Por Tomás Proe.

Un joven ejecutivo viaja a los Alpes Suizos para investigar acerca de la repentina decisión del jefe de la empresa de internarse en el “Instituto de la felicidad” e intentar llevarlo de vuelta a su vida cotidiana. 

Luego de varios días de investigación y sucesos extraños, inmerso en una búsqueda de la felicidad construida y delimitada a gusto de algunos pocos, llega la hora del regreso sin el objetivo cumplido. Pero, tal como le avizoró el destino, todo el que entra nunca sale. 

Aquí es donde entra en juego la carta. Aunque los sucesos transcurren durante la era de internet, los teléfonos celulares y las computadoras, el joven ejecutivo decide escribir, no de manera azarosa, a quienes lo enviaron a la aventura para sopesar su relato con los hechos. 

Esta elección le permite un doble juego simultáneo en torno a la “verdad”: por un lado, el análisis y repaso con lujo de detalle de los acontecimientos, aquí la parte endeble del discurso epistolar, pero, por el otro, el anclaje necesario en tiempo y espacio de quien escribe, para dar cuenta de sí mismo, y de quien recibe, para designarlo como responsable. 

La carta funciona, entonces, como bisagra principal entre lo que parece y lo que es y, al mismo tiempo, como prueba de realidad, prueba de vida. 

La carta hace que sus palabras no se las lleve el viento, que sus pensamientos no queden en un sueño y, posiblemente también, que no logre mantenerse con vida. 

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