Este cuento está inspirado en una carta.

Señora:


Casi no conocí a mí madre, ella murió cuando yo estaba por cumplir cinco años. Una muerte repentina: salió a hacer una diligencia y la atropelló un auto. Nunca más volvió a casa. Seguramente se despidió de mí con un beso en la frente o en la mejilla o apretándome en sus brazos. Digo seguramente, porque no lo recuerdo. Sólo recuerdo que una de mis tías me dijo que ella se había ido al cielo y yo lloré un rato, hasta que me trajeron una muñeca nueva que acuné hasta dormirme. 
Pasaron muchos años desde entonces. Mi padre viajaba con frecuencia y por eso fui internada en un colegio; mi abuela estaba enferma y mis tías consideraron que la de ellas no era una casa para criar a una niña. 
Los domingos me llevaban de paseo. Yo esperaba ese día con la esperanza de ver a mi padre. A veces era él el que iba a buscarme y entonces mi alegría no tenía límites. 
Recuerdo dos hileras de camas y muchas niñas de largas trenzas, entre ellas yo, abrazando mi muñeca para dormirme acompañada. 
Las oraciones antes de la sopa, y unos ojitos tristes reflejándose en el espejo. 
A los doce años me sacaron del colegio porque murió mi abuela y fui a vivir con 
mis tías. 
Un gran retrato de mi madre colgaba en la pared de mi cuarto. Yo la miraba: 
los claros ojos, el cabello corto y dócil, una tenue sonrisa. 
La encontraba solamente en esa fotografía, porque cuando la buscaba dentro de mí, en los días de mi primera infancia, su imagen se fugaba, liviana, diluida, ligera como un pájaro, envuelta en una tenue nube de fantasía que le borraba los contornos de la realidad. 
Mis nuevas compañeras hablaban de sus madres: ellas trenzaban sus cabellos, les ayudaban a calcar los mapas, a forrar los cuadernos. «Mamá me dio, me dijo…, mamá no quiere…, quiere, me deja…, no me deja… Mamá, mamá, mamá…». 
Y yo quería decirles que mi mamá, pero no recordaba, no recordaba nada… Sólo tenía un retrato, pero el retrato apenas me miraba, sin hablar, sin extender sus manos para tocarme, sin acercarme el pecho para que yo llorara sobre él. 
Le gustaban las rosas y los aromos. Eso me lo contaron mis tías. Hablaba bien francés y algo de italiano. Adoraba la música. Tenía muchos pares de zapatos. 
Pero lo que yo quería saber ellas no lo decían y yo no me atrevía a preguntárselo. 
¿Qué me decía mi madre cuando me acunaba, alguna vez me alzaba entre sus brazos? ¿Me cantaba, era dichosa viéndome, jugaba conmigo, me quería? ¿Cómo me demostraba su cariño? 
Señora: yo crecí sin madre y sin saber siquiera dónde y cómo encontrarla, cómo poder averiguar lo que fue para mí y lo que fui para ella durante los pocos años que estuvimos juntas. 
Un día, de pronto, hojeando la revista en la que escribe, descubrí un cuento suyo para su hija. 
Luego hablaba de su pequeña, de cómo iba creciendo, de cómo era su amor hacia Verónica. La emoción y el temor de criarla y sentirla, la alegría de su primera palabra y sus primeros pasos, el tremendo dolor de verla enferma, la tremenda angustia de no poder ofrecerle un mundo mejor que éste en que vivimos. 
Y a través de sus cuentos, señora…, fui conociendo a mi madre, armando sus sentimientos como un rompecabezas, llegando a la raíz de sus risas, de sus lágrimas, de su forma de dárseme, de protegerme, cuidarme, defenderme, amarme. 
Porque estoy segura de que usted siente lo que sienten todas las madres, y al decirlo, alza la voz de todas, pronuncia las palabras que todas ellas quisieran decir. 
Y mi madre, señora, debió ser como usted, como todas las madres. 
Ahora la conozco. 
Puedo pensar que en su corazón tañían mil campanas cuando mis brazos se estiraban hacia ella, puedo sentir que cuando yo dormía su ternura velaba mi sueño. 
Pobrecita querida…; ahora entra a mi aliento cuando era apenas una muchacha de veinticinco años. Ella, que tanto amaba las rosas y el verano y el mar y el aire tibio y mi voz y mis besos y el pan y la cuchara y el canto de los pájaros. 
Pobrecita querida…; ahora entra a mi recuerdo fielmente recortada por mi memoria, con la estatura humana de su cuerpo y palabras de amor donde me enredo girando como un trompo a su resguardo. 
Y cuando está al llegar la primavera, corto una rama apenas florecida del árbol de duraznos y la pongo frente a su retrato, y ella me mira…, me mira largamente con sus jóvenes ojos y hay un temblor en su sonrisa y hasta parece palpitar su pecho bajo el vestido blanco. 
Ya no necesito que me hablen de ella para sentirme asida por sus manos. 
Y cuando alguien la nombra, en vez de entristecerme, me pongo alegre y siento que la amo.

Poldy Bird

Publicado en Brillo de lágrimas , Buenos Aires, Ediciones Orión, 1994.

Categorías: Cartas de ficción

0 comentarios

Deja una respuesta

Marcador de posición del avatar

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *