Por las noches, Avel de Alencar cumplía su misión prohibida.

Escondido en una oficina de Brasilia, él fotocopiaba, noche tras noche, los papeles secretos de los servicios militares de seguridad: informes, fichas y expedientes que llamaban interrogatorios a las torturas y enfrentamientos a los asesinatos.

En tres años de trabajo clandestino, Avel fotocopió un millón de páginas. Esos documentos eran el confesionario completo de la dictadura militar, que estaba viviendo sus últimos tiempos de poder absoluto sobre las vidas y los milagros de todo Brasil. 
Una noche, entre las páginas arrancadas a los archivos militares, Avel descubrió una carta perfumada. La carta había sido escrita diez años antes, pero el perfume del papel no se había desvanecido del todo y el beso que la firmaba estaba intacto. La huella de la boca entreabierta parecía fresca al pie de las palabras. 
A partir de entonces, cada vez que encontraba alguna carta, Avel detenía sus trajines ante la máquina fotocopiadora. Descubrió muchas cartas. Junto a las cartas, estaban los sobres interceptados por los funcionarios militares. 
Él no sabía qué hacer. Mucho tiempo había pasado. Ya nadie esperaba aquellas cartas. Habían sido escritas por personas, habían sido dirigidas a personas, pero ahora eran mensajes de fantasmas a fantasmas. Y sin embargo, Avel no podía leerlas sin sentir que estaba cometiendo una violación. ¿No estaban vivas esas palabras, aunque vinieran desde los muertos y desde los olvidados hacia lugares que ya no eran y personas que ya no estaban? Avel no podía devolverlas a los archivos militares. Era como devolverlas a la cárcel. Intentó romperlas, y se sintió un criminal. 
Al fin de cada noche, Avel metía en sus sobres las cartas que había encontrado, les pegaba sellos nuevos y las echaba al buzón del correo.

Eduardo Galeano

Publicado en Bocas del tiempo, Eduardo Galeano, Siglo XXI, Buenos Aires, 2004


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