Querido Chesterton:

En la pantalla de la televisión italiana apareció hace pocos meses el padre Brown, original sacerdote-detective, criatura típicamente tuya. Lastima que no hayan aparecido el profesor Lucifer y el monje Miguel. Los habría visto con sumo agrado, tal como tú los describiste en La esfera y la cruz , viajando en avión, sentado uno junto al otro, Cuaresma junto a Carnaval.

Cuando el avión vuela sobre la catedral de Londres, el profesor suelta una blasfemia contra la cruz.

– «Estoy pensando si esta blasfemia te ayuda en algo -le dice el monje-. Escucha esta historia:

«Conocí a un hombre como tú; él también odiaba al crucifijo; lo eliminó de su casa, del cuello de su mujer hasta de los cuadros; decía que era feo, símbolo de barbarie, contrario al gozo y a la vida. Pero su furia llegó a más todavía: un día trepó al campanario de una Iglesia, arrancó la cruz y la arrojó desde lo alto.

«Este odio acabó transformándose primero en delirio y después en locura furiosa. Una tarde de verano se detuvo, fumando su pipa ante una larguísima empalizada; no brillaba ninguna luz, no se movía ni una hoja, pero creyó ver la larga empalizada transformada en un ejército de cruces, unidas entre sí colina arriba y valle abajo. Entonces, blandiendo el bastón, arremetió contra la empalizada, como contra un batallón enemigo.

«A lo largo de todo el camino fue destrozando y arrancando los palos que encontraba a su paso. Odiaba la cruz, y cada palo era para él una cruz. Al llegar a casa seguía viendo cruces por todas partes, pateó los muebles, les prendió fuego, y a la mañana siguiente lo encontraron cadáver en el río»

Entonces el profesor Lucifer, mordiéndose los labios, mira al anciano monje y le dice: «Esta historia te la has inventado tú». «Sí, respondió Miguel, acabo de inventarla; pero expresa muy bien lo que están haciendo tú y tus amigos incrédulos. Comienzan por despedazar la cruz y termináis por destruir el mundo»

La conclusión del monje que, por supuesto, es la tuya, querido Chesterton, es justa. Supriman a Dios y ¿qué es lo que queda? ¿En qué se convierten los hombres?

– Existe el mundo del progreso -oigo decir- el mundo del bienestar.

– Sí; pero ese famoso progreso no es exactamente lo que se esperaba; trae consigo también los misiles, las armas bacteriológicas y atómicas, el proceso actual de contaminación, cosas todas que amenazan con arrastrar a toda la humanidad a una catástrofe.

En otras palabras, el progreso con hombres que se aman, considerándose hermanos e hijos de Dios, Padre común puede ser una cosa magnífica. El progreso con hombres que no reconocen a Dios como Padre común, constituye un peligro continuo: en efecto, sin un crecimiento paralelo de la dimensión moral, interior y personal, aquel progreso desarrolla las más salvajes y oscuras tendencias del hombre, lo convierte en una máquina dominada por máquinas, un número que maneja números, «un bárbaro delirante -diría Papini- que, en vez de la clava, puede servirse de las fuerzas inmensas de la naturaleza y de la mecánica para satisfacer sus instintos de rapiña y orgiásticos».

Sé que muchos piensan lo contrario que tú y yo. Piensa que la religión es un sueño consolador: la habrían inventado los oprimidos, imaginando otros mundos existentes, donde encontrar más tarde lo que hoy les roban los opresores; la habrían organizado, totalmente a su favor, los opresores, para seguir pisoteando a los oprimidos y adormecer en ellos aquel instinto de clase que, sin la religión, los impulsaría a la lucha.

Es inútil recordar que precisamente la religión cristiana ha favorecido el despertar de la conciencia proletaria, exaltando a los pobres y anunciando una justicia futura.

– Sí -responden-, el cristianismo despierta la conciencia de los pobres, pero después la paraliza, predicando la paciencia y sustituyendo la lucha de clases con la confianza en Dios y las reformas graduales de la sociedad.

Muchos creen también que Dios y la religión, al canalizar las esperanzas y esfuerzos hacia el paraíso futuro y lejano, alienanal hombre, le impiden comprometerse en la construcción de un paraíso cercano que ha de realizarse aquí en la tierra.

Es inútil recordarles que, según el reciente concilio, un cristiano, precisamente porque es cristiano, debe sentirse más que nadie obligado a trabajar por un progreso que sea progreso para todos, y por una promoción social que lo sea de todos.

– En ultimo término -dicen ellos-, vosotros pensáis el progreso para un mundo transitorio, en espera de un paraíso definitivo, que nunca llegará. Nosotros queremos el paraíso aquí, final de todas nuestra luchas. Ya podemos vislumbrar su despertar, mientras que el Dios de ustedes es declarado muerto por los teólogos de la secularización . Estamos con Heine cuando escribía «¿Sientes la campana?, ponte de rodillas; le llevan los últimos sacramentos a Dios, que está muriendo».

Querido Chesterton, tú y yo no dudamos en ponernos de rodillas, pero ante un Dios más actual que nunca. Sólo Él, en verdad, puede dar una respuesta satisfactoria a estos tres problemas, que son para todos los más importantes: ¿Quién soy yo? ¿De dónde vengo? ¿Adónde voy?.

En cuanto al paraíso que se disfrutará en la tierra, y sólo en la tierra, en un futuro próximo, al término de las famosas «luchas», quisiera que se escuchara a alguien que escribe mejor que yo y – sin rebajar tus méritos- también mejor que tú: Dostoyewsky.

Recuerdas al dostoyewskyano Iván Karamasov. Es un ateo, incluso amigo del diablo. Pues bien, él protesta con toda su vehemencia de ateo contra un paraíso obtenido gracias a los esfuerzos, las fatigas, los sufrimientos, el martirio de innumerables generaciones. ¡Nuestros sucesores serán felices gracias a los sufrimientos de nuestros predecesores! ¡Estos predecesores que luchan sin recibir su parte de dicha, a menudo sin tener siquiera el consuelo de vislumbrar el paraíso que seguirá al infierno que atraviesan!. ¡Innumerables muchedumbres de infortunados, de sacrificados, que son simplemente la tierra que sirve para hacer crecer los futuro árboles de vida! ¡Esto es imposible!, dice Iván, ¡ esto sería un injusticia despiadada y monstruosa!.

Y tiene razón.

El sentido de justicia que existe en todo hombre, de cualquier creencia, exige que el bien realizado y los males sufridos sean premiados, que el hambre de vida, innata en todos, sea satisfecha. ¿Dónde y cómo, si no es en otra vida? ¿Y por quién, sino por Dios?¿ Y de qué Dios, sino de aquel de quien escribía San Francisco de Sales: «No temáis a Dios, que no quiere haceros mal, sino amadle mucho porque desea haceros mucho bien?».

Lo que muchos combaten no es el verdadero Dios, sino la falsa idea que se han hecho de Dios: un Dios que protege a los ricos, que no hace más que pedir y acuciar, que siente envidia de nuestro progreso, que espía continuamente desde arriba nuestros pecados para darse al placer de castigarlos.

Querido Chesterton, tú lo sabes, Dios no es así: es justo y bueno a la vez; padre también de los hijos pródigos, a los que desea ver no mezquinos y miserables, sino grandes, libres, creadores de su propio destino. Nuestro Dios es tan poco rival del hombre que ha querido hacerle su amigo, llamándole a participar de su misma naturaleza divina y de su misma eterna felicidad. Ni tampoco es verdad que nos pida demasiado; al contrario, se contenta con poco, porque sabe muy bien que no tenemos gran cosa.

Querido Chesterton, estoy tan convencido como tú: este Dios se hará conocer y amar cada vez más; y de todos, incluidos los que hoy lo rechazan, no porque sean malos (¡son quizás mejores que nosotros dos!), sino porque le miran desde un punto de vista equivocado. ¿Que ellos siguen sin creer en Él? Él les responde: Soy yo el que cree en vosotros.

Junio 1971

Publicado en Albino Luciani, Ilustrísimos señores, Cartas del patriarca de Venecia , Madrid, Biblioteca de autores cristianos, 1978

Categorías: Cartas de ficción

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