyo, los escritores violan ese código y dicen lo que no se puede decir» (16-17). Las cursivas le pertenecen.

(14) En la formulación de este señalamiento me ha resultado estimulante la revisión de los análisis de Foucault realizada por Femenías.

(15) Utilizo aquí el concepto de ambivalencia de acuerdo a la perspectiva psicoanalítica. En el Diccionario del Psicoanálisis. Diccionario actual de los significantes, conceptos y matemas del psicoanálisis dirigido por Roland Chemama se lo define en los siguientes térm inos: «Disposició n psíquica de un sujeto que experimenta o manifiesta simultáneamente dos sentimientos, dos actitudes opuestas hacia un mismo objeto, hacia una misma situación. (Por ejemplo, amor y odio, deseo y temor, afirmación y negación)» (17). Agradezco a César Zimerman que me señalara la riqueza que posee esta noción en el marco referido.

(16) Georges Duby y Michelle Perrot advierten que si el dominio masculino y la concomitante sujeción o subordinación femenina constituyen un hecho reconocido por la mayor parte de las ciencias humanas en el presente, ellos no deben entenderse como ausencia de poder de las mujeres. Los análisis deben intentar mostrar, por el contrario, la «naturaleza de la articulación» de ambas fuerzas (31-32).

(17) Considero importante la observación planteada por Domínguez respecto a los riesgos acarreados por una implementación automática y desprovista de matices de la matriz de lectura que persigue el reconocimiento de un «doblez» en los estudios sobre textos elaborados por mujeres («de un pliegue que sin cerrar una dirección abre otra»); también su advertencia sobre lo que entiende como celebración de la resistencia por parte de la crítica cuando se aproxima a tales producciones en dichos términos pues, según indica, «en general, uno de los lados del doblez parece contener necesariamente el señalamiento de la resistencia». Ver «Reflexiones finales…»; las citas se encuentran en las páginas 195 y 201 respectivamente . En el caso de las monjas, la ambivalencia aparece como resultado de las fuertes presiones a las que son sometidas a la hora de escribir, que agudizan las dirigidas a las mujeres no enclaustradas.

(18) La traducción del fragmento situado entre comillas es mía.

(19) Esta definición se encuentra en nota al pie. Franco consigna en el texto la dificultad para encontrar la denominación apropiada a tal dimensión y propone por ello, junto a la de experiencia, otras, alternativas: «estructura del sentimiento» (Raymond Williams) y «formas de vida» (Jürgen Habermas) (23). Nelly Richard señala, por su lado, en un estudio dedicado al análisis de las teorías feministas y la escritura realizada por mujeres, que la experiencia, entendida de acuerdo a un punto de vista epistemológico y no ontológico, «tiene el valor crítico de postular formas de conocimiento parciales, situadas , relativas al aquí-ahora de una construcción local de sujeto y de práctica que desmiente la fundamentación universalista de la generalización masculina» (738). Las cursivas son de la autora.

(20) En una nota al pie, y al referirse a la concepción que define la mímesis en virtud de su «función representativa» de la realidad, Cornejo Polar remite a dos autores, Luiz Costa Lima y Erich Auerbach. Creo importante aclarar, empero, que en la medida en que Auerbach percibe la mímesis como interpretación, supone, aunque no derive necesariamente de ello las mismas conclusiones que Cornejo, la dimensión del sujeto. Las cursivas le pertenecen al crítico.

(21) La segunda parte del estudio preliminar no se reproduce aquí. Sigo en la observación acerca de la incidencia de santa Teresa a Arenal y Schlau (9-11). Gabriela Braccio señala, no obstante, que en La verdadera esposa de Jesucristo san Alfonso María de Ligorio (1696-1787) advierte acerca de los perjuicios que la lectura de obras dedicadas a la teología mística puede causar a determinadas religiosas. Ligorio apoya esa observación a través del relato de una aparición de Teresa ante sus monjas, producida con posterioridad a su muerte, en la que les manda prohibir los libros de visiones y revelaciones escritos por ella. Braccio constata que, sin embargo, el convento de Santa Catalina de Siena de Buenos Aires, instaurado en 1745, posee en su biblioteca, durante el período colonial, las obras teresianas («Para mejor servir a Dios…» 238).

(22) He consultado las denominadas constituciones primitivas redactadas por santa Teresa para las carmelitas descalzas, se estima que en la segunda mitad de 1562 (de las que no se conserva el original), en sus Obras Completas editadas por Efrén de la Madre de Dios O. C. D. y Otger Steggink O. Carm. Biblioteca de Autores Cristianos. 8a edición. Madrid: La Editorial Católica , 1986. 819-840. Me baso en las referencias ofrecidas por Concepción Torres acerca de la expresión de ese punto en las de 1581 («Introducción» a Ana de Jesús … 29), las cuales, aunque resultado de una puesta al día de las anteriores constituciones por parte de Teresa, fueron definitivamente redactadas por frailes descalzos, centralmente Jerónimo Gracián; debo advertir que estas últimas ocupan un lugar marginal entre las descalzas a partir de 1590 y 1592, cuando por tensiones surgidas entre figuras representativas de la reforma de la orden, se dan dos nuevas versiones que modifican significativamente su contenido. Desde entonces sólo algunos conventos se rigen por ellas. No me ha sido posible conocer hasta el momento, pese a los intentos realizados, cuál de las versiones se utilizó en la fundación del convento de carmelitas descalzas de San José de Córdoba. Cayetano Bruno señala que se encarga la copia de las que regían en el convento de carmelitas de San José de Lima. En 1630 el obispo Tomás de Torres narra en carta a Felipe IV desde Charcas que lleva las constituciones a las carmelitas cordobesas aunque no se aclara en el texto de Bruno de donde se las copia finalmente (II, 548-549). Rossi de Fiori y Caramella de Gamarra establecen, por su parte, que tales constituciones se toman en efecto del mencionado claustro limeño (161 y 166). Agradezco a Alicia Fraschina la transcripción de la reglamentación respecto a la circulación de cartas contenida en las constituciones rectoras de las capuchinas de Buenos Aires (Regla de la Gloriosa Santa Clara con las Constituciones de las Monjas Capuchinas. Buenos Aires: Tipografía del Colegio Pío IX, 1904. 80-81). Me he basado para trazar el referido itinerario de las constituciones carmelitas en un texto publicado por Secretariatus Generalis Pro Monialibus O. C. D. – Romae, Proyecto de reflexión teológico espiritual de las monjas carmelitas descalzas. Las constituciones teresianas. http://www.ocd.pcn.net/nuns/n4_es.htm.

(23) Según se indica en la Introducción de esta obra, la elaboración de la primera y segunda parte estuvo a cargo de Roberto Di Stefano; la tercera fue realizada por Loris Zanatta.

(24) Sigo en particular a Lavrin en esta observación sobre el sentido del control eclesiástico («La vida femenina…» 30).

(25) Señalo tal marco temporal teniendo en cuenta que los textos autobiográficos mencionados o analizados por los estudios que he podido revisar, se escriben entonces. Pero no lo concibo en términos excluyentes. Por mi lado, analicé la presencia de rasgos de las autobiografías por mandato en las cartas de la beata María Antonia de la Paz y Fi gueroa (Santiago del Estero, 17 30-Buenos Aires, 1799), escritas en 1785 en respuesta a preguntas formuladas por un grupo de jesuitas expulsados próximo a ella. Quizás debido en parte a la índole de los interrogantes, en parte al temor respecto a adversarios políticos de la orden o a llamar la atención de las instancias de represión religiosa, sus epístolas giran, sin embargo, en torno, más que a su vida espiritual, a las condiciones en que lleva adelante la difusión de los ejercicios espirituales. Ver al respecto mi artículo «Las cartas de María Antonia de la Paz y Figueroa…».

(26) Al referirse a esta cuestión, la autora cita en nota al pie trabajos de Edelmira Ramírez Leyva, Dolores Bravo y Solange Alberro. En otro estudio, Lavrin define a las beatas como «mujeres piadosas, que deseaban llevar una existencia religiosa sin tomar los irrevocables votos exigidos por la vida del convento, especialmente el voto de clausura perpetua» («Religiosas» 205).

(27) Edelmira Ramírez Leyva examina tres procesos inquisitoriales llevados a cabo durante esa centuria, el último de ellos en 1779. Dos de los procesos atañen a monjas, y uno a una mujer seglar.

(28) Ver cap. III de su libro. Con relación a las ilusas de la Nueva España , la autora señala que los inquisidores a veces las identificaban con el movimiento de los alumbrados, pero que las novohispanas n o siempre eran he réticas: «(…) más bien trataban de imitar los arrobos y éxtasis de las mujeres santas, o deseaban serlo, o deseaban hacerse pasar por santas; con frecuencia su lenguaje era parecido al de las monjas místicas (…). Se distinguían de las beatas en que desafiaban el poder del confesor y en que se exhibían en público levitando y profetizando» (94). Sobre la persecución inquisitorial iniciada en España en la década de 1520 contra los alumbrados (según los cuales, entre otros aspectos, el individuo puede comprender las Sagradas Escrituras si está iluminado por el Espíritu Santo) y su relación con el clima contrarreformista, ver Weber (cap. I).

(29) Ver sobre este punto el ya clásico trabajo de José Luis Sánchez Lora, Mujeres, conventos y formas de la religiosidad barroca . Ricardo Cicerchia se refiere, por su lado, a la presencia del principio de la «virtud pública» en el virreinato del Río de la Plata (67).

(30) Ver Sánchez Lora (caps. I-III). Esta última observación es planteada en las páginas 162-163 de su libro.

(31) Domínguez observa que esto es lo postulado en general para las cartas escritas por mujeres en novelas de autoras hispanoamericanas contemporáneas como La ingratitud de Matilde Sánchez (1990) y Los vigilantes de Diamela Eltit (1994); es decir, que «no se puede escribir lo privado de las cartas porque este privado es un imposible. Las cartas de mujeres quedan a la intemperie y ésta resulta más bien un umbral peligroso entre lo privado y lo público» («Extraños consorcios…» 41).

(32) Las cursivas son del autor.

(33) Tal perspectiva sobre la intimidad no es acorde con la propuesta por Castilla del Pino, quien la entiende en términos de reducto personal del sujeto. Pese a la divergencia entre ambas posiciones, he considerado útil tomar en cuenta la ya señalada definición de privacidad ofrecida por este último autor, dado que focaliza el problema del contexto en el que tiene lugar el intercambio entre las personas, importante para el objeto tratado aquí.

(34) Así define Jamile Trueba Lawand el punto de vista sobre este tipo de epístolas sostenido por Cicerón (27).

(35) Sobre los textos incluidos en el primer grupo ver además Trueba Lawand (cap. III ss). El recorrido realizado por la autora muestra que su presencia se advierte ya a fines del siglo XV en España.

(36) Meri Torras Francès muestra que en una edición de ese manual, de mediados de siglo, se piensa al público en términos de los profesionales de la escritura de cartas «que hacen carrera en las oficinas». En la siguiente, de 1763, se apela a un público más familiar que busca pautas no para su trabajo sino más bien para la vida diaria. En la tercera, de 1796, el libro se dirige en particular a cubrir los requerimientos de intercambio tanto personal como mercantil de una burguesía emergente; se da entonces a conocer como Nuevo estilo y formulario de escribir cartas misivas y responder a ellas en todos los géneros de especies de correspondencia: reformado según el estilo moderno, y añadido en esta última edición por Don J. Antonio D. y Begas . Barcelona: Sierra y Martí (Torras Francès 197-204). La cita corresponde a la página 198.

(37) Tomo estos planteamientos del capítulo IX de la obra de Chartier, Libros, lecturas y lectores en la Edad Moderna , que tiene por título «Los secretarios. Modelos y prácticas epistolares».

(38) Este manual recibe varias ediciones, entre otras, las de 1859 (París), 1865 (París), 1881 (París / México). Sólo he podido leer la de 1881 y revisar el índice de la de 1865, lo cual me permitió advertir que ofrecen algunas variantes. De la primera tengo noticias a través de Cristina Iglesia. A ella le agradezco las referencias a la obra y al modo de localizarla. El título completo de la de 1881 (transcribo, excepto en la cita incluida en el texto, con la acentuación usada en la edición) es Nueva retorica epistolar ó arte nuevo de escribir todo genero de cartas misivas, familiares y de comercio por Marques y Espejo. Nueva edicion, arreglada para el uso de las Republicas de América a la cual se ha añadido una Guía mercantil, ó breves elementos de teneduría de libros; cuentas hechas de intereses y de cambio de América sobre las principales ciudades de Europa; concluye con un derrotero de Méjico á varios puntos. La consulta del índice de la de 1865, titulada Novísima retórica epistolar, ó arte nuevo de escribir todo genero de cartas misivas y familiares …, me mostró que también se habla allí de cartas «de negocios y encargos». Estoy en deuda con el personal de la Biblioteca Nacional (Buenos Aires) por la colaboración brindada en la transcripción del índice citado, y con mis padres por las gestiones realizadas al respecto.

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