México D. F., Era, 1997


Barthes, en Fragmentos de un discurso amoroso, dice que como deseo, la carta de amor espera su respuesta; obliga implícitamente al otro a responder, a falta de lo cual su imagen se altera, se vuelve otra. Se puede decir que éste es el problema fundamental en Querido Diego, te abraza Quiela, donde un compendio de cartas ficcionales escritas desde la desesperación fría de posguerra en París, se pierde en la indiferencia de Diego Rivera. Angelina Belfo, Quiela, es una pintora incipiente que le escribe al ya laureado muralista que volvió a su México natal, después de haber compartido diez años de “amor”. Las cartas no se responden, ni siquiera vuelven, se las traga la tierra, y esto vasta para construir una historia triste de desamor que parece hundirse en un estanque.

15 de noviembre de 1921


Hoy como nunca te extraño y te deseo Diego, tu gran corpachón llenaba todo el estudio. No quise descolgar tu blusón del clavo de la entrada: conserva aún la forma de tus brazos, la de uno de tus costados. No he podido doblarlo ni quitarle el polvo por miedo a que no recupere su forma inicial y me quede yo con un hilacho entre las manos. Entonces sí, me sentaría a llorar. La tela rugosa me acompaña, le hablo. Cuántas mañanas he regresado al estudio y gritado: “¡Diego! ¡Diego! como solía llamarte, simplemente porque desde la escalera atisbo ese saco colgado cerca de la puerta y pienso que estás sentado frente a la estufa o miras curioso por la ventana. En la noche es cuando me desmorono, todo puedo inventarlo por la mañana e incluso hacerle frente a los amigos que encuentro en el atelier, y me preguntan qué pasa contigo y a quienes no me atrevo a decir que no he recibido una línea tuya. (…)

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